La vida como misterio y los límites de la ciencia
18/06/2021
Autor: Dr. Juan Pablo Aranda Vargas
Foto: Profesor Investigador UPAEP

Dedicado a mis queridos amigos, Jorge y Víctor

por la alegría de pensar juntos.

 

El lunes pasado, la comunidad Upaep fue convocada al estreno del cortometraje “La aventura de la vida”, producido por Fidelius Films con la colaboración del Centro de Bioética Upaep y The University of St. Thomas, en Texas.

Lo primero es felicitar la iniciativa de buscar generar productos educativos a través de los cuales concientizar a niñas y niños sobre el magnífico momento del inicio de la vida. El cortometraje muestra que es posible defender la vida sin gritos ni agresividad, sino, por el contrario, con argumentos y una auténtica propuesta de vida. Vaya, pues, una merecida felicitación a todos los involucrados, saludando este espíritu de diálogo en un país que está herido en su comunidad, muy a la manera descrita por Platón en su República (423a).

Querría, además, hacer una reflexión respecto de dos palabras relativas al cortometraje y que, en mi opinión, concentran la avasalladora complejidad y misterio que supone el problema de la vida. En la presentación del cortometraje se aparejan los sustantivos “vida” y “milagro”. Por otro lado, en el cortometraje hay una escena en la que el médico afirma: “definitivamente aquí hay una personita”.

Persona, vida y milagro son tres palabras que aproximan el problema de la personalidad ontológica del feto. Si, empero, intercambiamos el término “milagro” por “misterio”, lograremos una mayor profundidad respecto de nuestro problema. Esto, porque “milagro” implica la ruptura de la normalidad—una excepción, si seguimos a Carl Schmitt—, lo que difícilmente se verifica en la concepción, tal como la ciencia demuestra. Al hablar de “misterio”, por otro lado, Gabriel Marcel nos quiere poner en presencia de lo insondable, de lo impenetrable por la razón, de aquello donde la razón no puede más que callar y contemplar.

En el problema de la personalidad ontológica del feto se corrobora tanto la prodigiosa capacidad humana para escudriñar los más íntimos recovecos del mundo natural como la irrupción del misterio, entendido no como lo que podrá ser develado después—como sucede con la cura para algunas enfermedades o la profundización de nuestro conocimiento del universo—sino como aquello que es esencial y categóricamente impenetrable a la razón humana (Kant postula tres: la existencia de Dios, la inmortalidad del alma y la libertad). Me explico: no pretendo negar lo enseñado por el Vaticano I, que establece que “Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza a partir de las cosas creadas con la luz natural de la razón humana: «porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de lo creado»”, sino profundizar sobre esta afirmación a la luz de lo que la misma constitución añade: “esta fe [...] la Iglesia católica profesa que es una virtud sobrenatural por la que, con inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que por Él ha sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas, percibida por la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede ni engañarse ni engañarnos” (Dei filium; cf. Fides et Ratio §55, n.72). En este sentido, vale recordar lo dicho por el joven Ratzinger en su magnífica obra, Introducción al Cristianismo: “Dios no es sólo aquel que actualmente está fuera de mi campo de visión pero que podría ser visto si fuera posible ir más lejos; no, Dios es el ser que está esencialmente fuera de mi campo de visión, sin importar cuánto se extienda este” (50).

Dios no es un misterio, sino el misterio por excelencia, la pregunta más original de todo pensar metafísico. De forma análoga, debemos aseverar que el imago Dei es la criatura misteriosa por excelencia. Entender por completo lo humano implicaría, necesariamente, que algo de Dios, esa huella de lo divino que habita en el ser humano, ha sido entendido. Por ello es que la iglesia misma, al referirse al complejo problema de la personalidad ontológica del feto, afirma en la instrucción Donum Vitae (1987): “El ser humano debe ser respetado y tratado como persona desde el instante de su concepción”. La iglesia no ofrece un categórico, sino que, confrontado con el misterio de la persona humana, defiende la vida desde el momento de la concepción, invitando a tratar al cigoto como si (als ob, en alemán) fuera una persona (cf. Evangelium Vitae 1995, §60). El “como si” no afirma ni niega, sino que suspende el juicio al verse confrontado con un misterio que la razón es incapaz de resolver. En un sentido análogo, la fe no afirma a Dios racional ni mucho menos científicamente. La fe, enseña Ratzinger, “no significa afirmar esto o aquello, sino una forma primaria de situarse ante el ser, la existencia, lo propio y todo lo real” (48).

