Reflexiones sobre los personajes de la Guerra de Independencia
24/09/2021
Autor: Dr. Herminio S. de la Barquera y A.
Foto: Decano de Ciencias Sociales

En estos días estamos conmemorando acontecimientos muy importantes en la historia de nuestro país. El próximo lunes 27 de Septiembre se cumplirán 200 años del nacimiento de México a la vida independiente, cosa sumamente trascendental en la historia de cualquier nación. Los acontecimientos de la historia de los pueblos son protagonizados por personas de carne y hueso, no por ángeles ni demonios, a menos que se trate de la historia de dichos pueblos con sus dioses, con un dios particular o con Dios. Sin embargo, como parte de la naturaleza del Hombre, los pueblos y los cronistas de su historia tienden, en mayor o menor medida, a glorificar a ciertas personas y acontecimientos, y a denigrar a otros personajes y hechos. Esto es natural, tal como lo hacemos con nuestra propia historia personal.

El papel del historiador es consignar dichos acontecimientos y personajes, analizarlos con la mayor objetividad posible y extraer conclusiones de lo estudiado, tratando de no caer en extremos de glorificación o de condena de manera simplista. Si se ha de externar alguna opinión o parecer, ha de ser con el sustento de documentos o de testimonios científicamente validados. Por eso es que es normal encontrar diferencias, en ocasiones muy notables, entre la percepción popular de los acontecimientos históricos y la de los historiadores, además de que, en numerosas ocasiones, pueden existir diferencias de interpretación entre los estudiosos mismos. Esto no es exclusivo de la historia, sino que es la esencia de la ciencia: la discusión, la reflexión, la duda, la búsqueda de la verdad.

Sin embargo, cuando la política interviene, las cosas se pueden poner mal. En efecto: las personas en el poder, por algo que yo también creo que es natural en el Hombre, buscan encontrar justificación, inspiración y legitimidad en las figuras del pasado, arropándose en algunas épocas y personajes, y denostando a otros, siguiendo instintos de poder y, obviamente, guiándose en lecturas simplificadas de la historia. Es claro que no es lo mismo ser aficionado a la historia que ser historiador serio, y no es lo mismo leer la historia para desarrollar el conocimiento científico sobre ella que leerla para lograr objetivos políticos no siempre muy elevados.

En el caso de los regímenes no democráticos, la historia se manipula para fines de conservación del poder, tratando de trazar una línea de identificación entre los que detentan el poder y figuras históricas clave, valiéndose del control que dichos regímenes tienen de la educación pública. Esto dificulta la verdadera discusión y la libertad de interpretación que caracterizan a las democracias. Desafortunadamente, hay que inscribir a México en el caso de los países en donde la historia se manosea desde el poder, pues se trata de un país que, durante casi toda su historia política, casi nunca ha vivido en un ambiente verdaderamente democrático que promueva la discusión y la investigación objetiva, por lo que se ha desarrollado un fenómeno muy triste y vergonzoso llamado “historia oficial”, que es una especie de telenovela maniquea en la que compiten héroes impolutos, perfectos y grandiosos contra engendros del infierno pletóricos de defectos, ambiciones y malas intenciones.

La historia de la guerra de independencia no es la excepción: al lado de personajes como Hidalgo, Allende, Josefa Ortiz, Morelos, Leona Vicario, Quintana Roo y Guerrero, carentes de la menor mancha y defecto en la historia oficial, se encuentran las figuras de Iturbide y de otros jefes realistas, como Calleja, Riaño, Venegas, Elizondo, etc., ejemplos de la banda de malosos y malintencionados, sin prácticamente una sola virtud, según esta visión ramplona. A la cabeza de los malos está nada menos que el constructor de la independencia, Agustín de Iturbide. Digo “constructor” o “hacedor”, que no “consumador”, porque se consuma lo que ya viene fraguándose, y cuando Iturbide abrazó la idea independentista (por razones no siempre “patriotas”, muy probablemente), la causa insurgente ya estaba perdida. Así que no se puede consumar algo que estaba ya derrotado. Una cosa es que Guerrero y Ascencio mantuvieran la lucha, y otra es que tuviesen la más mínima probabilidad de triunfo. Eran una piedrita en el zapato, nada más. Dicho esto, por supuesto, sin demeritar la lucha y constancia de ambos jefes.

