TROTADOR DEL MUNDO
Gibram Vega Veleces
—Rueda, rueda, rueda y rueda –la canción que les canto a mis hermanos cuando estamos jugando tomados de la mano en nuestro el frondoso patio. La comida siempre hace falta, pero la felicidad nunca debe dejar de estar con nosotros. Mañana saldré con mi papá, iremos a Tlapa, después a Copa y por último yo tendré que ir a Potoichán, tengo que ir yo solo porque mi papá tiene unas cuentas con esos mixtecos y es peligroso, a mí no me conocen y aun así me arriesgo a ir.
Hay un ocote encendido y la luz de la luna escurre por todas las calles, los gallos aun no cantan, creo que falta mucho para que amanezca. La llama de aquél bulto parece bailar y girar gracias al viento tenue, gira tanto como mis hermanos lo hacen al jugar. Mi papá se acerca a mí:
—Ya levántate –me dice sin gesto alguno; y mientras me dice eso me regala unos cocotazos en la cabeza, pero no está molesto, simplemente así demuestra su cariño.
Me levanto de un solo golpe y veo a mis hermanos aún dormidos. Mi mamá está acercando unos leños, el piso es nuestra cocina, alrededor de los leños hay adobe y sobre ellos pone un comal para calentar las tortillas que sobraron de ayer. Hace una salsa de molcajete, chile manzano, “mi mero mole”, y más cuando viajamos. Todo el tiempo he caminado por esos cerros, casi los conozco de memoria, todo mundo lo hace, o por lo menos todo aquél que viaja para ir siquiera a ganar dinero a la ciudad, Tlapa. He caminado desde que tenía tal vez como ocho años y digo “tal vez” porque no sé cuándo cumplo años, mi mamá solo me dijo que ella sabía que yo había nacido en 1958 porque fue un año después de que falleció mi abuelito y fueron hasta el municipio a registrarlo.
Poco después tomamos las cosas y las pusimos en un ayate, mi papá llevaba gabazos de panela y yo la comida. Antes de salir de la casa, mamá me dio su bendición e hizo lo mismo con mi papá, después nos internamos en la oscuridad del encinerío con tan solo un candil y un ocote cubierto con un nailon casi amarillo y oxidado por lo viejo por las orillas para que no lo apagara el viento.
—Ya casi para amanecer vamos a ir por la falda de Loma Concha, hijo –me decía mi papá–; cuando pasemos por el Sabino y Xocoapa, entonces nos sentaremos a comer –continuaba.
El camino era largo, nos haríamos día y medio para llegar a Tlapa y después otro día para regresarnos a Copa y no era todo, desde el Sabino, teníamos que subir un cerro, pasar por Campanario, después Mirador, Tlacotepec y así hasta llegar a Laguna Seca, pero lo valía porque con mi papá aprendía de todo.
Nos sentamos a comer cerca de un arroyo, hacía mucho frío y el sol apenas brillaba entre la punta de los cerros, de pronto algo se oyó muy cerca:
—Oiga papá, ¿qué es eso?
—Es el carpintero –me dijo.
—Pero, ¿para qué está picando el palo?, está loco eso –dije.
—No hijo, ese no tiene nada de loco, sino lo contrario, se chinga a todos los demás porque ese si le piensa. Ahorita ya anda haciendo sus huecos porque ya viene el tiempo de diciembre y la comida se les va a acabar, los demás, mira, andan contentos, corriendo y cantando mientras él está duro trabajando, pero eso sí, cuando se venga el frío y no haya nada que comer, todos van a andar corriendo, buscando cualquier cosa que meterse en la panza y mientras él, calientito en su nido con harta comida, por eso tú aprende del carpintero y trabaja duro para que cuando llegues a viejo también estés en tu nido calientito y sin hambre.
Me quedé pensando y viendo ese agujero que para ellos representaría la vida y para mí muy poco.
El camino parece nunca acabar, cada vez vamos subiendo más y cada vez hace más frío. La noche nos empezó a agarrar por Laguna Seca y ahí bajamos nuestras cosas, busqué varas secas y ocoxal para encender lumbre, hacía mucho viento, pero mi papá logró que ardiera, hay que ser un cabrón para poder encender lumbre cuando estás a media Montaña. Las cosas las acomodamos alrededor de nosotros para que el calor se encerrara y dormimos juntos porque en esta región hay pumas y tigrillos, también coyote, pero esos son bien miedosos.
