Como mis cuatro fieles y amables lectores saben, el pasado sábado 6 de Mayo fue coronado el rey Carlos III de Inglaterra, en una ceremonia que fue vista por millones de espectadores en todo el mundo, además de los miles y miles de personas que inundaron la ciudad de Londres para asistir al espectáculo, tan inglés como el clima que lo arropó. Si bien vivimos en América, continente considerado como un paraíso del presidencialismo y de las repúblicas, es importante decir unas cuantas palabras acerca de la monarquía, pues muchos países del mundo, aunque no lo creamos, siguen caracterizándose por tener como cabezas del Estado a un rey o a un emperador: el Reino Unido, Bélgica, los Países Bajos, Japón, España, Suecia, Jordania, etc.
El vocablo “monarquía” proviene del griego monos (uno) y archein (dominar), esto es, significa el dominio de una persona. Por eso se emplea para denominar una forma de gobierno en donde un individuo, llámese monarca, rey / reina, emperador / emperatriz, zar / zarina, etc., ejerce el cargo de cabeza del Estado de manera vitalicia o hasta que abdique. Esto quiere decir que la monarquía es lo opuesto, en nuestros días, a la república, debido a que en esta generalmente no hay cargos vitalicios. Por regla general, la persona que reina o que aspira a hacerlo pertenece a la nobleza y llega al cargo ya sea por herencia -siguiendo un principio dinástico- o por elección.
Un tema importante, al hablar de las monarquías modernas, es el de las facultades de poder que estén en manos del monarca. El espectro para entender esto es muy amplio, y abarca desde los ejemplos en los que el rey casi no dispone de facultades reales de mando (como ocurre en las monarquías parlamentarias, como el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte), hasta los casos en los que el soberano posee un poder político ilimitado (monarquías absolutas, como en la Francia del siglo XVII), pasando por las monarquías constitucionales, es decir, en las que la constitución política marca los límites del poder monárquico. Existe además una forma “degenerativa”, ilegítima y despótica de la monarquía: la tiranía.
Si bien tenemos en la mente casi siempre la idea de que la corona es hereditaria, es decir, que pasa de los padres al hijo mayor, hay que señalar que esto no siempre ha sido así. Por ejemplo, en el Sacro Imperio Romano Germánico, que perduró desde el 962 hasta 1806, los emperadores eran electos por los llamados “Príncipes electores”, y en otras formaciones políticas, particularmente entre las tribus celtas y germanas, los reyes, reyezuelos, caudillos y cabecillas eran igualmente electos. Lo mismo sucedía, en los principios del cristianismo, con los obispos y papas: eran electos por aclamación. En ambos casos, quien asuma la corona lo hace de manera vitalicia. Sin embargo, hay una diferencia muy notable entre ambas variantes de la monarquía: en las monarquías hereditarias, se asume que quien tiene derecho a la corona lo tiene por designio divino, lo cual introduce un elemento sacro en el ejercicio del poder.
En muchos reinos de la Antigüedad no sólo se hablaba de un derecho divino, sino que la persona que portaba en sus sienes la corona era considerada también como de origen divino. Esto ocurría con los faraones en Egipto, quienes eran considerados como dioses, o en Roma, en donde los emperadores se convertían en dioses. Algo similar se consideraba también en el Japón incluso después de la Segunda Guerra Mundial.
Es por eso que las ceremonias de coronación tienen lugar generalmente en un recinto sagrado, por lo que el juramento del entronizado tiene lugar ante Dios, lo cual refuerza las obligaciones del nuevo rey ante sus súbditos. Pero como vimos en la coronación de Carlos III, una ceremonia de este tipo no es solamente un acto religioso “químicamente puro”, sino que tiene implicaciones políticas (por ejemplo, de reafirmación del poderío económico y político de una ciudad o sociedad), culturales y civiles (al resaltar, entre otras cosas, el orgulloso espíritu de pertenencia de un grupo social). Esto quizá pueda explicarse más claramente si nos planteamos la pregunta acerca de qué es lo que se espera de un rey desde la Edad Media hasta nuestros días, aunque sus funciones hayan cambiado. Para responder a esto nos serviremos del ejemplo de la coronación de Ricardo Corazón de León (1157-1199), que se llevó a cabo en el año 1189, en Inglaterra.
