Haré esta vez un aviso muy al estilo de don Armando Fuentes Aguirre, Catón. Contiene esta columneja una más de mis acometidas contra la cultura de manejo que prevalece en nuestra querida Puebla—¿“nuestra”? dirán los oriundos, interrogativos, levantando esa ceja de abolengo contra mi atrevimiento… ¿“nuestra”? preguntarán con sarcasmo contra este chilango insolente. El lector de sentimientos en exceso a flor de piel hará bien en abstenerse de leerme; aquel que siente a Puebla en el pecho y la considera capital de capitales, capitalissima espiritual de este pobre país autoritario, hará mejor en ir al Cuauhtémoc y ver al poderosísimo representativo poblano batirse heroicamente (Puebla, recuérdese, es cuatro veces heroica, su representativo no podría serlo menos) en la gesta futbolera del domingo. Quien quiera saber por qué al final del título hablo de la “vida del espíritu” deberá sufrir el suplicio de recorrer conmigo mi diatriba automotriz. Si esto le molesta recuerde siempre el lector este mantra: la vida no es justa.
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El clutch, o embrague, es una de esas piezas fundamentales que en la cultura de los coches automáticos se va perdiendo. El pedalito ese que uno tiene que pisar para permitir la introducción de la velocidad, y luego liberar al tiempo que se acelera a fin de conseguir el milagro del movimiento, ese pedalito parece haber sido olvidado. El embrague conecta al conductor con el corazón del automóvil, a saber, el motor, embelesándose en un baile donde torque y velocidad juegan y se abrazan, creciéndose y disminuyéndose alternativamente. El pedalito concentra en sus reducidas dimensiones la grandiosa tarea de permitir ese milagroso encuentro entre el ser humano y la máquina, creando un lenguaje que consiste en movimientos y cadencias, resistencias y liberaciones, presiones y distensiones. Ahí, en el ir y venir del pedalito, es posible entender la hermosa cadencia de la conducción de un vehículo.
Pero, ¡ay!, aquí empiezan los problemas. La experiencia—el empiricismo más exigente, un verificacionismo a ultranza—nos mueve a conjeturar que el poblano promedio desconoce este misterioso baile de la mecánica automotriz. Quién sabe, quizá algunos llegados desde fuera también desconozcan las bondades de ese arte que llamamos saber manejar. En definitiva, e independientemente de lo que uno quiera decir al respecto, el hecho es que en Puebla la regla es el accidente diario antes que el flujo normal del tráfico en sus calles. ¿De dónde, pues, viene, esta terrible incapacidad? Sólo Dios sabe. Dejo aquí, sin embargo, mis osadas conjeturas:
… el habitante de esta urbe maneja no agresiva, sino temerariamente…
… el agresivo puede saber lo que hace, el temerario gusta de ponerse en peligro…
… el temerario no necesariamente maneja rápido, simplemente maneja mal…
… puedo manejar a 20 km/h y poner en riesgo de muerte a mi prójimo…
… chocar quizá constituya una forma de socialización, una forma de conocer gente…
… me rehúso, empero, a validar la hipótesis anterior: para eso está, me repito en noches insomnes, el Club España, para los nostálgicos de la madre patria, o nuestro Centro Histórico, para quienes el ceceo se les da menos natural…
En el fondo diré solamente esto, a modo de conclusión no pedida. Me parece que la popularización de automóviles automáticos es un lastre para las habilidades de manejo de las personas. Aprender a manejar implica necesariamente entender el funcionamiento del automóvil, proceso del cual el coqueteo y enamoramiento con el embrague es parte indispensable. Manejar un automático es treparse en un go-kart, esto es, apostar por la temeridad. Quien no sabe manejar con caja de cambios es un potencial peligro—evidentemente, en esta HHHH capital hay espacio para imprudentes en auto estándar, aquí hay para todo. Pero, en el fondo, me parece evidente que el proceso de aprendizaje se trunca cuando eliminamos la hechura del automóvil y lo convertimos en nuestra criada. Quien entiende al embriague sabe acariciar un auto, generar cambios tersos y una conducción en armonía con el motor.
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Abandonaré ahora mi perorata automovilística, de la cual sé nada o casi nada, para utilizar esta anodina discusión para fines más elevados.
Proponía yo que la comprensión del embrague y su función, así como su uso armónico, son partes integrales de esa linda disciplina que llamamos manejar el automóvil. Utilizaba yo el embrague de forma simbólica, construyéndolo como una especie de glándula pineal cartesiana que une la máquina y la persona, el cuerpo y la mente, res extensa y res cogitans.
Estas últimas semanas he podido descansar, como mis otros colegas, lo que en mi caso significa normalmente leer libros que quiero leer pero no tengo que leer, esto es, leer por el gusto de hacerlo, y pensar, esa actividad de tirarse en la cama y meditar, de salir a caminar y regodearse en la contemplación de una idea. En definitiva, además de pasar tiempo con mis hijos y mi esposa, mi idea de una vacación implica asumir un estado de ocio lo más absoluto posible—estado que, lamentablemente, cada vez es más extraño al mundo y, lastimosamente, también de nuestras universidades.