Al siguiente día bajamos a Tlapa, el camino ya no fue tan pesado, pura bajada. Cuando llegamos había mucha gente en la plaza, “23 de octubre, día del señor del nicho”. La gente ya estaba haciendo los tapetes de aserrín para que por ahí pasara el santito en su procesión, mi papá bajó la carga y sacó otro nailon que traía guardado para extenderlo en el piso y montar una sobre otra los gabazos de panela. Es la primera vez que venimos a vender, eso porque a mi papá le llegó un nombramiento de mayordomía del patrón de Toto, nuestro pueblo y la cooperación de 80 centavos para poder comprar un animal y darle de comer a los peregrinos.
Estuvimos todo el día sentados en esa banqueta, yo nomás veía cómo pasaban otros chamacos con dulce de anís, piloncillo o paletas, pero nada, no quería que mi papá gastara algo. La panela se acabó y mi papá guardó tres bagazos para la tía Cota.
—¿Papá, por qué no compra usted una mulita o un machito si le sobra dinero? O ya de perdida un burrito para que ya no vayamos cargando, o nos vayamos montados.
—¿Yo pa’ qué quiero bestia mular?, si ya cargo a mi burrito aquí conmigo –me dijo mientas me jalaba una oreja y los dos reímos con gusto.
Cuando llegamos a Copa era de mañana, también había plaza, era el día domingo. Encontramos a tía Cota comprando ahí y yo corrí a abrazarla, ¡cómo nos consentía esa viejita!
—¿Cómo está Panchita?, Defino –le preguntó a mi papá.
—Ahorita está bien, tía –respondió mi papá–. ¿Usté cómo ha estado tía?
—Pues aquí andamos dando lata, “aún no nos quiere llevar la tía Lola” –dijo, y los tres comenzamos a reír. Yo no puedo hablar porque no soy mayor, no tengo derecho, pero sí puedo escuchar todo lo que dicen.
—Ni se fije usté en eso, todavía está fuerte para aguantar más años –dijo papá y después de una larga conversación nos llevó a la casa.
En la entrada, recargada en los marcos de la puerta, estaba la tía Chana, una viejita flaca que siempre se peinaba de una sola trenza, todos los días se fumaba un puro o un cigarrillo, marca “El tigre”, eran de color azul.
—Chana, apúrale, deja esa cochinada, no ves que llegaron los muchachos, junta lumbre y pon el comal que vienen cansados –le gritó tía Cota desde la esquina de la calle.
La viejita tiró el cigarrillo al piso y lo aplastó con su zapato al momento.
—Ya voy, ya voy –dijo tranquilamente, mientras nos saludaba, aunque ella era menos cariñosa–, iré por unos blanquillos, ahorita regreso –continuó y nosotros nos metimos a la casa.
El comal ya se había calentado y estaban saliendo las primeras tortillas y tía Chana no regresaba del mandado.
—Esta Chana, de seguro se quedó platicando en la calle, pero me voy a asomar y donde la vea… –dijo la viejita Cota y así lo hizo, y de pronto:
—¡Chana!, a qué horas van a estar esos blanquillos, nos ves que los parientes no han comido y tienen hambre, apúrate y deja ese chisme –se oyeron los gritos de tía Cota hasta la cocina. Papá y yo comenzamos a reír. Esa noche dormimos en una cama de riata, es mejor que dormir en el piso como en casa porque, aunque tengas un petate debajo, el frío del suelo hace que te duelan los huesos al día siguiente.
Me levanté muy temprano, la luna todavía se asomaba entre las montañas y no había rastro de sol, mi tía me preparó un itacate y emprendí camino con mis cosas en un morral, solo iba a ir a dejar una razón a Potoicha, como muchos le decían. Aún estaba de mañana cuando llegué, eran como las diez, eso lo sé porque mi papá me enseñó a contar el tiempo con el sol, la neblina estaba espesa, pero el pueblo se veía un poco a lo lejos, de pronto comenzó a lloviznar, así entré al pueblo.
Ni un alma, ni un solo ruido, más que el de las gotas finas y escasas de agua que caían sobre la teja de las casas, pero no es que estuviera vacío el lugar, cuando miré hacia las ventanas ahí había muchas caras entre escondidas, pero me papá me dijo que no viera ni platicara con alguna muchacha porque esos mixtecos son celosos con sus hijas y aquí la costumbre es venderlas y cambiarlas por animales y regalos, aunque solo le hayas hablado para preguntarle alguna razón lejos de lo sentimental, así que volví mis ojos al camino por si las dudas de que hubiese alguna mirándome también.
Había una casa por el centro, estaba muy chaparrita y ya chueca por los años, en la puerta estaba sentado un viejito, se cubría del frío con un gabán, creo que era de lana de borrego y escondía sus manos bajo él, en la cabeza tenía un sombrero de esos que hacen en Copa, la tierra en donde había llegado ayer, cuando me acerqué me di cuenta que tenía una jícara con algo caliente a un lado de él.
—Atananiú –me gritó.
