¿Comeremos con Dios en la vida eterna?
17/11/2021
Autor: Dr. Juan Pablo Aranda Vargas
Cargo: Director de Formación Humanista

Para mi esposa, Lucy, por ser quien eres para mí (Mt 6:21).

 

Lo primero es una confesión. No soy teólogo y mis conocimientos de teología son más bien primitivos. Sin embargo, mi especialidad, la teología política, me ha acercado a la lectura de textos teológicos que me han alimentado con ideas, preguntas y reflexiones sobre tan difícil pero magnífica materia. Léase, pues, este breve comentario como la reflexión de un laico que gusta de leer textos teológicos, especialmente si son escritos por alguien de mi tríada favorita: Joseph Ratzinger, Henri de Lubac, Hans Urs von Balthasar.

Lo segundo es la pregunta y su origen. Hace meses surgió esta discusión en una sobremesa con mi familia política. La conversación se animó al grado que algunos sobrinos adolescentes—presas, podemos imaginar, de un despiste que les impidió correr a tiempo—se unieron e, incluso consideraron la conversación emocionante. En días pasados, esta pregunta volvió a emerger, ahora en una discusión entre colegas. La pregunta, pues, es si en la vida eterna nuestros cuerpos glorificados se alimentarán, ya no, por supuesto, por necesidad, sino convirtiendo la comida en un placer. En otras palabras, ¿será el banquete celestial un auténtico banquete? (cf. Mt 22: 1-22).

Lo tercero es la importancia de la pregunta. ¿Por qué debería de importarnos si comeremos o no en la vida eterna? Por un lado, la pregunta es necia: si comeremos o no es irrelevante para quien espera la vida en Cristo; pero, por el otro, la pregunta puede ayudarnos a intuir de qué habla Jesús cuando habla de su Reino, qué implica la salvación.

Lo cuarto es la evidencia Bíblica. Lucas asevera que, después de la resurrección, Cristo comió con sus discípulos: “Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Como ellos no acababan de creerlo a causa de la alegría y del asombro, les preguntó: —¿Tienen aquí algo de comer? Le dieron un pedazo de pescado asado, 43 así que lo tomó y se lo comió delante de ellos”. Aquí muchos detienen la discusión y sentencian: ¡Está en la Biblia, res iudicata! Pero no caigamos en ese simplismo que asume que entender la Biblia es algo fácil. No olvidemos que muchos intentaron calcular la edad de la Tierra basándose en el Génesis, con resultados que debemos calificar, en sustitución de adjetivos más coloridos, de poco satisfactorios. Escuchemos, mejor, la sabiduría de Ratzinger al respecto de este pasaje: “La mayoría de los exégetas opinan que Lucas, en su celo apologético, ha exagerado aquí; con una afirmación como ésta, habría vuelto a poner a Jesús en una corporeidad empírica que ha sido superada con la resurrección” (Jesús de Nazaret, vol. II, 312-3). ¿Por qué Ratzinger—que no Benedicto, pues este libro es escrito por el teólogo, no el papa—cuestiona la autoridad de Lucas? Un par de páginas atrás, mi querido maestro da la respuesta: “Él es plenamente corpóreo. Y, sin embargo, no está sujeto a las leyes de la corporeidad, a las leyes del espacio y del tiempo” (309).

Lo quinto es más evidencia Bíblica. Apoyando la opinión de Ratzinger encontramos lo dicho por Jesús en el evangelio de Juan (6:35): “Yo soy el pan de la vida; el que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí nunca tendrá sed”; (6:55): “Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida”. Asimismo, en Mateo (6:25) leemos: “no os preocupéis por vuestra vida, qué comeréis o qué beberéis; ni por vuestro cuerpo, qué vestiréis. ¿No es la vida más que el alimento y el cuerpo más que la ropa?”.

Lo sexto es la pobre, limitada y personalísima reflexión de quien escribe. En el fondo, la pregunta con la que nos enfrentamos va más allá de la curiosidad sobre si podremos degustar nuestra comida favorita en la vida eterna. La pregunta tiene que ver con la idea misma de esta vida que, si bien es inescrutable en tanto fuera del espectro espacio-tiempo, sí puede ser pensada a partir de las palabras reveladas por Dios a través de Jesús.

Empecemos, pues, por una intuición básica: ¿Por qué comemos? A ello debemos responder, para sobrevivir. La comida no es, en esencia, un placer, sino una necesidad básica. En el principio, por ende, no estaba el foodie. Que hayamos convertido la comida en un arte es, sin duda, parte del genio humano, pero esto no modifica su esencia. La comida es gasolina, es combustible.

De aquí se sigue la pregunta, ¿por qué habríamos de necesitar comida después de la resurrección? La respuesta no puede ser sino: por el mero gusto. Bien, trabajemos con esta idea. Imaginar la vida eterna como jardín de delicias, como la plenitud de aquellos deleites que ansiamos en esta vida sin tenerlos, puede sonar tentador. Sin embargo, me parece que esta idea nos aleja de la auténtica religión. Recordemos que la idea del banquete con los dioses (¡nótese el plural!) es parte de muchas religiones politeístas: los vikingos caídos en batalla, por citar solo un ejemplo, beberían vino en Valhala con Odín y los demás dioses. La idea, pues, no es nueva y, hasta donde entiendo, corresponde más bien a un periodo primitivo del pensamiento religioso.

Centrémonos, finalmente, en las palabras de Cristo. ¿Qué puede significar que Él es verdadera comida y bebida sino que la vida eterna no es otra cosa que comunión con Dios? ¿No resulta ilustrativo que ninguno de los grandes místicos relate sus arrebatos en términos de compartir unos tacos con la divinidad? ¿No traiciona cierto simplismo querer amueblar el reino de Dios con mundanidad? Agreguemos otra intuición: cuestionado sobre la resurrección, Jesús sugiere que el matrimonio no subsiste después de la muerte: “Porque en la resurrección, ni se casan ni son dados en matrimonio, sino que son como los ángeles de Dios en el cielo” (Mt 22:30). ¿No es el matrimonio inmensamente más importante que la comida? Y, no obstante, Jesús insiste en la radical transformación de nuestra condición que, sin dejar de ser quienes somos, entraremos en la compañía de Dios en una modalidad completamente nueva. De esta sugerencia se sigue que, en la vida eterna, tampoco tendremos relaciones sexuales—que serían practicadas, análogamente a la comida, no ya por su función biológica (allá, subsistencia individual; aquí, subsistencia de especie), sino por el placer que producen—puesto que, nuevamente, ese placer se vuelve nimio y estorboso cuando se le compara con estar en presencia de Dios.

A entender, pues, de este estudiante de teología, la sugerencia de comer en el cielo no solamente es falsa, sino que corre el riesgo de pervertir una adecuada comprensión de la revelación cristiana, en la que Cristo es todo en todos. Me parece que, si pudiéramos comenzar a entender la idea de estar de frente a la divinidad, de ser-con Dios, terminaríamos esta discusión de inmediato, avergonzados de habernos imaginado el banquete celestial como otra cosa que no sea Dios mismo, y nos abocaríamos a meditar sobre esta idea. Algo así encontramos, si se me permite una sugerencia final, en la canción más famosa del gospel cristiano en Norteamérica, a saber, I Can Only Imagine, de Emerson Drive.