¿Elogio de la fluidez? Sobre el (ab)uso de las palabras en la universidad
10/06/2022
Autor: Dr. Juan Pablo Aranda Vargas
Foto: Director de Formación Humanista

Imagine el lector la situación siguiente. Después de un par de décadas, un par de amigos se reencuentran. Ambos han perdido contacto no sólo de aquella amistad sino del grupo dentro del cual la misma se desarrolló. La conversación—animada por el vino, como bien recomendaría el ateniense a quien Platón diera vida en sus Leyes—llega al punto en el que uno pregunta al otro sobre la vida de un tercero conocido por ambos. Aquel que ha sido increpado responde crípticamente: “Fulano ha sido exitosísimo”.  El rostro del compañero se ensombrece: ¿Qué querrá decir aquello? ¿Qué artimaña está detrás de frase tan ambivalente? Éxito, dice aquel, es todo y nada, se refiere a la eudemonía aristotélica lo mismo que a la “V” de victoria de Vicente Fox o al “éxito” cosechado por Taylor Swift o Lana del Rey en conquistar el mercado norteamericano de la música. El relator de la frase mira a su interlocutor con extrañeza: todo mundo sabe qué significa esa frase, Fulano ha conquistado un puesto de trabajo envidiable y goza de holgados recursos económicos. 

La extrañeza de nuestro cuestionador imaginario es, por supuesto, nada más que ridícula. El éxito se ha convertido hoy, en un mundo dominado por el capitalismo neoliberal y el individualismo hedonista, en término que se describe con ceros agregados a la izquierda del punto, con un auto último modelo, con una dirección general o con contratos multimillonarios. Si alguien utilizara esa misma frase, “ha sido exitosísima”, para referirse a una mujer que, desempleada y sin mayores prospectos laborales, así como con problemas económicos, tiene una hermosa familia a la que ama y que llenan su vida y su espíritu, más de uno frunciría el ceño. ¿Es la felicidad igual al “éxito”? Probablemente… pero no en esta sociedad, donde las reglas del éxito están claramente descritas. 

 

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Al igual que el neoliberalismo salvaje, la universidad tiene un lenguaje propio que permite distinguir las ideas y los conceptos de una y otra esfera. Así, por ejemplo, el Ideario habla de formación de personas antes que, de adiestramiento de profesionistas, habla de integralidad antes que de bienes económicos, habla de felicidad antes que, de éxito—nótese que la palabra “éxito” no aparece en este documento, que sí las de “felicidad”, “trascendencia” y “plenitud”. 

Y, sin embargo, cada vez con mayor frecuencia, encontramos en la universidad, en nuestra universidad, un uso líquido del lenguaje, que pareciera querer jugar en los márgenes, en los espacios grises, en la interpretación creativa y casi disruptiva de los conceptos. Se habla de “mercado”, pero no piense usted, nos dicen, que queremos decir “mercado-económico”, sino algo más abstracto y comprehensivo, menos radical e invasivo. Encontramos, en otro lado, la idea de que la universidad quiere “posicionar” una “marca”, una idea fuerza sobre la cual se erige todo el edificio que promociona nuestros programas, pero no quiera leer usted, reviran, en esta palabreja lo que Naomi Klein definió en No Logo como otro gran triunfo del sistema capitalista descarnado. En otra ocasión se nos propuso promover el Plan de Formación Integral del Estudiante prometiendo que aquel convertiría al estudiante en “carnada” para los “think tanks”; pero, ¡por Dios!, nos dicen, nada de ello quiere sugerir que convertiremos al estudiante en un rapaz competidor, en una máquina descorazonada. Quienes así nos quieren convencer y apaciguar nos ven como parroquianos ultraconservadores, como sujetos salidos de una catacumba que no tienen idea de cómo funcionan las cosas hoy en día. 

El uso de este lenguaje, quisiera sugerir aquí, no es ni inofensivo ni neutral. Todo lo contrario: las palabras importan, los significados no viven, cartesianamente, dentro de la mente humana, sino que habitan el limbo que se cierne entre el sujeto cognoscente y la realidad, esto es, que cualquier significado es co-producido por la interacción social. Específicamente cuando saltamos del mundo material al mundo de las ideas y las abstracciones, el uso de un concepto no puede ignorar los juegos del lenguaje wittgensteinianos que se han convertido en hegemónicos y que, necesariamente, acarrean consigo otros significados que se aparejan y asocian de manera casi inmediata. Vistas desde esta perspectiva, las palabras son tremendamente dúctiles, pero, al mismo tiempo, habitan en “aldeas” lingüísticas fuera de las cuales difícilmente puede comprenderse nada. 

La liquidez del lenguaje implica la dislocación del principio social del lenguaje, claramente presente en la epistemología de Wittgenstein, así como la ilusión del individuo como último sitio de inteligibilidad. Sin embargo, ni el individuo posee la última palabra en el juicio interpretativo, ni el lenguaje podrá ser nunca otra cosa que un producto de la actividad dialógica, tal como demuestra Charles Taylor en The Language Animal. 

No creo, empero, que mis colegas quieran caminar por la senda del relativismo extremo. Creo, sin embargo, que todos podemos caer, con gran rapidez y sin darnos cuenta, en espirales semánticas que nos trasladen de un juego a otro, de una aldea a otra. La primacía del pensamiento técnico, la hiperplasia de la mentalidad formalista, el riesgo de sobredimensionar la importancia de cualquier tipo de medición o acreditación—sea esta internacional, nacional o expedida por el (al parecer, vituperado) Club de Fútbol América, S.A. de C.V.—todos estos excesos implican este riesgo semántico, trasladando la actividad universitaria a familias lingüísticas que le son ajenas. Y si bien no es dable pensar que ese sea el objetivo que se persigue con el uso (ingenuo y sin malicia, aceptemos) de semejantes terminajos, lo cierto es que, como regla general, pensar que es posible importar la carcasa—metodológica, lingüística, semiótica—desde un campo a otro sin arrastrar asimismo la carga ideológica y/o metafísica sobre la que esta está construida, es un error tremendamente grave. 

 

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Contra la tentación nihilista, no podemos sino responder con un uso preciso y adecuado de cada uno de los términos que utilizamos para educar. Esto implica entender que la “formación” de “personas” implica, necesariamente, un bagaje de conceptos asociados—el personalismo cristiano, por supuesto, pero también el pensamiento crítico, la empatía, la sensibilidad a lo sublime, el compromiso cívico, la excelencia, entre otros—que son los adecuados para describir nuestra actividad. Por otro lado, el traslado, inocente o no, de los postulados básicos de una universidad a la aldea neoliberal, que habla de “mercados” y “utilidades” de “exitosos” y “perdedores” (cf. Michael Sandel, The Tyranny of Merit), de “marcas” y “competencia”, no puede sino generar una inestabilidad epistemológica que, en el extremo, terminará por destruir la noción que otrora se tuvo de universidad, aquella que soñaba con personas dignas capaces de transformar sus vidas y las de sus comunidades a través de acciones conjuntas hacia la consecución de bienes comunes.