En un congreso de Innovación Educativa escuché una magnífica ponencia de la Dra. Livia Bastos: “La persona al centro de la innovación”. Al final de su ponencia tuve la oportunidad de charlar con ella pues, en efecto, no toda propuesta de Educación Superior tiene a la persona en el centro. Podemos pensar en la descarada concepción de estudiante como “cliente” o como “buyer persona” y comprender que en el fondo no es el estudiante en sí el que nos importa, sino su cartera o la cartera de sus padres.
¿Qué vemos en el educando? ¿Un consumidor peculiar? ¿Un individuo capaz de “comprar” “productos” educativos? Muchas universidades se han mercantilizado a tal punto, que ya son acríticas del vocabulario que usan, de las experiencias que promueven, del manoseo que hacen de la formación del carácter, la adquisición de saberes o la habilitación profesional que ofrecen.
Pues bien, de ese punto ya se ha hablado mucho y se ha hablado bien. Livia Bastos lo puso en claro. Yo quiero dirigir la mirada a otra consideración que es parecida a la reducción que opera la mercantilización de la persona, pero no ya para reducirla a mero consumidor, sino para reducirla a conocimiento.
Hay instituciones en que lo que está al centro es el “aprendizaje”, no el “aprendiz”. Chesterton decía que “la falsedad nuca es tan falsa como cuando casi es verdad”. Si lo que nos importa es el “aprendizaje” nos está importando el conocimiento, no quien conoce; la habilidad adquirida, no el adquiriente; la competencia, no el competente; el resultado, no el proceso; la cultura de la evidencia, no la cultura del encuentro.
Si yo mercantilizo al estudiante, eso resulta una reducción grosera, burda, evidente. Pero la reducción de la persona a aprendizaje, pasa desapercibida, se nos cuela sin darnos cuenta. ¿Por qué? Porque las historias de vida son distintas; porque no todos comienzan con el mismo hándicap, porque las capacidades son distintas; porque los talentos son otros; porque los gustos y las vocaciones son personalísimas. Por eso es más importante y justo que nos interese el “aprendiz”, sí, cada uno de los rostros que vemos.
Usted me dirá: “sin aprendizaje, no hay aprendiz”. Cierto. Pero el aprendiz no se reduce a sus aprendizajes. El aprendiz es un sujeto, los aprendizajes son objetos. El aprendiz es historia, capacidad, esfuerzo, el aprendizaje es fruto de esa historia, objeto de esa capacidad, resultado de ese esfuerzo. El aprendiz es hijo de Dios, los aprendizajes son esos hallazgos que en esta tierra adquiere (o no) ese hijo de Dios. El aprendiz tiene una dignidad incondicionada, el aprendizaje está condicionado. El aprendiz es persona, los aprendizajes no. Las personas valen por sí y en sí, los aprendizajes no, siempre son más o menos relativos, pertinentes, relevantes o convenientes.
Si lo único importante son los aprendizajes, mejor enseñemos a usar el fenomenal ChatGPT a los chicos y punto. Si lo más importante es el aprendiz, entonces el camino formativo se antoja más complejo, más desafiante, más importante. Si el aprendiz está al centro, entonces todavía las universidades tienen cabida, pues son condición extraordinaria para la maduración integral de la persona. Si la persona está al centro, la UPAEP tiene mucho que decir y mucho por hacer.