Sobre la relación entre adiestramiento, formación y evangelización. Un acercamiento arendtiano
27/05/2022
Autor: Dr. Juan Pablo Aranda Vargas

En su obra maestra, The Human Condition, la gran filósofa judía del siglo XX, Hannah Arendt, distingue entre tres grandes tipos del hacer humano. Esta tipología está codificada de forma jerárquica, ascendiendo desde lo más natural—entendido aquí como menos humano—hasta lo más propiamente humano. Jerarquía, no obstante, no sugiere que los estamentos inferiores no sean absolutamente necesarios, sino simplemente que pertenecen a un complejo proceso de desdoblamiento de lo humano, de ese develar que va de lo menos a lo más, sin que ese “menos” deje de sernos propio, íntimamente necesario.

El primer eslabón en este proceso es el del homo laborans, quien observa la naturaleza para repetir el ciclo por ella instituido. Es el trabajo del sembrador, del ganadero, de todo aquel que se convierte en dócil discípulo del mundo natural y busca aprender sus misterios para replicarlos. La característica fundamental de este tipo de trabajo es su fugacidad: nada queda después de un ciclo de producción y consumo, ningún vestigio de que el ser humano estuvo ahí, de que su genio participó, junto con la naturaleza, en el milagro de la reproducción armoniosa de la vida.

El segundo eslabón es el del homo faber, el alfarero, el herrero, el tejedor, el constructor, y todo el mundo de los oficios. Tomemos la carpintería: la carpintera toma la madera, fruto de una naturaleza todavía salvaje, y comienza un complejo proceso de transformación que abandonará la forma del tronco e irá tomando, poco a poco, a través de un proceso que combina técnica y genio humano, la forma de una mesa, una silla, o incluso un motivo natural, un plasmar lo que se ve en el material, proceso que lleva la insignia de lo inútil, de lo que no tiene una función que no sea la de ser-sí-mismo. En la actividad del homo faber el ser humano trasciende la fugacidad y, sin embargo, no logra todavía vencer otros problemas que le aquejan, como el de la irreversibilidad: la bomba que ha sido producida y lanzada no volverá jamás al arsenal; el muerto por veneno, el lastimado por la construcción caída, todos los actos humanos están cargados de irreversibilidad histórica, característica que podría hacer enloquecer a cualquiera, pues, ¿quién tiene el aplomo de observar su vida como compilación de errores y vilezas y seguir, no obstante, estando dispuesto a vivir? El hacer está siempre sujeto al terror de la factibilidad pura, que tarde o temprano encuentra que no todo lo que puede hacerse debe hacerse. Es el grito que encontramos en Frankenstein de Shelley, en Fausto de Goethe, en el Gólem de la tradición judía y en Matrix de los Wachowski. 

La vita activa salta al escenario como el momento cúspide de lo humano. En ella no hay ya trabajo con las manos, no hay otra transformación sino la que ocurre al nivel del espíritu humano. Es la acción política, entendida desde el punto de vista griego. La vita activa es la vida del ciudadano, de quien se sabe parte del cuerpo social, integrante de algo que lo supera y que, en gran medida, le da sentido. Esta vida social parte del reconocimiento, consciente o no, del postulado personalista: el ser humano es una criatura rara, precisamente porque nace y vive incompleta, porque en su ser habita siempre la necesidad del otro. Sólo saliendo a la familia, a la comunidad, al barrio, al club, a la parroquia, puede este ser humano encontrar plenitud, encontrarse en el otro. La persona es, pues, una co-construcción entre el yo y sus otros. En la vita activa, dirá Arendt, encontramos la solución final y definitiva al problema de la irreversibilidad histórica, a saber, la promesa y, más importante, el perdón. En el perdón la historia vuelve, por así decirlo, a un punto cero; la palabra que perdona limpia, a su vez, el espíritu de quien perdona y del perdonado, haciendo posible la coexistencia después de la ofensa. Sin el perdón, la historia sería, mucho más de lo que ya es, un flujo permanente de sangre. 

