CASTIGO DOBLE
ABEL GARCÍA VILLAGRÁN / ABRIL 2015
Para los Farfán
Estaba harto. Me sentía frustrado, decepcionado. Era la tercera vez que me lo hacían en la semana. Nada más subieron al coche, empezaron los gritos, al igual que los días anteriores.
Fue el lunes, al ver a Juanito morder el asiento del copiloto como si fuera un animal salvaje y a Daniela sonriente aventarle el resto de la nieve de limón que traía en la mano a la cabeza de su hermano, cuando mi paciencia se terminó. No iba a tolerar que me pasara un día más. Tan solo ayer, por jugar a comer chilito “Miguelito” y retar a su hermano a gritos sobre quién era el más valiente, Daniela me vomitó todo el chilito y pedazos de cacahuates en el tapete trasero dejando una masa espesa, babosa y asquerosa. El olor sigue perfumando el auto a pesar que la obligué a limpiarlo y dejamos los vidrios abiertos toda la noche para que se ventilara.
Tenía que terminar con el problema de raíz y la solución ya estaba en mi cabeza. Sentía mucha impotencia desde hacía un par de meses. Cada día que peleaban detrás de mí, me ponían los nervios de punta, sabiendo que no podía detener el auto y pegarles o llamarles la atención, el tráfico me lo impedía y no estaba listo aún para terminar con esta tortura de una vez por todas.
Ese día el calor estaba más fuerte que de costumbre, parecía que todo me estaba saliendo mal. Justo dos calles antes de llegar a la escuela, personal del Ayuntamiento estaba tapando los baches; soporté unos minutos ahí parado en el tráfico, mis manos se quemaban al tocar el volante, mi espalda sudaba, empapándome la camisa, mientras los trabajadores retiraban los conos naranjas del piso y podíamos circular con lentitud nuevamente. Iba retrasado para recogerlos y preocupado de que fueran a dejarlos afuera de la escuela, pues ya había terminado el tiempo límite. Afortunadamente hubo junta con la directora y las puertas permanecieron abiertas.
Los vi desde la entrada de la escuela, parecían dos lindos angelitos, Juanito y Danielita como les decíamos de cariño su madre y yo. Así los recuerdo de recién nacidos, tranquilos, pacíficos, solo lloraban cuando tenían hambre o querían que su mamá les cambiara el pañal. Eran nuestra alegría y orgullo. Con el paso de los años, esas caritas cambiaron, y, sobre todo, se transformaban cuando subían al auto. Parecía que un demonio se les introdujera: eran seres horrendos, mal portados y groseros en el instante que se cerraba la puerta del coche. Era mágico, repetible y frustrante.
Después de la vomitada, comencé a preparar mi plan. El tiempo tenía que calcularse perfectamente. Los tenía que dejar en la esquina correcta para ver que se subieran al camión de transporte público, dejarlos ir solos hasta dos cuadras antes de la casa, ahí los esperaría para terminar el castigo. Aprenderían la lección, entraríamos juntos a la casa y mi mujer no se enteraría de nada.
Las últimas semanas en mi trabajo he tenido mucha presión, las ventas me gustan y siempre busco trabajos similares, pero odio tener que convencer a las gentes de que se cambien de Afore. Sin embargo, me da ganancias del 5% por cada trabajador que se cambia. En los últimos años mi banco no ha hecho mejores inversiones, la gente está cada vez está más informada y no acepta la afiliación a la primera, haciendo que mi jefa nos presione más, exigiéndonos que cumplamos con la cuota mensual, dejándonos solo el sueldo por comisión, lo que me obliga a reclutar más asegurados.
Ese miércoles parecía ser el día indicado, todo se iba acomodando. A pesar de que llegué tarde, ellos ya estaban esperándome en la entrada, les hice señas desde el auto y me correspondieron con una sonrisa. Me dieron mi beso y ocuparon su lugar en el asiento trasero.
El hechizo comenzó llegando al primer alto. Se escuchó un golpe e inició la pelea. Uno contra otro, detrás de mí, golpeándose, el día de hoy porque Juanito estaba ocupando más del asiento y su hermana no lo toleraba. Patearon mí asiento, pude escuchar claramente cómo Danielita tomaba aire y saliva, escupía con mucho tino una flema enorme y espesa en el cachete de su hermano, quién grito, le escupió en venganza y se la limpió con el respaldo del asiento del copiloto.