Ricardo Corazón de León, siguiendo un antiguo rito, pronunció al principio de su ceremonia de entronización un solemne juramento, que todos los presentes escucharon de pie. Ricardo se hincó, colocó sus manos sobre una Biblia abierta y enumeró los deberes a los que se comprometía: a garantizar todos los días de su vida paz, honor y respeto a Dios, a la Iglesia y a los servidores de esta; a llevar a su pueblo justicia y equidad; en caso de encontrar en su reino leyes perniciosas y malas costumbres, se esforzaría por eliminarlas. Además, premiaría y confirmaría a las personas buenas. A este juramento siguió la unción, que en aquella época era vista como un sacramento, casi comparable a la consagración de un obispo. Ricardo se despojó de sus vestiduras, conservando sólo los pantalones y una camisa abierta. Se le colocaron unas sandalias doradas y el arzobispo de Canterbury procedió a ungirlo tres veces: en la cabeza, en el pecho y en los brazos, pues un rey necesita tres cosas: sabiduría, gloria y fortaleza.
Luego se le colocó, como símbolo de que sólo debe tener buenos propósitos, un lienzo blanco sobre la cabeza, y encima de él una especie de capucha de seda. En seguida se le puso su vestimenta de brocado y oro, y encima de ella una casulla semejante a la de los diáconos, lo que significaba que su tarea era similar a la sacerdotal. El arzobispo le dio la espada, con la que combatiría a los enemigos de la Iglesia. En sus sandalias se fijaron las espuelas de oro, signo de su pertenencia a la caballería. Por último, se le colocó sobre los hombros una lujosa y pesada capa escarlata tejida en oro. Ricardo se dirigió al altar, se detuvo en los escalones y escuchó una última exhortación solemne: “¡Te conjuro, en nombre del Dios vivo, a aceptar esta honra solamente si prometes no romper tu juramento!”, a lo que Ricardo respondió: “¡Con la ayuda de Dios lo mantendré, sin falsedad!” Acto seguido, tomó la corona que estaba sobre el altar y se la extendió al arzobispo, arrodillándose mientras este se la colocaba. Dos nobles la detenían, en parte debido al peso de la corona, en parte para simbolizar que el rey, sin el consejo de sus vasallos, no podría gobernar solo.
Después el arzobispo le dio el cetro real con una corona, que Ricardo tomó con la mano derecha, y otro, más pequeño y con una paloma, para la mano izquierda. Esto significaba que el rey, en su función de juez, debía llamar en su ayuda al Espíritu Santo. Al terminar esta ceremonia, Ricardo se dirigió a su trono y la misa comenzó. El empleo de tantos elementos simbólicos en las ceremonias de coronación nos habla de muchas obligaciones por parte de los gobernantes, si bien es cierto que muchos de ellos rompían con mayor o menor facilidad su palabra. La espada, junto con la corona el símbolo más importante del poder real en particular (y del poder en general), simboliza la fuerza que debe asistir al rey como garante que es del derecho. Se suponía que esta fuerza era prestada por Dios, de ahí que la espada desde el principio de la ceremonia estuviese colocada sobre el altar. Esta espada no debía desenfundarse como mera amenaza, sino para eliminar efectivamente a los enemigos de la paz. El rey y en general los poderosos, estaban obligados a la misericordia (“Noblesse oblige”, se decía) y la unción, al ser vista como un sacramento, colocaba al rey por encima de los demás mortales.
Es por eso que la coronación y la unción proporcionaban una gran seguridad y una acentuada conciencia de sí mismo. Además, en la ceremonia se le recordaba al rey que, al aceptar su encargo, estaba obligado a responder de sus actos nada menos que ante Dios, de quien lo había recibido. De ahí las lapidarias preguntas que se formulaban durante la ceremonia, la importancia de las respuestas, el énfasis en la conservación de la paz e incluso la obligación, después de una guerra, de “restaurar lo destruido” (“desolata restaures”). Como vemos, hay elementos similares en las coronaciones de Ricardo y de Carlos. Algo más: la tradición medieval de pedir por los gobernantes y por la paz en la liturgia del Viernes Santo continúa hasta nuestros días. Ante este panorama de lo que se exigía a los gobernantes no debe extrañarnos que Santo Tomás de Aquino considerase que no basta con lo que llamaríamos actualmente “Estado de derecho”, sino que había que buscar un Estado justo.