Una idea que ha cautivado mi mente en las últimas semanas tiene que ver con la formación de nuestros estudiantes. Sabemos que están sufriendo, que la pandemia abrió la caja de Pandora con sus enfermedades mentales, violencias familiares, ideaciones suicidas y demás demonios; sabemos que estamos en una universidad católica que nos exige ser buenos samaritanos antes que implacables justicieros; sabemos que, para muchos de nuestros estudiantes, la universidad sea quizá el lugar más seguro donde puedan convivir con otras personas; sabemos que el estudiante promedio tiene profundas lagunas intelectuales, espirituales y sociales que debemos confrontar si queremos enviar a una persona saludable e íntegra a la sociedad cuatro o cinco años después de que pisen nuestras aulas por primera vez; sabemos también de las presiones burocráticas, administrativas, financieras, legales (y legaloides), personales y privadas que se entrecruzan en la universidad de forma necesaria, interponiéndose en ocasiones, no obstante, con el pleno desarrollo de la misión universitaria; pero sabemos también—o debemos saberlo—que todo esto es nada comparado con la vocación a la enseñanza, y mucho más importante, con la misión de una enseñanza cristiana.
Ahora bien, quizá uno de los principales problemas que estamos viviendo pueda explicarse en términos de nuestra analogía del embrague. Recordemos por un momento el lema de nuestra Cátedra de Teología, una fe adulta para laicos del siglo XXI.
¿Qué implica una fe adulta? Enfoquémonos en el inicio de la vida cristiana. ¿Cuántos no han sido educados en un barniz cristiano, ese del que va al templo en Navidad, Domingo de Resurrección, bodas y bautizos y se persigna con la misma devoción que quien hace un corazón otaku? ¿Cuántos no fueron educados en el moralismo más rígido, escuchando nada más que negativas y promesas de fuego eterno, al punto de terminar detestando todo lo que huela a religión? ¿Cuántos más recibieron una educación donde el cristianismo se lleva como marca de superioridad, de “nosotros los buenos, ustedes perrada infernal”? El inicio de la vida cristiana implica, si seguimos a Benedicto XVI en Deus caritas est, un encuentro con una persona, la persona de Jesús el Cristo que nos ha redimido en la cruz.
Aquí no hay barniz, sino una exigencia absoluta: tomar la cruz y seguir a Cristo sin chistar, ni siquiera tomándose el tiempo de enterrar a los muertos—una actividad, no olvidemos, que marca la erupción del fenómeno humano, la separación del sapiens del mero simio. Aquí no hay moralismo, sino más bien la liberación de la que se goza Pablo: ya no somos de la ley, pero, al mismo tiempo, nadie ha abolido la ley, más bien, como aquellos gentiles, en Cristo asumimos y trascendemos la ley en un mismo movimiento. Aquí no hay, finalmente, ese tufillo de superioridad: Jesús sube a la cruz por los pecadores, por la inmundicia humana, y no hay espacio para sentirse especial, pues la salvación es un regalo y nuestras obras brillan por su mediocridad.
¿No aparecemos, hoy día, como conductores que no entienden nada del embrague? ¿No la vida espiritual de tantos estudiantes, docentes, investigadores y colaboradores asemeja ese desconocimiento de la íntima conexión que la religio quiere resarcir? ¿No surcamos las avenidas del espíritu con el mismo tedio y desconocimiento como algunos manejan sus automóviles, absolutamente ignorantes de lo que hacemos? Sin el encuentro personal con la persona de Jesús, ¿no nos habrán extirpado la glándula pineal que realizaba el milagro de restituir al ser humano todo, es decir, devolverlo a la divinidad?
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Hoy día se exige, quién puede negarlo, una educación vial adecuada que evite que vivamos en una ciudad con accidentes permanentes que no solamente desquicien la ciudad, sino que pongan en peligro a las personas que aquí habitamos. ¡Cuánto más necesaria debe ser una educación que restaure, o vivifique, o de plano inaugure esa íntima relación con la divinidad, ese baile místico entre el corazón humano y el amoroso efluvio de Cristo! Vivir la vida espiritual en automático, sin entender nada, sin sumergirse en el manantial de agua viva que es Jesús Palabra, produce estas monstruosidades del barniz-cristiano, el moralista y el justificado, deformaciones de la auténtica vida cristiana, que debe vivirse tal como indica Thomas à Kempis, como imitatione Christi.
Si de inmediato el lector se ve obligado a eructar la pregunta del “cómo”, ¿cómo se empieza este caminar?, no caiga usted en desesperación, pues su amiga, la dirección de Formación Humanista, por medio de su otra amiga, la Cátedra de Teología, le tiene la respuesta. Todos los terceros viernes de mes, de 11:30 a 13:00 horas, de forma virtual, celebraremos nuestro seminario permanente de formación teológica para colaboradores UPAEP, donde nos centraremos en un cuidadoso estudio del Nuevo Testamento. El cupo es limitado, así que no deje de aprovechar esta oportunidad que tiene, además, valor PFI.
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