No pude más. Había que hacerlo. Me orillé, busqué dónde estacionarme, me detuve frente a los tacos Tony.
—¡Bajen inmediatamente del auto, me han llevado al límite, no voy a tolerar una pelea más, se comportan peor que animales! –lancé dos manotazos al aire para asustarlos, pero sin la intención de golpearlos.
Azoté mi puerta, les abrí la suya y volvía gritar:
—Aquí hay veinte pesos, van a tomar en esa esquina el camión blanco con una raya roja que va hacía Cholula, me esperan en la parada que está a dos cuadras de la casa. ¡Que se bajen! ¡A ver si ahí los soporta el chofer!
En menos de 10 segundos estaban paraditos en la esquina con su cara de espantados y los ojos llorosos.
Respiré hondo, me acomodé nuevamente en mi asiento y vi por el retrovisor sus movimientos. Juan consolaba a su hermana y le decía que no se preocupara.
A los pocos minutos se acercó el camión. Subieron lentamente, no sin antes voltear hacía mi carro con la esperanza de que yo los hiciera regresar, cosa que no hice, los miré con enojo y terminaron por subir al camión.
Esperé a que el camión pasara frente a mí, y lo seguí. En las primeras calles no tuve ningún problema, todo marchaba a la perfección, pero cuando llegamos al cruce de la calle 25, de repente ya tenía dos camiones iguales a mi lado y con la misma publicidad del presidente municipal abrazando a unos niños de la calle en la parte trasera: “Migue Huepa, amigo de los niños, epa, epa”. Rápidamente pensé que no había problema, yo seguía al de la derecha pero al cruzar la calle 31 uno de ellos dio vuelta al boulevard, entonces dudé.
“Sigue al primero, ahí van tus hijos” pensé. Me tranquilicé y continúe detrás del que se siguió derecho, esa era la ruta, por ahí tenía que irse para llegar a casa. Les estaba dando una lección ejemplar a mis hijos, sabía que iban arrepentidos, platicando cómo contentar a su papá, y esos gritos y peleas no iban a repetirse jamás, serían otros, me pedirían perdón al llegar a casa, las cosas se arreglarían esa misma tarde.
Rebasé al camión en la última esquina antes de llegar a la casa, me estacioné para esperar que bajaran los niños en el semáforo siguiente. Contento y con una sonrisa, bajé del auto y caminé para encontrar a Juanito y Danielita. Pero ellos no bajaron. El camión arrancó y ellos no estaban en la calle. ¿Qué había sucedido? Corrí hacia el auto y volví a perseguir al camión a lo largo de las últimas cinco calles que le faltaban para terminar su recorrido.
El camión se estacionó. Desesperado subí a ver quiénes habían quedado dentro. Estaba vacío. Pregunté al chofer por el par de niños con un uniforme gris, la niña con dos coletas, moños naranja y un pequeño lunar junto a la boca, el niño con lentes, tez morena, cabeza despeinada, pelos parados y chapas coloradas por el calor.
—Suben montones de niños. ¿Cómo iba a fijarme en esos dos?
—¡Pero esos dos eran los míos, ¿ no le interesa?, ¿dónde los bajó?
— ¡No me interesa! Váyase al demonio, bájese de mi camión.
Mi corazón latía con todas sus fuerzas: “¡Se fueron en el otro camión y ahora llegarán a la terminal de la ruta!”, pensé. Caminaba de un lado a otro de la calle y nada, pasaron diez minutos y los niños no llegaban.
—Disculpe, ¿esta ruta tiene otra terminal? –se me ocurrió preguntarle a la señorita junto al reloj checador.
—Depende –me dijo–, esta es la ruta A, pero tenemos otras concesiones en las que los camiones son iguales: la B y la C tienen sus estaciones al sur de la ciudad. ¿Qué, no sabía, mi joven? ¿Pues a dónde quería ir? –y comenzó a reírse.
¿Qué iba a hacer?, ¿dirigirme al sur a buscar las otras terminales o esperar paciente a que llegaran en algún camión retrasado? Entré en el auto y me dirigí a la terminal del sur que, según lo que le entendí, estaba como a 40 minutos.