 Y, como grupo aparte, está un número muy alto de personajes que inexplicablemente no son mencionados o figuran muy poco en las primeras planas de la visión oficialista de la historia, pero que se distinguieron por su heroísmo en la guerra de independencia, llegando a perder la vida casi todos ellos: los López Rayón, los Bravo, los Galeana, Miguel Domínguez, Mariano Matamoros, José Antonio “el Amo” Torres, José María González de Hermosillo (quien se lanzó a la guerra acompañado de sus hijos Inés y Marcos, y cuyo nombre lleva la capital de Sonora), el Padre José María Mercado, Mariano Jiménez, Valerio Trujano, Pedro Moreno, Francisco Xavier Mina, Guadalupe Victoria, Pedro Ascencio, Ignacio y Juan Aldama, Mariano Abasolo, Manuel de Santa María y Gertrudis Bocanegra, entre muchos otros. El caso de esta última es interesantísimo: hija de españoles y dueña de una elevada educación, además de ser partidaria de la revolución de independencia, fue espía y apoyó en todo lo que pudo a los insurgentes, hasta que fue apresada, torturada y fusilada en 1817. Creo que ha sido la única mujer fusilada en la historia de México. En la lucha perdió también a su esposo y a su hijo.

Todos estos personajes, tanto los realistas como los insurgentes, tuvieron, como todos nosotros (incluyendo, con todo respeto, a mis cuatro fieles y amables lectores), virtudes y defectos; a veces más de aquellas que de estos, a veces al revés. Así, como ejemplo, veamos a Miguel Hidalgo, el llamado “Padre de la Patria”. Hay autores que proponen a Miguel Domínguez (el corregidor de Querétaro y esposo de Josefa Ortiz) como el verdadero padre de la patria, tanto por su pensamiento como por su obra institucional en los inicios del México independiente. Hidalgo, incluso, en el “grito” famoso en la madrugada del 16 de Septiembre de 1810, lanzó estentóreas vivas a Fernando VII, rey de España, quien estaba preso en manos de los franceses. Nunca gritó nada parecido a favorecer la independencia, sino que, al parecer, gritó “¡Muera el mal gobierno!”, en alusión al de José Bonaparte. Sería después Morelos quien pondría las cosas en claro: hay que luchar por la independencia de la “América septentrional” y no por seguir bajo el reinado de España. Como dijo después de la toma de Acapulco: “¡Viva España, pero como amiga, no como dueña de América!”

Después, de todos es sabido que se ganó a pulso, con sus excesos, conducta personal nada digna de un sacerdote y malas decisiones, la animadversión de otros caudillos, como Allende y Jiménez, quienes votaron por su destitución como Generalísimo. Repulsión causó, por ejemplo, cuando ordenó al torero Marroquín matar a cuchillo a los españoles ricos de Guadalajara, atrayéndolos en las noches con engaños. Se sabe incluso que Allende trató de envenenar al “bribón del cura”, como le llamaba. Allende buscaba, como militar pundonoroso que era, disciplinar a las hordas insurgentes para convertirlas en un verdadero ejército, por lo que los saqueos y asesinatos que Hidalgo fomentaba o al menos en varios casos no evitaba, le causaban una gran molestia y decepción, pues provocaban, además de sufrimiento inútil, una mala imagen para la causa insurgente.

Así que, como vemos, nuestros personajes históricos fueron y han sido personas con luces y sombras, y así como Hidalgo tuvo errores y aciertos, también los tuvo Agustín de Iturbide (Itúrbide, originalmente). Fiero perseguidor de insurgentes, fue después, cuando estos ya estaban derrotados militarmente, quien hizo la independencia de la Nueva España, por motivos que ya en otras ocasiones hemos discutido en este espacio. Empleó el nombre de México, en lugar del de la Nueva España, mandó diseñar la bandera, cuyos colores se siguen utilizando hasta nuestros días, y defendió al Imperio mexicano de las ambiciones territoriales de los Estados Unidos, por lo que estos decretaron prácticamente su caída, junto con desaciertos “hechos en casa”. 

De hecho, si revisamos la historia de este país, curiosamente son héroes los personajes que han estado cerca de los Estados Unidos (no tanto en la retórica, sino en los hechos), como Benito Juárez; aquellos que en algún momento se les han opuesto, como Iturbide, Miramón, Maximiliano o Porfirio Díaz, están en el bando de los antihéroes.

¿Qué tiene de malo tener personajes con errores y aciertos, con virtudes y defectos? ¿Qué tiene de malo haber experimentado en dos ocasiones la monarquía como forma de gobierno? ¿Qué tiene de malo haber discutido varias propuestas diferentes al federalismo y a la república? ¿Qué tiene de malo no haber sabido cómo gobernarnos, si esto es parte de las experiencias y enseñanzas del desarrollo de los pueblos? ¿Para qué pelearnos con el pasado? Es mejor reconocer que esto no es ni ha sido el paraíso (como muchos quisieran ver a Mesoamérica), tomar las enseñanzas de la historia para poder ver mejor hacia adelante, y para descubrir en dónde están los elementos que hay que corregir en nosotros mismos, en medio de un clima de discusión sana, de reflexión, de búsqueda de la verdad y comprensión de los fenómenos históricos. Tomar a la historia como instrumento de política sectaria es denigrarla y refleja, además, estulticia, rencor, ignorancia y estrechez de miras.