Digamos con claridad: la iglesia no se acobarda; al contrario, muestra la valentía de refrenar el juicio cuando la razón es superada por el misterio que apunta a lo divino. Pretender disolver el misterio nos recuerda el insensato esfuerzo humano por ser como Dios (Gen 3:5), la tentación siempre presente de la absoluta independencia, del control absoluto de la realidad, con la cual el ser humano termina convirtiéndose en esclavo de su propia testarudez.  

Llegamos, pues, al momento de la pregunta: Si la noción “persona” es original e indefectiblemente metafísica, entonces es necesario afirmar que la ciencia moderna es, por su propia definición, incapaz de pensar a la persona, mucho menos de “demostrarla”. La ciencia moderna funciona a partir de un axioma: lo estudiado es un “objeto” que existe en el tiempo y el espacio. Primera conclusión: la ciencia no puede pensar a Dios, que no es ni objeto ni está condicionado por tiempo y espacio. Segunda conclusión: la ciencia no puede pensar a la persona, que está en el tiempo y el espacio pero no es un objeto, sino un sujeto. Hablar de la persona exige hablar de un “quién” y no de un “qué” (Arendt, La Condición Humana, 24).

La ciencia, pues, no puede ni podrá jamás demostrar la personalidad ontológica del cigoto, por más que refine sus mecanismos de medición, por la razón de que la ciencia sólo puede estudiar objetos y el cigoto no es tal, sino un sujeto. De hecho, la afirmación de que la ciencia puede decirnos todo sobre el cigoto implicaría, lógicamente, que el cigoto es un “qué” y que, por ende, no es una persona.

¿Quiere decir esto que la ciencia es inútil? De ninguna forma: la ciencia ha llevado el conocimiento del proceso de fecundación y formación del cigoto a cimas inesperadas, con lo cual nos ha puesto en presencia, como nunca lo había hecho, de la complejidad y maravilla de la vida humana. La ciencia, en el límite, apunta hacia lo divino. Esto, porque fe y razón no se cancelan ni se refieren a realidades opuestas, sino que coexisten en una tensión productiva, donde la razón purifica las patologías de la religión, y la fe purifica las patologías de la razón (Ratzinger & Habermas, 2004). El diálogo fe y razón incorpora aquel diálogo, más específico, entre fe y ciencia y, en este sentido, ese primer diálogo es más originario que el último.

La vida humana es un misterio, una auténtica hierofanía, es la irrupción de lo sagrado en la vida del ser humano, donde el amor de Dios por su criatura se manifiesta en la promesa hecha desde el inicio de los tiempos a la humanidad (Gen 1:28). El cortometraje en comento nos ofrece la oportunidad de insistir en que la vida no pertenece a la esfera de lo manipulable—y, desde Francis Bacon a la actualidad, la ciencia moderna ha privilegiado la mirada instrumentalista y funcionalista de la naturaleza—sino que está ella misma bañada de misterio. Por ello, a favor del misterio y contra la tentación cientificista, Agustín sentencia: Quid tam tuum quam tu, quid tam non tuum quam tu, ¿qué te pertenece más que tu propio ser, y qué te pertenece menos que tu propio ser?

 

* Si alguien quisiera profundizar sobre este argumento (que se ha extendido más de lo que mis colaboraciones suelen abarcar), lo invitaría a consultar el artículo que publiqué en Estudios Eclesiásticos junto con mi colega Jorge Medina y el doctor Víctor Topete, fundador de Clínica NaPro (https://www.clinicanapro.mx/) respecto de este tema, disponible aquí:

https://revistas.comillas.edu/index.php/estudioseclesiasticos/article/view/12108

DOI: https://doi.org/10.14422/ee.v95.i374.y2020.003