—No hablo mixteco –le respondí, aunque sabía bien que había preguntado mi nombre.
—¿Quién eres?, te digo– dijo el viejito, que a duras penas hablaba bien español.
—Me llamo Gervasio –le dije.
—¿Qué cosa anda usté buscando por acá? –insistió.
—Nomás vine a dejar una razón –respondí.
—¿De dónde viene?
—De Toto, Totomixtlahuaca –le dije y volvió a insistir con una pregunta:}
—Y, ¿qué familia viene usté?
—Soy de la familia –le dije– soy de los Navarrete, mi abuelo fue Felipe Navarrete.
—¡Ah!, ¡mi padre Felipe!, venga, descanse tantito. Sí, lo conozco, mi padre Felipe. Cómo ayudó al pueblo cuando me tocó ser comisario. Iba yo a sacar el compromiso de la fiesta, cómo nos apoyó con dinero para que la banda del pueblo estuviera completa, ese nunca se olvidó de su tierra, de su gente, siempre nos apoyó y fue parejo con todos. Siéntese usté vamos a tomar café.
Cuando nos terminamos de tomar el café, le expliqué a lo que venía a hacer, llevaba una carta con un guardado que habían dejado para mi tía Cornelia y como yo no sabía dónde vivía, ese viejito me llevó hasta su casa. Me daba risa cuando caminaba, parecía jinete después de la monta, ya estaba tullido el pobre de quién sabe cuántos años de vida, pero al final de cuentas era amistoso, detrás de todas esas arrugas y esa piel partida por el frío.
Mi tía no era nada amistosa, como mucha gente del lugar, solo recibió lo que le entregué y me dijo:
—Está bueno, pues, chamaco, gracias. Me voy a apurar porque ya va a llegar el señor de cuidar los animales y va a tener mucha hambre –y eso me obligó a darme la vuelta e irme, pero eso también me causó mucha risa, esas mujeres parecen ya estar impuestas a hacer o no hacer algunas cosas, lo que les conviene y favorece, diría yo.
Cuando regresé a Copa mi papá ya no estaba.
—Hijo, tu papá se tuvo que ir luego, pero no se fue para el pueblo, se fue a Tlapa, creo dice que salió un trabajo para llevar una carga a Huamux, va a tardar para regresar –me dijo mi tía, agarrando entre las dos manos un trapo con el que limpiaba la mesa.
—Yo me voy tía –respondí.
—¿A Toto? –respondió ella.
—Sí tía, ahora que veníamos puse cuidado por dónde pasamos y mi papá me dio seña de dónde íbamos, sí llego –volví a responder.
—¡Ay, hijo!, me duele mi corazón que te vayas tú solito por toda la montaña, hay harto animal, es peligroso –insistió.
—No, tía, me voy, no se preocupe, yo me sé bien el camino —y así continuamos un rato entre que sí y que no, hasta que la terminé convenciendo.
—Está bueno, pues, te vas, pero le vas a llevar algo a Panchita y a tus hermanitos. Y salió a comprar unas cosas. Cuando volvió, traía unos dulces, pan, chocolate, sal y un par de huaraches nuevos.
—Vente, hijo –me llamó–, te compré este par, ya los tuyos están muy rotos y dañados.
Me dio las cosas que había comprado y volvió a decir:
—Te vas mañana por la mañana.
Otra vez a madrugar y también amaneció haciendo frío, me despedí de mis tías y comencé a caminar, el sol me vino a alcanzar en Tenexca, un pueblo que está en lo alto, desde ahí y hasta lo lejos se alcanzaba a ver siempre que estaba el cielo despejado, un cerro que acababa en punta y en ocasiones humeaba, a veces creo tenía hielo porque la punta brillaba.
A media montaña, más o menos entre Mixtecapa y Alacatlacala, se veía que venía el agua con granizo. Corrí cuando vi la primera casa, estaba la puerta abierta y había un hombre parado con sus hijos, cuando vieron que me acercaba la cerraron de un solo azotón.
—Amigo, dame permiso de entrar en lo que se quita el granizo –nadie contestó, esa gente de la montaña, por más que te estén viendo que sufres, nunca te ayudan. Empezó a hacer viento, se sentía más frío aún y los primeros granizos comenzaron a caer. A unos metros de la casa, había una majada de chivos, así le llamamos a la casa de madera donde ellos duermen, “pues ni modo”, me dije a mí mismo, “aunque huela grueso a animal”, y así corrí hacia allá, de suerte, el chivato estaba amarrado, porque ese es el que cuida a todos los demás y es bien bravo.
