Metafísica del cuerpo, o el prejuicio de Volpi
24/11/2021
Autor: Dr. Juan Pablo Aranda Vargas
Cargo: Director de Formación Humanista

En días pasados, Jorge Volpi, destacado escritor de la generación del crack, publicó en Reforma el artículo Tu nombre (https://bit.ly/3HwtmQx), con una confesión íntima y sentida, a saber, la victoria que su hijo consiguiera en la capital del país para cambiar su nombre, manifestación de un cambio mucho más profundo, este operado a nivel de la autoidentificación de género, encontrándose mujer. Lejos de estar interesado en atacar los motivos personales que puede tener un padre para salir a la arena pública a defender e, incluso, celebrar, una decisión tan compleja como esta, me interesa analizar uno de sus argumentos, donde celebra el fin de un prejuicio de larga estirpe en nuestra cultura.

Abramos, pues, con el argumento que presenta el escritor. Su crítica, primero, se dirige no a los ultraconservadores, de quienes, dice, “cabe esperar poco”, sino “a quienes, diciéndose liberales, no aciertan a ponerse en [el lugar de los trans]”. En términos ideológicos, el escritor quiere reaccionar contra “el alud de prejuicios” que heredó de su educación católico-conservadora. Finamente, el autor celebra que las políticas actuales en CDMX permitan a cada quien “ser quien es”.

Lo importante aquí es, sin duda, analizar qué es lo que está detrás del artículo, es decir, bajo qué óptica, basado en qué doctrina comprehensiva puede el escritor criticar como prejuicio determinada postura respecto a la idea transexual. Escudriñemos, pues, la narrativa que Volpi sugiere: su hijo, dice, no es tal; en realidad, “ella siempre estuvo allí”, “siempre lo fue”; “[e]sta, nos dijo, soy yo”.

La afirmación de Volpi es radical: su hijo nunca fue. Detrás de él subsistió, desde el principio, ella. No hay, pues, una decisión como tal, sino más bien un reconocimiento, un capitular ante la fuerza indomable de la realidad. El trans, por ende, no se hace, sino que nace: nature, not nurture. La naturaleza se impone en la sociedad libre, colándose por las rendijas de la conciencia, inundando lo que, sub- o inconscientemente siempre estuvo ahí. No hay aquí rasgo alguno del existencialismo sartreano, de ese ser cuya existencia precede a la esencia, sino más bien un ser preconfigurado cuya única acción libre es acatar lo que siempre ha sido.

Si lo anterior es cierto—y creo que hasta aquí no he sucumbido a esa vocecilla del ultraconservadurismo con dientes de sable que quiere destruir todo triunfo liberal, sino que he seguido fielmente el argumento de Volpi—entonces emerge una pregunta fundamental. ¿De qué hablamos cuando hablamos de esa “ella” o ese “él”? ¿Qué secreto dispositivo define a una o a otro, independientemente de la voluntad del individuo? Comencemos por la hoy dominante distinción entre sexo y género: el primero es biológico, el segundo es una construcción social. Un varón puede identificarse con el género femenino—o como ninguno de los dos, según los gender-fluid o non-binary, para quienes, al parecer, ninguna categoría agota su propia vivencia de género.

Aquí entramos en un terreno interesante. Asumamos como verdadera la distinción entre sexo y género (a este pobre politólogo le sigue sonando simplista, pero ignoremos por un momento mi limitada capacidad y sus demonios). Si el género es una construcción social cuya flexibilidad permite redefinir y resignificar la experiencia de la propia sexualidad, entonces la postulación de cualquier “él” o “ella” primigenios, antecedentes a cualquier nivel de conciencia e independientes del cuerpo donde se nace (iré a esto en un momento), tendría que calificarse como mero prejuicio. ¿Cómo postular que “ella” preexistía a cualquier “yo” sino afirmando que, precisamente, ese “yo” no es una construcción social sino un datum irrefutable, esto es, que todo “yo” tiene un género pre-cargado?

