Por: Hugo Alejandro Soriano Tamariz
Jugar al ajedrez implica complejidad. Uno no juega por el simple hecho de querer hacerlo, como todo, debe de haber una musa, un impulso, algo o alguien que sea el impulsor del deseo. Los ajedrecistas, por lo general, deciden entrar a este mundo para experimentar enojo, felicidad, tristeza u orgullo. En los casos más extraordinarios deciden entrar al ajedrez sin plena consciencia de lo que están haciendo, sólo motivados por el deseo, ofreciendo su cuerpo para que una fuerza extraña se dedique a mover piezas. Juegan por una oscura necesidad, impulsados por algo que no entienden, lo hacen con urgencia y, al mismo tiempo, con un placer desconocido. .
Cuando uno escucha por primera vez la palabra ajedrez le surgen muchas dudas, dudas que no puedes resolver y que una vez planteadas es difícil no querer responderlas. Para resolver estas interrogantes debemos empezar por lo fundamental: ¿qué es el ajedrez? ¿Qué se siente jugar? Superas esas dudas y crees que tienes las herramientas necesarias para usar esa arma llamada ajedrez. En ese momento exploras lo límites de la imaginación y asumes la realidad de tu existencia en un tablero con sesenta y cuatro escaques.
Hay varios tipos de jugadores: desde el desidioso para los deberes del trabajo que juega cualquier apertura al azar, hasta el empleado exitoso en su empleo que decidió jugar la defensa holandesa debido a que ésta fue la que le dio el triunfo en algún torneo importante. El ajedrez se convierte en el reflejo de la vida de uno mismo, refleja cómo enfrentas tus días vida y cómo actúas ante el destino. Lo mejor del juego es cuando te das cuenta de que tiene algo escondido y que, paradójicamente, está a la vista de todos. Pocos descubren ese misterio y comprenden que el ajedrez no es un juego sino un mundo, un lugar en el que no intervienen únicamente las manos que mueven a las piezas, sino todo el cuerpo, incluyendo los cinco sentidos y su capacidad de gestionar la existencia en un tablero.
Se dice que el ajedrez hace hablar a los mudos, pues en este arte no es necesario hacer ruido o usar lenguaje verbal para participar. El lenguaje propio del ajedrez es aquel que combina una serie de miradas, de pensamientos, de sensaciones que ocurren en los dedos cuando tocan la madera del tablero o el mármol de las torres. También interviene la satisfacción de saber que vas ganando la partida o el ansia de saber que vas perdiendo. Sabes muy bien que está en juego algo más que una victoria o una derrota. El ajedrez, como había apuntado, hace que los mudos hablen, los mundanos sientan, los sordos oigan y los tristes bailen. Por esta razón los que entran en este mundo empiezan a hablar con los que antes creían eran simples pedazos de madera, de plástico o de materiales diversos. Hablan con ellos porque saben que ahora son sus amigos, sus compañeros y su ejército: su única defensa.
La pasión por el ajedrez hace que la gente mire, desconcertada, al participante que habla con sus piezas antes de tomar una decisión. En un torneo la audiencia percibe únicamente a dos rivales moviendo piezas, sin embargo, los rivales están en un acto de convivencia y, al mismo tiempo, en una guerra. El caballo negro le dice a su dueño cuál es la mejor manera de defenderse; las torres blancas ya conectadas hablan con los alfiles en voz baja para que el rey negro no escuche acerca del Mate en cuatro jugadas. Esta manía de hablar con las piezas va desde las partidas menos importantes hasta las más trascendentales. En 1972 el estadunidense Fischer y el representante de la URSS, Spassky, se enfrentaron por el título mundial de ajedrez en 1972, en plena Guerra Fría. La confrontación, entonces, se trasladó a un tablero y las armas nucleares fueron damas, alfiles y peones. Muchos creen que ese solo fue un encuentro para mostrar cuál modelo era mejor para el mundo. Sin embargo fue algo más: el público que asistió al evento pudo ver cómo dos individuos sin una preparación militar usaban cañones en forma de alfiles, satélites en forma torres y modelos socio-económicos en forma de reyes. Imagino a Fisher hablándole a su reina y a Spassky consultando con una de sus torres cuál podría ser el mejor ataque. Mientras tanto los países que representaban lanzaban satélites al espacio y mejoraban sus armas nucleares.
Otro encuentro memorable ocurrió cuando la computadora Deep Blue venció en 1997 al mejor jugador de ajedrez del mundo -Gary Kasparov-. Imagino que la computadora, compuesta por circuitos y cables, comenzó a disfrutar del juego de ajedrez, a sentirse cercana a las piezas digitales que aparecían en la pantalla y que una persona replicaba en el tablero real. Deep Blue pudo haber puesto el alma y el hombre el cuerpo. Tras un combate férreo la computadora probó el sabor de la victoria y la satisfacción de haberle ganando al campeón del mundo. Todo esto sin decir una sola palabra.
El ajedrez nutre el ego. Alguien puede presumir que sabe todos los secretos de cualquier partida. Algunos pueden creer que hablar con sus piezas les otorga un lugar especial en el mundo. Con cada juego empieza a crecer la ambición de trascender. Así pasó con el pastor que, según cuenta la leyenda, le dio jaque mate a un rey que lo retó al verlo solo con un tablero de ajedrez. Así nos dio el Mate del Pastor, un patrón de cuatro jugadas que es utilizado actualmente por los jugadores experimentados que quieren burlarse de los novatos. Quizás eso lo pudo vivir el mexicano Carlos Torre Repetto que puso en alto el nombre de nuestro país al ser consagrado como uno de los mejores jugadores al ganarle a los mejores del mundo de su época. También fue distinguido como Gran Maestro por la Federación Internacional de Ajedrez.
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