El Diccionario de nuestra lengua dice que ‘nostalgia’ es la “tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida”. Sentimos nostalgia por la patria cuando emigramos, por los amigos difuntos, por los amores perdidos.
Hay cantos clásicos transidos de nostalgia. El salmo 137 canta la desdicha de aquel que, deportado en Babilonia, lloraba por su amada tierra Sión. Juan de la Cruz, a propósito de ese salmo, nos regaló una de sus más bellas poesías, profundamente melancólica, profundamente hermosa.
Tolkien entendió bien qué era la nostalgia. Recordemos dos momentos sobrecogedores: en El señor de los anillos, cuando Peregrin Tuk, mejor conocido como Pippin, canta al Senescal de Gondor “Edge of night” y en El Silmarillion, cuando Ilúvatar crea a los humanos y los despierta de noche, para que sea la belleza de las estrellas lo primero que miren, y entonces, el resto de bellezas (flores multicolores, ríos cantores o animales fantásticos) les parezcan siempre menores a otras bellezas aún más grandes. Aquí me quiero detener un poco…
La nostalgia bebe de una cierta comparación. Se requieren dos dichas, una mayor que está ausente y una menor presente; el saldo negativo es un hueco en el alma, un dejo de tristeza, una añoranza, un deseo, un movimiento… no consiste en un desprecio del presente, sino en un anhelo de un pasado que esperamos que retorne en el futuro. El que añora desea algo de lo que previamente ha tenido experiencia. La nostalgia pues, no es mera fantasía o ilusión. Es esperanza que se enraíza en la memoria.
Dicho lo anterior, les pido considerar estos dos párrafos escritos por Benedicto XVI en uno de sus encuentros con jóvenes (Cracovia, 2006):
“Amigos míos, en el corazón de cada hombre existe el deseo de una casa. En un corazón joven existe con mayor razón el gran anhelo de una casa propia, que sea sólida, a la que no sólo se pueda volver con alegría, sino también en la que se pueda acoger con alegría a todo huésped que llegue. Es la nostalgia de una casa en la que el pan de cada día sea el amor, el perdón, la necesidad de comprensión, en la que la verdad sea la fuente de la que brota la paz del corazón.
Es la nostalgia de una casa de la que se pueda estar orgulloso, de la que no se deba avergonzar y cuya destrucción jamás se tema. Esta nostalgia no es más que el deseo de una vida plena, feliz, realizada. No tengáis miedo de este deseo. No lo evitéis. No os desaniméis a la vista de las casas que se han desplomado, de los deseos que no se han realizado, de las nostalgias que se han disipado. Dios Creador, que infunde en un corazón joven el inmenso deseo de felicidad, no lo abandona después en la ardua construcción de la casa que se llama vida”.
La universidad, entre otras tareas fundamentales, tiene la de reconducir a sus jóvenes estudiantes a escuchar su propio corazón, es decir, a constatar ese deseo de infinito que anida en lo más hondo de su ser. Si el joven logra experimentar la sed infinita que hay en sí mismo, sed de justicia y de paz, sed de equidad y de verdad, sed de aceptación incondicional y de entrega sin límites, entonces habrá uno de los polos de la comparación que se requieren para la nostalgia. El otro polo viene de la realidad: de uno mismo, de las propias fuerzas, de las estructuras sociales, de las leyes, de nuestros padres, de nuestro equipo de trabajo, del estado que guarda la ciencia, etc.
La nostalgia hace que no adoremos el presente, que no nos hinquemos ante realidades finitas, que ciertamente son bellas y buenas, pero son finitas. La nostalgia es salvaguarda de la cordura y nos precave de la idolatría. La nostalgia genera inquietud e insatisfacción, motores fundamentales para el continuo mejoramiento de uno mismo. ¿Qué sería de nosotros si estuviéramos satisfechos de nosotros mismos?
La nostalgia, por último, nos tensa hacia Dios. San Agustín expuso al inicio de sus Confesiones: “Nos hiciste para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (“fecisti nos ad te et inquietum est cor nostrum, donec requiescat in te”). Tenía razón Tolkien, lo primero que experimentamos –aunque ya no nos acordemos, aunque esté en el inconsciente más profundo de nuestro ser, fraguado tal vez en el momento en que nuestro espíritu se unió a la fusión de los gametos– es a Dios mismo, Luz de toda luz, Belleza que hace bellas todas las realidades. Es Dios el horizonte de toda nostalgia, la causa de todo deseo noble y bueno. Fue el propio Benedicto XVI quien en ese mismo discurso que cité antes dijo lo siguiente: “Tened nostalgia de Cristo, como fundamento de la vida”.
Si toda universidad auténtica reconduce al joven a la nostalgia de infinito que habita en él, la universidad católica completa esta tarea hasta referirlo a Cristo, pues en Cristo, aceptado libremente por cada persona, se encuentra el sentido último de la existencia.