 

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En mi opinión, la triada arendtiana puede ser utilizada para los fines que se sugieren en el título, a saber, entender la relación entre la producción de profesionistas dóciles, la formación de personas y la evangelización. Propongo, pues, aquí una especie de formación progresiva y jerárquica donde cada nivel es un fin objetivo pero incompleto, esto es, necesitado de la esfera superior para comprender su telos a cabalidad. 

Parto de la conceptualización que hace Hutchins de la universidad como comunidad que busca la verdad. ¿Cómo la tipología arendtiana nos puede conducir a dicho objetivo? Comencemos con la identificación del homo laborans con el adiestramiento técnico, con la producción de profesionistas. En la educación meramente técnica encontramos un proceso similar al del homo laborans, a saber, la repetición de procesos donde, al final, el ser humano desaparece. Aquí encontramos el problema de la técnica moderna descrito por Heidegger: el dominio de la naturaleza no termina hasta que el ser humano, iniciador del proyecto, es convertido él mismo en material en reserva, en batería lista para ser usada. La repetición de procesos no puede, por ende, ser considerada plenamente “humana” todavía, pues en ella hay un mecanicismo, una monotonía que no es propia de lo humano. 

En la formación de personas podemos hallar algo similar a la transición entre el laborans y el faber. De la misma forma como el ser humano se “apropia”, por así decirlo, de su obra, manifestándose en lo creado, la persona formada—esto es, que ha adquirido capacidades críticas, analíticas, argumentativas, y, más importante quizá, que ha entendido el proceso educativo como un fin en-sí-mismo y no como un simulacro de la esclavitud fabril—es capaz de dejar su huella, su impronta en las cosas que hace, dotándolas de sentido. El faber es ya un ser humano que se hace dueño de sí mismo, y de forma análoga la persona formada despierta a una realidad del “yo” completamente desconocida para el dócil repetidor. Y, sin embargo, en este estadio nos seguimos quedando un paso lejos de lo auténticamente humano, pues en la construcción del “yo” que ha sabido despertar del sueño de la dócil repetición no encontramos aún esa relacionalidad primigenia, sino apenas el encuentro del otro cifrado bajo el signo de la necesidad.

La vita activa, entendida como personalismo, como salir del propio yo hacia el encuentro del otro, guarda una analogía con la evangelización, pues en ella el individuo es transformado en “persona” a cabalidad, no ya en tanto que es dueña de sí misma y capaz de dejar su impronta, sino como sujeto consciente de su ser radicalmente relacional. Entendamos este carácter relacional meditando en la oración sacerdotal de Cristo: 

“Pero no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste. Yo les he dado la gloria que me diste, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo crea que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado” (Jn 17 20-23).

En la contemplación del misterio trinitario comprendemos la naturaleza humana desde su perspectiva más elevada, es decir, desde su filiación divina, como seres antinaturales, si por ello entendemos seres que no estamos sujetos al determinismo natural, al instinto y sus reglas o, en palabras de Pablo, como discípulos que hemos sido liberados de la “ley”. El ser humano-persona se eleva por encima del puro “yo” para dignificarse en un nosotros que lo complementa. Y en este proceso, sobra decir, no sólo el perdón, sino aquí la caritas, son elementos indispensables. El perdón se convierte en marca de lo divino, en símbolo de trascendencia, en dispositivo escatológico, pues quien perdona intuye, aunque imperfectamente, la eternidad. Sólo quien ama como Dios nos ha amado, comienza a comprender el misterio de la vida humana, el milagro de ser hijos e hijas, herederos de un reino que está sin estarlo, que es venidero sólo en tanto que consumación de lo que en Belén ya ha sucedido.

Podemos decir, a manera de conclusión, que la universidad es el proceso por medio del cual el ser humano es arrancado de su animalidad y reconducido a un camino en el que autodescubrimiento y abandono del “yo-cerrado” son una y la misma tarea. La evangelización propia de la universidad-católica será, por ende, no un anuncio directo, sino un circunloquio realizado a través de la filosofía, la teología y las grandes artes, con la finalidad de sembrar en el espíritu humano lo que sólo Cristo puede cosechar. No catequesis, entonces, sino via amoris es el punto en el que evangelización y universidad se tocan sin superponerse jamás, una abocada a la educación de la mente, la otra a la salvación de las almas.