Humor zombi
17/10/2023
Autor: Oscar Leyva

Si los zombies se van degradando con el paso del tiempo, ¿zombiodegradables? Si los zombies llaman a tu puerta ¿zombienvenidos? Si los zombies hablan dos idiomas ¿zombilingües? Si se pelean ¿zombiolentos? ¿Qué hace un zombi conduciendo un tractor? Está sembrando el pánico. 

Ofrezco sinceras disculpas a mis poquísimos lectores por la calidad de los chistes del párrafo anterior. En mi defensa, he de admitir que todos ellos fueron extraídos íntegramente de internet. Y no es que yo sea capaz de contar mejores chistes sobre zombis —o sobre ningún otro tema, para el caso. Aún así, quiero hacer notar a los contados seguidores de esta columna, en el improbable caso que sigan leyendo estas líneas, que el tema que está detrás de mi pésima capacidad como comediante, el meollo del asunto, es con toda probabilidad uno de los temas más serios, de mayor importancia y que bajo ninguna circunstancia ha de tomarse a broma. Estamos hablando, estimados cazadores, del humor

Apenas hace una semana, en la entrega anterior, abundamos sobre uno de los rasgos característicos de los zombis: su furia, la violencia con la que reaccionan, producto de su extrema alergia al error y a las diferencias de pensamiento. En esta ocasión, parece que damos un salto mortal hacia un tema radicalmente diferente: el humor. Pero continúe conmigo, apreciable lector, y verá que no hay tal salto en el orden de nuestras ideas.

Sigamos sobre nuestros pasos. Los zombis del siglo XXI son alérgicos al error. Detestan equivocarse, odian la derrota y, cuando son acorralados, muerden. Su mordida se presenta en forma de furiosos insultos, burlas y descalificaciones. Pero no se confunda, vivísimo lector: tenga completa seguridad de que esta furia es una fachada, un telón que oculta un profundo complejo de inferioridad y temor a la humillación, como si equivocarse fuera signo de ignorancia, idiotez o maldad. Los vivos sabemos que no es así, reconocemos que el error es el ineludible chaperón de la aventura que es la vida y que, en todo caso, toca aprender a vivir equivocándonos. 

Los desdichados zombis, en cambio, hacen acrobacias entre el temor a equivocarse, la furia que ello les provoca, y de vuelta al miedo al error. En este movimiento son muy parecidos a sus contrapartes de la ficción, que se tambalean de un lado a otro. 

Vamos a repasar lo que hasta ahora hemos aprendido: la infección zombi en el apocalipsis de la vida real se ha dado a través de la transmisión de ideas zombi: ideas muertas que devoran los cerebros de las personas. Una de las características de la infección, quizás la primera de ellas, es que los zombis pierden la capacidad de conocerse a sí mismos, no pueden reflexionar ni adentrarse en las profundidades de su propia conciencia. En pocas palabras, no saben de su propia condición y creen que todo sigue como si nada. Paradójicamente, la incapacidad de reflexionar, de ir a las profundidades, implica que los afectados solamente logran subsistir en la superficie de sí mismos, chapoteando en sí mismos, sin poder ir más allá, ni más adentro. Ellos representan una horrible tragedia: la de ser incapaces de autoconocerse, pero al mismo tiempo, no poder pensar en otra cosa que no sea en sí mismos.

De ahí viene el complejo de inferioridad del que hablamos antes, de ahí el terror a que sus errores sean exhibidos, de ahí la incapacidad de admitir una equivocación. Y de ahí también su furia, su mordida, el desprecio y la sorna. 

La superficialidad de la que hablamos se demuestra frecuentemente en el tono de seriedad con que los zombis hablan de sí mismos. Ellos se toman a sí mismos demasiado en serio, porque creen que el mundo gira a su alrededor. Son tan importantes (eso creen) que los demás debemos manifestarles respeto. Se conducen con solemnidad y se hinchan de orgullo cuando se les muestra deferencia, se les extienden consideraciones especiales, se les “da su lugar”. Son el tipo de individuos que “no admiten irreverencias y majaderías”, que llaman a otros “insolentes” cuando “osan” importunarlos. Son tan importantes que no pueden perder el tiempo en boberías, no toleran la descortesía de quienes no les rinden pleitesía, llaman fatuos a los individuos más sencillos y creen estar destinados a la grandeza. Son el tipo de gente que no se distrae con asuntos tan mundanos como el juego y la risa. Son tan serios, tan importantes, tan grandiosos que (ya lo veíamos venir) no tienen sentido del humor. 

Mucho mejor que yo, lo dice Amos Oz, un autor que hay que leer y releer hoy más que nunca: “tener sentido del humor implica ser capaz de reírse de uno mismo”. Los zombis, al habitar solamente la superficie sin sumergirse nunca en las profundidades, son especialmente vulnerables a la opinión de los demás. En su fragilidad no admiten, bajo ninguna circunstancia, insinuaciones directas o indirectas que muevan a la risa, porque para ellos significan una afrenta personal. Confunden el buen humor y la risa con la burla o la frivolidad. Pero la habilidad de reírse de uno mismo requiere —como enseña Oz— la capacidad de imaginarse en la piel del otro. Cuando se desarrolla esta capacidad, que hoy todos reconocen por el nombre de empatía, y que no es otra cosa que una imaginación bien activa, se desvanece el carácter fatalista del error, porque se construye un puente hacia los demás que permite mirarse a uno mismo desde la posición del otro, y ello revela la vulnerabilidad propia, los defectos, errores y derrotas y  mueve —debería mover a la risa.  

Llegó la hora, amigos lectores, del autoexamen:

¿Cómo califica su propio sentido del humor? ¿Con qué frecuencia se abandona a la bien merecida carcajada con los alumnos? ¿Juega con regularidad? ¿Hace deporte? ¿Se divierte? ¡Atento, no es lo mismo divertirse que entretenerse! (de eso hablaremos después). ¿Cuántas selfies se toma al día? Un consejo de este experimentado cazador de zombis: no se tome a usted mismo tan en serio, no se tome las cosas tan a pecho y vuelva a reir (¡reir! ¡no burlarse!) hasta que le duela el estómago. 

Seguimos en lo nuestro, un zombi a la vez.