Aprender a amar. Lecciones de Francisco. Parte I
10/06/2025
Autor: Dr. Roberto Casales García
Cargo: Profesor investigador de Formación Humanista

Hace ya algunos años me contactó un amigo para pedirme un favor muy particular: quería ver si podía ir a Tehuacán a dar una charla a sus alumnos sobre el amor esponsalicio y las relaciones tóxicas, so pretexto de que sus estudiantes de bachillerato comenzaban a experimentar algunos problemas para distinguir entre una relación sana y una tóxica. Coincidentemente, quizá por alguna de esas casualidades de la vida, por aquella época me encontraba elaborando un texto sobre la Amoris Laetitia de S.S. Francisco, razón por la cual decidí orientar mi charla al capítulo IV de este maravilloso y no poco polémico texto. Si bien estos pasajes no son de los más polémicos, a mi parecer son de los más enriquecedores al momento de hablar del amor esponsal, particularmente cuando analizamos el brillante comentario que hace S.S. Francisco al himno paulino de la caridad. En este comentario se encuentran, a mi parecer, algunas lecciones de vida indispensables para aprender a amar. Para analizar algunas de estas lecciones, debemos comenzar aludiendo al texto paulino, un texto que no deja de contrastar con la visión narcisista que subyace a nuestras sociedades de consumo. El texto paulino reza así:

El amor es paciente, es servicial;

el amor no tiene envidia,

no hace alarde,

no es arrogante,

no obra con dureza,

no busca su propio interés,

no se irrita,

no lleva cuentas del mal,

no se alegra de la injusticia,

sino que goza con la verdad.

Todo lo disculpa,

todo lo cree,

todo lo espera,

todo lo soporta. (1 Co, 13, 4-7).

Mencionemos, pues, algunas de estas lecciones, comenzando por la paciencia. Ser paciente, según S.S. Francisco, es “ser lento en la ira”, i.e., no dejarse llevar por los impulsos y evitar agredir. Quien es paciente en el amor, según S.S. Francisco, es capaz de poner a la persona amada en el centro, procurando verla en su finitud, y no como el ser celestial o perfecto que quisiéramos que fuera. Cuando perdemos de vista al otro en su finitud, nos volvemos profundamente intolerantes ante el error, y eso hace ser profundamente impacientes: cualquier falta que el otro comete, cualquier arrebato o signo de debilidad, lo tomamos como excusa para enojarnos, llegando incluso a olvidar que ese otro ante el cual explotamos es un ser amado. Un claro ejemplo de esto se ve en aquellos padres cuyo primer recurso para lograr que sus hijos hagan lo que ellos desean, de la forma en la que lo desean, es la violencia. Que lamentable es ver que un hijo termina nalgueado o con un buen bofetón, todo a causa de un padre que no sabe aceptar a su hijo tal y como es, de modo que perdiendo la paciencia cree que la única forma de controlar la situación es acudir a una agresión. Que el amor sea paciente, en este sentido, no significa que debamos dejarnos pisotear o maltratar, ni que debamos tolerar agresiones u objetivaciones, sino tan sólo que debemos tener la capacidad para aceptar al otro en su finitud y vulnerabilidad, y ser lentos al enojarnos, en lugar impulsivos y reactivos.

Junto a la paciencia se encuentra, según el texto paulino, el carácter servicial del amor, en virtud del cual se afirmar que toda forma amor conlleva una intentio benevolente que nos impulsa a buscar el bien del otro, i.e., su felicidad. El amor no es un mero estado contemplativo, ni un mero sentimiento pasivo, ni algo que simplemente padecemos: el amor es también una actuación. El amor no es una mera afectación pasiva, algo que sucede sin más, cuanto algo que hacemos y ejercitamos, según S.S. Francisco, en la medida en que promovemos el bien del otro.  De ahí que el amor se comprenda, fundamentalmente, como una donación, como una gratuidad que se da sin medir ni reclamar algo a cambio. Quien ama, por esta misma razón, no puede ser envidioso, i.e., no puede admitir la envidia ni ninguna otra forma de malestar por el bien ajeno. Esto se debe, en efecto, a que el amor posee un carácter trascendente que nos ayuda a salir de nosotros mismos, proyectando nuestra existencia al otro. Algo profundamente distinto a la envidia, la cual tiende a ensimismarnos.

En este mismo sentido S.S. Francisco nos dice que el amor no hace alarde ni es arrogante, actitudes propias de una persona ensimismada que sólo busca mostrarse como superior ante los demás, de forma pedante y agresiva. Quien ama debe centrarse en el otro y, por ende, debe saber ubicarse en su lugar sin pretender ser el centro de atención. No debe creerse más o mejor que el otro, y menos por cosas tan banales como el saber más o el tener algo que no tiene el otro, ya que nuestra única grandeza, según S.S. Francisco, reside en saber amar. Para aprender a amar plenamente, en consecuencia, es necesario sanar el orgullo y cultivar la humildad, ya que “en la vida familiar no puede reinar la lógica del dominio de unos sobre otros, o la competición para ver quién es más inteligente o poderoso, porque esa lógica acaba con el amor” (Amoris laetitia, 98).