Mientras me dirigía a la terminal iba meditando. Los niños podrían estar en la terminal del sur esperándome, pero también podrían haberse bajado en medio del camino y acercarse a un policía e informarle lo que su padre había hecho con ellos, de tal forma que ahora debía estar una patrulla buscándome para llevarme al DIF, presentarme ante un juez de lo familiar y después a la cárcel. Otra posibilidad era que se hubieran bajado cuando los perdí y estuvieran caminando por las calles de la ciudad. Así que mientras manejaba, observaba con detenimiento cualquier señal de unos niños o los colores del uniforme de la escuela para reconocerlos. Busqué a lo largo del camino y nada. Mi cabeza daba vueltas, me comencé a espantar sobre qué le diría a mi mujer: “Cariño, ya no soportaba a los niños, los subí a un camión, pero, ¿qué crees?, ya no aparecen, lo más seguro es que regresen al anochecer. ¡Me iba a matar! Ella solita y con la ayuda de mis suegros, me iban a refundir en la cárcel, por cruel, mal padre, impaciente, desdichado, desobligado más todos los calificativos que recibiría la nota sensacionalista en el periódico, en las noticias radiofónicas y quizá de televisión del día siguiente, cuando le contaran al mundo mi caso.
En la terminal del sur no había nada. Revisé cada uno de los camiones, pregunté a cada chofer y transeúnte que estaba por ahí. Nadie pudo dar señas de los niños. ¡La tierra se los había tragado! Pero, era un plan perfecto, nada podía fallar, lo había pensado durante varios días, me aprendí el camino de la ruta, por eso los subí en ella. ¿Qué hice mal? ¿Por qué no le compré a mi hijo ese celular que tanto quería en navidad?, así hubiera sido fácil, le estaría marcando y correría por ellos a donde estuvieran. Pero el hubiera no existe, ahora estaba desamparado y con el corazón destrozado.
Por no dejar, pasé al hospital cerca de la casa, pregunté en urgencias si no habían ingresado a dos niños en la última hora por causa de atropellamiento o accidente de tránsito. En recepción me informaron que sí, que una pareja de niños había sido atropellada 45 minutos antes cerca de ahí, la ambulancia estaba bajándolos en urgencias. Solté el llanto, no pude más. Era mi fin. Yo era el culpable, ¿qué cuentas iba a dar en mi casa? Caminé hasta urgencias y reuniendo el poco valor que me quedaba, me acerqué a la ambulancia. Ahí había dos cuerpos ensangrentados recibiendo los primeros auxilios. Me asomé con mucho terror esperando lo peor, pero no eran mis hijos, esos no eran sus uniformes, no llevaban tenis ese día. Mi corazón se calmó, aunque lamenté la suerte de esos niños, por qué las lesiones eran muy graves. Contemplé la desesperación de los paramédicos alcanzando a ver como los ingresaban entre gritos y sangre por todo el pasillo. Sentí dolor por esos padres al recibir la noticia, desafortunadamente yo estaba en la misma situación, porque había perdido a los míos y con todas las agravantes de ley.
Volví a hacer el recorrido al final de la otra ruta. Nuevamente pregunté a los choferes, pero nada. Habían pasado dos horas, no estaban conmigo. Era mi fin.
Tomé la decisión de regresar a casa, contárselo a mi mujer. No podía cargar más con esto, necesitaba más manos que nos ayudaran a buscarlos, en la calle, en el parque, en la colonia de enfrente, en la ruta, en la escuela o en casa de sus abuelos.
Entré en casa y me recibió un delicioso olor a milanesas fritas, mi mujer estaba en la cocina preparándolas. Muy dirigí a ella y le confesé:
—Amor, estoy destrozado, quiero contarte algo para que me ayudes a resolverlo.
Sorprendida dejó lo que estaba haciendo y se dirigió a la sala conmigo.
—Son los niños, cariño. Algo pasó esta tarde y tengo que confesártelo.
Entonces ella me miró con dulzura.
—¡Ay, gordito!, no me digas más. Algo bueno les habrás hecho. Ellos me dijeron que cuando los dejaste hace dos horas afuera de la casa tenías prisa de ir a cerrar un trato con un cliente. No pasa nada, cariño. Primero es tu trabajo. Han estado muy calladitos, irreconocibles, cada uno en su cuarto haciendo la tarea. Ven, relájate, vamos a comer que la mesa ya está puesta.