Repensando la formación humanista. Parte II. Formación y pensamiento.
06/08/2021
Autor: Dr. Juan Pablo Aranda Vargas
Foto: Director Formación Humanista

A menudo pienso que los grandes conversadores del siglo pasado

tendrían dificultades para sostener una conversación interesante

ahora. Estamos hartos de todo lo inteligente.

(Lev Tolstói, Anna Karénina).

 

Stépan Arkádich, con cuya historia de adulterio da inicio la monumental obra de Tolstói, es un burgués ejemplar: de trato refinado, es querido por todos, incluso a sabiendas de la aventura sexual que ha sostenido con la institutriz de sus hijos; es un burócrata orgulloso de su posición social, que no lo hace rico ni pobre. Y, por encima de todo, es alguien que necesita tener puntos de vista, incluso cuando estos no sean sino meras repeticiones de las posiciones con las que cree estar de acuerdo.

Nuestro tiempo no escapa la crítica de Tolstói: en nuestros días todo mundo necesita tener una opinión. Enfaticemos: una opinión; doxa, es decir, una perspectiva personal que no se reviste del carácter de necesidad ni universalidad, sino de mero punto de vista. ¿Perspectivismo Nietzscheano? Nada de eso: nuestro tiempo es la pesadilla de Nietzsche, un mundo sin valor, sin acentos ni tensiones, sin hondura, insípido, donde lo mismo arriba es abajo que lo elevado es despreciado como montón de estiércol. Para Nietzsche el perspectivismo es creativo, es punto de inicio de la voluntad de poder, de la voluntad de voluntad, del sueño demiúrgico o, en palabras teológicas, de la herejía por excelencia del superhombre, que no es sino la persona que, a fuerza de procesos individualizadores, ha terminado por creerse el mito de su propia autonomía e independencia. Nuestro tiempo es lo mismo rabiosamente individualista que desesperantemente homogéneo. La igualdad que reina no está cifrada en una común dignidad, sino en el universal derecho de decir lo que uno siente, en esa misma vocación universal a vivir en un mundo regido ya no por la verdad [truth] sino por lo que Stephen Colbert denomina truthiness, esto es, según el diccionario Merriam-Webster: “la cualidad de veraz, o aparentemente veraz, que se afirma sobre algo, no debido a hechos o evidencia de apoyo, sino a un sentimiento de que es cierto o al deseo de que sea cierto”. Del perspectivismo aristocrático de Nietzsche a la democratización de la estulticia, a la celebración final de la Babel del mundo, donde todos hablamos, pero nadie entiende.

“Formar” implica, en su nivel más elemental, “dar forma”. La vasija no es tal sino a través de ese proceso que le da forma, es decir, a partir del cual la arcilla o el material usado es forzado y sometido, transformando lo informe en algo definido. Formar personas, por su parte, no puede quedarse en el instrumentalismo simplista que sugiere mi primer ejemplo, por la razón sencilla, que ya he mencionado en alguna otra entrega, de que la definición de lo humano no puede quedarse en el funcionalismo. La persona es un misterio y, como tal, resiste cualquier proceso que busque forzar en ella determinada concepción o “forma”. Es libre, única y digna. Cualquier proceso formativo exige, por ende, que el sometimiento se realice desde y hacia la persona, es decir, un proceso intrínsecamente auto-formativo. Planteo dos perspectivas a tomar en cuenta en el proceso formativo de personas.

Primero. Que la formación sea un proceso estrictamente libre realizado por la persona no implica que este proceso carezca de normas, ni mucho menos que sea un proceso terso y sin accidentes. Que la persona es autónoma no le impide someterse a otro voluntariamente. El mito de la mónada independiente desaparece cuando entendemos la limitación individual y la concomitante necesidad del otro. Precisamente porque al mentar a la persona estamos ya, asimismo, predicando a aquel “otro”, al “tú” cuya mirada me descubre y complementa, la misma formación no puede comprenderse como proceso solipsista sino, en última instancia, como diálogo. Desde ahí comprendemos la definición que hace Robert Hutchins de la universidad como “comunidad que piensa, buscando la verdad”. El profesor entra en escena, así, como un facilitador, como alguien que coopera, anima y dirige el íntimo desdoblamiento desde un yo alienado de sí mismo hacia la persona autoconsciente y autónoma (es decir, que se da a sí misma la norma, que es norma para sí). El profesor es insustituible en esta tarea precisamente porque no es mero banco de información, sino aquel que acompaña el proceso. El profesor no es asesor, ni compinche, ni mucho menos la parte que presta el servicio en una relación comercial entre cliente-proveedor. No es una parte entre otras de la universidad, es el otro ventrículo de su corazón, la contraparte del estudiantado, el hermano mayor que guía la búsqueda del tesoro.

En segundo lugar, el proceso formativo no promete delicadezas ni bienaventuranzas, sino más bien rigidez, dificultades y, en el extremo, tremenda soledad. Esto es claro en el mito de la caverna de Platón (República, libro VII), que muestra que la educación es un proceso de extrañamiento respecto de las supersticiones y prejuicios familiares, la expedición hacia lo desconocido—pues toda búsqueda implica, ineluctablemente, la extrañeza respecto del objeto perseguido. El radicalismo de Platón surge de su abierto aristocratismo: sólo los pocos logran salir a la superficie y contemplar las formas. Y peor, a su regreso, el ilustrado será recibido como loco antes que como profeta. La maldición de Casandra. Adentrarse en el mundo del conocimiento, por cierto, no sólo extraña, sino que supone el máximo riesgo: la búsqueda no promete el resultado. Pensar es quizá la actividad más revolucionaria, más terriblemente peligrosa a la que un ser humano puede dedicarse. Si bien el punto de inicio es por todos conocido (la ignorancia), el destino es siempre interrogante; nada nos garantiza el triunfo ni la verdadera sabiduría. Pensar es lanzarse al océano con nada más que las estrellas para guiarnos; cuál sea la estrella que sigamos define, sin duda, parte del proceso, la otra parte está en función de las tentaciones que ofrece el camino, las falacias, las autocomplacencias, las soberbias, los reduccionismos, las ansias de una sistematicidad imposible… El peligro de pensar es proporcional a la recompensa prometida: toda gran gesta nos presenta a su héroe o heroína en perpetua tensión entre sus ansias de conseguir el preciado bien y la debilidad frente a los peligros y tentaciones que acechan en todo momento.

Formar es tomar la mano de alguien y lanzarse al mar juntos, ayudando a mostrar las estrellas que marcan un auténtico destino y a rechazar aquellas luces fugaces que confunden y atontan. Implica el reto de acompañar en silencio, dejar que el aprendiz se deslumbre con el fuego, que se raspe en el ascenso, y que sea cegado por la luz del sol. Formar es pensar juntos, aceptar el reto y los peligros, hacer de la soledad de quien piensa una soledad compartida, un caminar dialogado donde cada uno sabe que el otro está ahí, junto a nosotros, aunque el camino de cada uno sea absolutamente personal e inconmensurable.