Inmersos como estamos en un tiempo de reflexión, recogimiento y conversión, la oportunidad de una confesión pública se antoja inmejorable. ¡Sea! Confieso, pues, mi total preocupación, sorpresa, extrañeza y, no pocas veces, molestia con la forma en que una nutrida porción de los dignísimos habitantes de esta ciudad conduce. Desde el miedo de quien teme al pedal como a un monstruo sanguinario y prefiere conducir a 30 kilómetros por hora en el Periférico -que, admitamos, representa el culmen del surrealismo ditirámbico del siglo XXI mexicano-, hasta aquel insolente que, poseído por el espíritu de Checo Pérez, hace de un mísero callejón la pista de ensueño para correr un Chevy tuneado impulsado por un poderoso subwoofer que hace las veces de aviso de la cercana imprudencia humana. Sufrimos a quienes frenan a media vuelta en U en lugar de reincorporarse a carriles laterales; a quienes deciden que es prudente y provechoso para la nación bloquear el flujo de la calle perpendicular a la propia apostándose a medio camino, esperando el rojo que bloquee por completo el paso mientras uno reivindica su derecho a la ineptitud; sufrimos a quienes dominguean con teléfono en mano, a quienes se estacionan en segunda y tercera filas, a quienes se aterrorizan ante la titánica, hercúlea tarea de estacionarse… y a quienes creen que los espejos retrovisor y laterales fueron puestos ahí para alimentar la vanidad.
En meses pasados, el siñorpresidente municipal, don Eduardo, quiso salir airoso con la disruptivérrima propuesta de terminar los problemas de conducción, ¡exigiendo a los conductores ir a 20 y 30 kilómetros por hora! Por supuesto, la propuesta le estalló en la cara, igual que las bombas ACME con que Willy Coyote quiere convertir al correcaminos en precocida cena. Quizá alguno de nosotros pensó lo que este pobrísimo crítico inteligió, a saber, ¿no sería mejor asegurarse de que todo el que tenga una licencia en la mano sepa, en efecto, manejar? ¿No será, por ventura, responsabilidad de la autoridad exigir las mínimas habilidades que aseguren que una persona sentada al volante no se convierta en una potencial arma de destrucción? ¿Es realmente sensato imaginar que la reducción de la velocidad, que indefectiblemente creará más tráfico y, por ende, estrés, desesperación y, en última instancia, movimientos agresivos e imprudentes nacidos de la impotencia de avanzar, es la solución a nuestro problema?
El distraído lector que, en lugar de seguir la sabiduría popular y quedarse dormido ante tan desmejorada perorata, sigue acompañándome en la lectura de este manifiesto por la probada competencia y pericia, ya estará frunciendo la boca en señal de confusión: ¿qué diablos importa esto en un país gobernado por el dictadorcillo de Palacio? ¿Qué insulsa impostura puede llevar a alguien a derramar sobre en algo tan burdo como las mermadas y disfuncionales habilidades de conducción de nuestros hermanos (adoptivos, en mi caso) poblanos? No pierda consuelo, querido lector, que, fiel a mi vocación de polemista, algo hay de político en lo que trato de decir. Lo que he buscado aquí es, en efecto, plantear un problema relativamente (¡sólo relativamente!) nimio como caso representativo de una enfermedad más acuciante en nuestra sociedad.
Hemos caído, como sociedad, en la burda costumbre de esperar que nuestros representantes sean, para decirlo con palabras respetables y sofisticadas dignas de un estudioso, ineptos, ignorantes, estultos y tremendamente incultos. El año 2000 sorprendió a los mexicanos con la ansiada alternancia, cuyo brillo se apagó tan rápido como Vicentillo abrió la boca; unos años después, Felipillo mostró su capacidad de estadista cediendo una reforma electoral al entonces Pejecandidato, que comenzó la debacle que nos tuvo las últimas semanas mordiéndonos las ya magras uñas; a Calderón —que, reconozcamos, no pecó de inepto o ignorante, sino de arrogante y antidemócrata— le siguió el bufón de bufones, don Quique Peña, que nos hizo reír a carcajadas mientras desfalcaba al país; y, para ruina de los mexicanos, el desenfado, desilusión, molestia, inquina y mala vibra contra la política mexicana trajo al dos veces perdedor, 18 años desempleado y mantenido Andrés Manuel. ¿Alguien en verdad está sorprendido de que nuestra historia haya llegado hasta aquí? ¿En verdad cayó como balde de agua fría la noticia de que el dictadorcillo resentido quería elegir a consejeros y magistrados por voto popular? ¿Quién pudo dudar de que la camarilla de atolondrados que pomposamente se hace llamar “gabinete” iba a estar compuesta de iteraciones del mismo modelo lambiscón abajado mentecato y servil?
Hemos perdido la exigencia colegas. Hemos abandonado los ideales de la excelencia, trocándolos gustosamente por el plato de lentejas de la mediocridad. Hemos permitido que ineptos ocupen puestos clave en la política mexicana, y hemos permitido, hagámonos cargo de nuestra culpa, que la universidad se deslinde de esta realidad. Es tiempo de un cambio, que se antoja crítico en un momento de crisis generalizada de la humanidad, hoy que los mínimos consensos necesarios para la vida social están ausentes, hoy que parece no haber sentido, ni dirección, ni profundidad ni objetivo.
Para ello, una propuesta, ¡que no se diga que sólo sabemos quejarnos! En Primavera 2023, el grupo 1 de FHU010, Persona y Cultura Contemporánea, será un piloto dedicado por completo a una reeducación—entendido el prefijo “re” en el sentido del trabajoso esfuerzo de quitar los escombros de una educación básica de quinta para sembrar algo auténticamente valioso—cívico-democrática de nuestros estudiantes. Buscaremos explicarles qué es la democracia y para qué sirve, por qué es importante luchar por ella y qué relación tiene esta con el sistema de libertades que tanto gustamos de defender, tanto teórica como prácticamente. Vaya, pues, la atenta solicitud: inviten a sus estudiantes a nuestro curso, el cual, prometemos las direcciones unidas de Formación Humanista y Ciencia Política, valdrá la pena. Aprender a conducir se consigue conduciendo con alguien que nos corrija; aprender ciudadanía se consigue negando al individuo hasta parir, victoriosos, al ciudadano, al demócrata.