La neblina se volvió muy espesa después de que pasó la lluvia, el lodo de tierra colorada me tapaba los pies. Comencé a bajar, tuve que desviarme porque en la punta del cerro hacía mucho frío y me fui por toda la barranca, pasé a un lado de Malina y seguí bajando hasta llegar a Tlacoapa, ahí perdí el camino, pero por lo menos ya estaba en mi municipio. Me acerqué a un señor para saber qué camino tomar: “nanguá tata”, me respondió, en ese pueblo creo que nadie habla español, todos son tlapanecos y yo ni siquiera lo entiendo. Así que tomé la ruta de la dirección que yo creía que era.
Caminé toda la noche, agarraba subidas y bajadas, y en partes iba hasta de rodillas, eso cuando se apagaba el ocote que llevaba, aunque por suerte había luna y ella también me alumbraba. Me paré en un cerro, ya el clima era más cálido comparado con el de Alaca o Mixtecapa y pude ver gran parte de la montaña. “Ese pueblo de allá ha de ser Paraje, arriba está Tapayoltepec, abajo Loma Concha y a un lado Ojo de agua, entonces, si sigo este camino para abajo debe estar Mirador, Campanario, Xocoapa y Sabino de Guadalupe”, y así continué. Cuando pasé por esos últimos pueblos, ya me sentía más cerca de casa, ya era tarde, pero la gente acostumbraba dejar lumbre dentro de sus casas y eso aluzaba las partes en donde la luz de la luna no podía llegar.
Pasando el Sabino me volví a parar, el camino se dividía en dos, ambos subían, pero ambos hacia lados opuestos. “Para allá está Tenamazapa, de seguro este camino va para allá y de allá puedo bajar para Toto, pero si le doy por Tena va a ser más largo el camino”, regresé a ver hacia el otro camino, pero ahora me concentré solo en el suelo buscando algo que podría resolver mi duda, ese camino era más ancho, lo encontré, restos de señas de que por ahí pasaban chivos y no pocos, cientos, se veía en las huellas; “los pastores” me dije. Los pastores que arrean chivos desde Puebla hasta la costa pasan por Toto, ahí descansan y les venden comida, ellos deben ocupar una ruta más corta y pronta para que sus animales no se rieguen durante el camino, así que volví a caminar.
Agarré la subida de una sola sentada y nomás de pronto comencé a bajar y bajar, mis pies estaban llenos de lodo y en partes me rodaba, todas mis ámpulas se había reventado, pero qué más da, así nos tocó vivir y así se vive en la montaña, caminamos sin parar y nos comemos el mundo a trotes porque, aunque hubiera carro no hay carreteras y mucho menos dinero. Llegué hasta Paraje Nanche, un pedazo de tierra de la que mi papá es dueño, después bajé al rancho, otro pedazo de tierra, y ahí me volvió a alcanzar el agua, pero no me extrañó, aquí de repente se nubla y de repente se quita. Ya me dolía para caminar, así que poco a poco me fui arrastrando entre la hierba hasta llegar al cantil, tenía que atravesar una hamaca, es decir, un puente colgante de madera, y eso era lo único difícil, ya lo demás era caminar como pudiera, de suerte que el cartón con las cosas venía tapado con nailon y no se había destruido por la lluvia.
Me tumbé justo al lado del puente, ya estaba lloviendo a cántaros y solo dejé que las gotas de agua masajearan mi cara y el resto de mi cuerpo, me dolía tanto, que me puse a llorar sin gritar ni quejarme, solo en silencio, y me volví a levantar porque resbalaba gracias al agua y al zacate que me llevaban hacia la orilla del pedazo de tierra y así fue como me animé a cruzar el puente.
Ya tenía mi casa en frente, aun llovía, pero ya estaba a punto de llegar, los perros fueron los primeros en recibirme, me empezaron a lamer, también estaban contentos de que ya había yo llegado, bajé las cosas antes de entrar y me asomé por las aberturas de la puerta, donde se juntaba la madera con la madera, mi mamá estaba hincada frente a un cristo roto y ahumado, lleno de hollín, estaba rezando, tenía un rosario entre sus manos y lo apretaba fuerte porque el rosario bailaba con su temblar.
—Ya llegué –susurré tras la puerta, con mi frente recargada sobre la misma, y en seguida se escuchó un ruido, después la puerta se abrió.
—Hijo, estaba yo preocupada, por eso me puse a rezar, le pedí al señor por ustedes, ¿y tu papá? –y comencé a explicarle todo. Cuando entré hice un poco de ruido y mis hermanitos se despertaron, bastó un solo: “Bachito, manito, ya llegaste”, para que todos se levantaran y corrieran a abrazarme. Cuando al fin me dejaron un momento, fui al fogón y puse a un lado las cosas que habían mandado. Mi mamá puso café y después de una taza me fui a descansar. Felicidad, lo que nunca debe faltar en casa.