¿Qué podemos hacer en una cultura de cristal?
21/09/2023
Autor: Dr. Jorge Medina Delgadillo
Cargo: Vicerrector de Investigación

Creo que nos precipitamos hace tiempo en denominar a la generación de jóvenes la “generación de cristal”. Digo que nos precipitamos, porque la ‘fragilidad emocional’ que la caracteriza, no es realmente un atributo sólo de esa generación, sino que es un atributo que en esa generación se exhibe, tal vez, con mayor profusión que en el resto, pero que se da en las demás generaciones.

Hasta donde sé, fue la filósofa española, Montserrat Nebrera, la que denominó “generación de cristal” a la actual generación de adolescentes y jóvenes que presentan una fragilidad emocional acentuada. La fragilidad excesiva nos lleva a juzgar pronto y de manera irreflexiva las expresiones de los demás, tildándolas de expresiones de odio, agresión, indiferencia, intolerancia, racismo, opresión, micro machismo, xenofobia, etc.

Ahora bien, esta fragilidad emocional está presente en niños, adolescentes, jóvenes y adultos, ya es una característica cultural. Como si las reglas del juego de las relaciones interpersonales hubieran cambiado: ‘el otro es potencial agresor hasta que no demuestre lo contrario’: si no me habla, entonces me desdeña; si no me dice las cosas directamente, entonces es pasivo-agresivo conmigo; si no me saluda, entonces me ignora y me desprecia…

El problema aquí, como le comentaba a un colega, es que el otro siempre ha sido, es y será finito. De verdad que aquí está el quid del problema. El otro –tal como uno mismo–, es una montaña de: errores, metidas de pata, despistes, imprudencias, falta de memoria… y no necesariamente a cada una de esas expresiones de nuestra finitud le acompaña una intención negativa: dolo, daño, engaño… Leer en cada “error” una “maldad” es peligrosísimo, es como suscribir a pie juntillas la idea de Sartre: “l'enfer c'est les autres” (“los otros son el infierno”).

Entonces, ¿los demás son “el cielo”? Por supuesto que no. El extremo opuesto a la fragilidad emocional generalizada sería la indiferencia. Y esa postura vaya que generó terribles problemas. ¿Cuántos abusos psicológicos, sexuales, de autoridad o físicos no parió la cultura de la no denuncia, del silencio, de la complicidad con el victimario?

Los fenómenos culturales a veces son pendulares. Como si la conciencia social nos despertase de la embriaguez de un sueño haciéndonos recaer en otro. Henos aquí, en el primer cuarto del siglo veintiuno, metidos hasta el cuello, en una ‘cancel culture’, que no encuentra aún las vías para correrse a la posición intermedia. Y es responsabilidad de todos encontrar ese punto medio: porque si en mi hogar, en mi trabajo o con mis colegas de estudio me hacen una “corrección”, ésta ha de ser bien recibida, con altura de miras y con la suficiente humildad para crecer, ha de ser acogida con realismo y con aplomo. La sensibilidad, cuando no es realista, no puede erigirse en el fiel de la balanza. Y hoy las sensibilidades están exacerbadas.

Si hago corte de caja, veo en mi persona, en mi familia y, con cierto pesar también lo digo de mi querida Universidad donde trabajo, que decrecen la fortaleza y la resiliencia; veo problemas de hipersensibilidad y de soberbia. Me pregunto: ‘si nadie puede ser tocado, ni con el pétalo de una verdad’, entonces cerremos el changarro. Una universidad no puede seguir el axioma de “no hacer sentir mal a nadie”, pues nos dedicamos a educar (a hacer crecer), y eso implica confrontar con caridad y con verdad a una persona para que dé el estirón, para que madure, para que se alce moral e intelectualmente hacia el infinito.

El fino y delicado arte de ‘hacer crecer’ no siempre es fácil y no siempre es dulce. A todos en la adolescencia nos dolían los huesos del cuerpo pues nos estábamos estirando. Crecer implica cambio, dejar hábitos contraídos, abandonar costumbres, y eso duele. Crecer implica riesgo, aventura, incertidumbre, y eso no siempre es placentero. Vivimos inmersos en una cultura de la inmediatez, y cuando nos piden esperar, nos frustramos; cuando no obtenemos algo pronto y al modo que lo solicitábamos, entonces tiramos la toalla. Es hora de parar esta irritabilidad generalizada, esta suerte de hiposensibilidad respecto a lo que hacemos mezclada de hipersensibilidad respecto a lo que nos hacen. Va siendo hora de ser menos dramáticos y más alegres, menos quejumbrosos y más agradecidos. Sobra decir que lo anterior no quita que, si alguien padece una injusticia, todo el peso de la ley se aplique al agresor… sólo estoy diciendo que, si no hay injusticia, desdramaticemos la existencia.

Ante este panorama la formación universitaria la serenidad de la racionalidad, esa toma de distancia que nos ayuda al pensamiento objetivo y realista. También la vida universitaria aporta la formación del carácter, la fragua, en cada uno de nosotros, de las virtudes: veracidad, generosidad, templanza, valentía, fortaleza, perseverancia, justicia, buen humor, misericordia.