Una reflexión sobre la verdad y la Verdad
24/02/2025
Autor: Dr. Juan Pablo Aranda Vargas
Cargo: Director de Formación Humanista

La verdad es clara y distinta, diría el racionalista Descartes; es la luz al final de la caverna, el hogar de las Formas, diría Platón; es una voluntad de poder que quiere negar la vida y la abundancia, respondería Nietzsche; es el inalcanzable nóumeno, el sueño de un día ver sin anteojos, contratacaría Kant.

Y la verdad es, no obstante, algo quizá menos rebuscado, menos atormentado, de lo que tanta tinta filosófica ha querido dejar ver. La verdad es que la Tierra es redonda, es un gran balón orbitando, por obra de la gravedad, alrededor de otro balón, este descomunal… y eso a pesar de las manías conspiranoicas de tanto terraplanista que quiere explicar con la treta un mundo que funciona mal. La verdad es que el hombre es hombre y la mujer, mujer, en cada célula, en cada poro en la piel… y eso a pesar de la libérrima libertad de cada uno de imaginarse y construirse, inclusive cuando a veces esa imaginación inextinguible termina por colocarnos en el terreno de la irrealidad.

Sin embargo, la “verdad” no es la “Verdad”. La verdad constata, evidencia, demuestra, deduce; la Verdad se impone con un peso absoluto, acaece, podríamos decir, con la naturalidad de la lluvia o el calor en la piel; la verdad es propia de lo humano, quizá su más sublime producción; la Verdad es inalcanzable, inescrutable, inefable y, en el mismo movimiento, es un anhelo, la exquisita necesidad de todo viviente. La verdad es hija de la Verdad, y lo es análogamente a como el ser humano es imago Dei. La verdad es la participación de la razón humana en la chispa divina, es la permanente búsqueda humana de Aquel por el que todo es, por ese que no es el ser sino Aquel a partir del cual todo lo que tiene ser emergió y llenó la nada. Toda verdad es, necesariamente, contingente a una serie de supuestos, pues nadie puede hablar desde ningún lado; la Verdad es necesaria y absoluta, no emerge aquí y allá, sino que en ella y por ella todo “aquí” y todo “allá”, todo “ayer” y todo “hoy” adquieren consistencia.

La Verdad es, finalmente—y aquí hemos llegado al punto en el cual todo lo que decimos es mera aproximación, balbuceo pueril que entiende poco queriendo decir demasiado—una Persona. Ἐν ἀρχῇ ἦν ὁ λόγος, en el principio era la Palabra, esa palabra que en Génesis crea hablando. En el inicio era esa Palabra que estaba con Dios y era Dios, esa Palabra que es Razón con mayúscula, pensamiento que, al comunicarse, crea la realidad; y de esa Palabra dice Juan: καὶ ὁ Λόγος σὰρξ ἐγένετο καὶ ἐσκήνωσεν ἐν ἡμῖν, se encarnó y habitó entre nosotros. Jesús el enviado, el Cristo, resuelve la tragedia que retrata Michelangelo Buonarroti en su Creazione di Adamo: el dedo del Padre no toca el dedo de Adán, quien espera cómodamente, a sus anchas, casi prefigurando al ser humano como tirano del orden creado. Es Jesús quien cierra la brecha: es Dios con nosotros, entre nosotros, hablando, enseñando, comiendo y bebiendo, sufriendo igual que nosotros. Es solamente a través de Jesús-logos que podemos decir Ἀββᾶ ὁ πατήρ, Abba, Padre, es en comunión con el Hijo que nos volvemos hijos y herederos de ese reino que es él mismo y cuya plenitud esperamos.

Jesús dice de sí: Ἐγώ εἰμι ἡ ὁδός καὶ ἡ ἀλήθεια καὶ ἡ ζωή, soy el camino, la verdad y la vida; y frente a Pilato asevera que: πᾶς ὁ ὢν ἐκ τῆς ἀληθείας ἀκούει μου τῆς φωνῇς, todo el que es de la verdad, escucha mi voz. La Verdad, aletheia, ya no es, como en la verdad, una conclusión lógica obtenida por la razón humana, sino esa brisa que refresca la tarde, esa que hizo salir a Elías de su casa luego del viento y del terremoto. La Verdad es anterior a todo lo que nosotros concebimos como real, pues es el sustento de toda verdad; la Verdad no es algo que descubramos luego de una ardua jornada, es el horizonte que nos sale al paso una tarde naranja, es la irrupción de lo eterno que nos interpela, exigiendo una respuesta: ὑμεῖς δὲ τίνα με λέγετε εἶναι; y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?

La crisis de la verdad es hoy tan profunda a causa de un olvido de la Verdad. Sin Jesús, el mundo va a la deriva, extraviado en un océano sin dirección ni profundidad. Los seres humanos surcamos la vida apenas rozando la superficie, ignorantes por completo de hacia dónde nos dirigimos ni, por añadidura, cuán profundo es este mundo en el que nos movemos. Sin la certeza de que Dios gobierna el mundo con un profundísimo amor por su criatura, el universo se apaga y se cierra sobre sí mismo, enmudece esa voz de la creación que le canta a su Creador, y el ser humano cae en la trampa mortal de sentirse solo y, en su soledad, de creerse soberano. Es la serpiente, una y otra vez; es la ilusión de no necesitar de nada ni de nadie; es la arrogancia que termina engullida por su propia maledicencia. ¿No son eso el cambio climático, el azote de la pobreza y la desigualdad, las guerras y la amenaza continua de formas cada vez más horríficas de violencia? ¿No encontramos ahí, en la crisis, el aullido que exige una Verdad que funde una nueva relación de mí contigo, que cimente hogares nuevos donde vivan personas y no individuos? La verdad ha muerto, y lo ha hecho en el momento que el ser humano, atolondrado, le creyó a Nietzsche su desgarrado lamento: “¡Dios ha muerto!”. Y aquí seguimos, con el cuello hundido, mirándonos los pies y las uñas enlodadas, demasiado temerosos para aventurarnos al infinito.

La verdad sin Verdad es un absurdo. Y por ello hoy la hemos abandonado, y con razón. Pues solamente si la verdad está anclada a su sentido último, a la Verdad, que es Jesús vivo, podrá la humanidad retomar un día el camino de la paz y la caridad, ese camino que es imposible sin aquel que es la Verdad, el Camino y la Vida.