Si el género es una construcción social, este solo puede ser trabajado por un agente individual y racional, consciente de sí mismo. Evidentemente, esto cancela el argumento de Volpi: su hija aparecería, en realidad, como su hijo que cambió de idea en algún momento, reinventándose. La única alternativa al problema sería sugerir que el género no es construido, sino que preexiste y es incluso anterior al sexo. Pero esto cancela la diatriba de Volpi contra aquellos que, afirma, muestran “desdén ante la libertad individual”, pues aquí no hay libertad, sino un condicionamiento distinto. Si yo soy lo que soy desde el principio, esto es, antes de cualquier socialización, ¿qué tiene mi libertad que ver aquí? El único acto de libertad implicaría reconocerme y aceptarme como soy, una idea que termina acercándose peligrosamente al conservadurismo que Volpi trata de rechazar.

Finalmente, una palabra sobre eso de “nacer en un cuerpo”. Si bien Volpi no dice esto explícitamente, su artículo sugiere necesariamente que el “yo” es distinto de su cuerpo, que no es identificable con su cuerpo. Muchos podrían incluso pensar que esta idea viene del cristianismo y de su distinción entre cuerpo y alma. Sin embargo, esta religión defiende una antropología más compleja. El cristianismo no postula almas “aterrizando” o “habitando” cuerpos, sino cuerpos animados, un compuesto indivisible que implica que somos nuestro cuerpo. De hecho, en la resurrección no habrá almas abandonando sus cuerpos, sino, siguiendo a Pablo, cuerpos-glorificados que, si bien no serán meros cuerpos biológicos, no perderán ese carácter corpóreo (véase mi entrega de la semana pasada). La narrativa de Volpi—que sugiere (a) la aporía de una libertad individual que busca redefinir el yo independientemente de su cuerpo y que termina, no obstante, obliterada por la preexistencia de un yo con género predefinido; y (b) una separación entre cuerpo y espíritu, o entre materia y mente, que se le presenta como la única forma de justificar esa plasticidad que asigna al cuerpo, al tiempo que la independencia del “yo” respecto de este—termina enrollándose en un laberinto de presupuestos metafísicos indemostrables (la separación cuerpo-espíritu, la independencia del “yo-género” respecto del “yo-sexo”) que lo hacen caer, al final, en lo que tanto critica, a saber, en un prejuicio.

Si algo demuestra la ciencia es que el cuerpo, masculino o femenino, tiene una influencia indiscutible sobre el “yo”, entendido como compuesto. Es decir, que lo que soy es indisociable de mi cuerpo, porque lo que soy es contingente, hasta cierto grado, de mi cuerpo. Esto no implica una negación de la libertad, sino el reconocimiento de que toda libertad está dada en cierto espacio y dentro de ciertos límites. Toda libertad, esto es, está encarnada.

Si el cuerpo no tiene función alguna en la definición de quienes somos, finalmente, entonces el artículo de Volpi resulta completamente necio, puesto que, de no existir nada que nos oriente con claridad, anterior a toda construcción social, respecto de la diferencia entre “él” y “ella”, entonces cualquier referencia a estos artículos es necedad, puesto que estas categorías quedan vacías, desfondadas por un voluntarismo que se quiere demiurgo cundo, en realidad, no es otra cosa que un infante (asexuado aquí, para no caer en la trampa de género) haciendo un berrinche porque está cansado de escuchar la voz de su tutor, y que monta un acto de rebeldía sin sospechar que, de preguntársele qué es lo que quiere, se vería reducido al silencio.

Quienes simpatizamos con el liberalismo y la auténtica izquierda (no esa del siñorpresidente y sus secuaces autoritarios), debemos afirmar y defender, con Volpi, el derecho irrestricto a la autenticidad en sociedades democráticas. Sin embargo, esta defensa no puede renunciar a la razón y a la argumentación, que terminan mostrando, a mi entender, los límites necesarios que toda sana libertad debe respetar.