El cristianismo como límite al poder
14/12/2023
Autor: Dr. Jorge Medina Delgadillo
Cargo: Vicerrector de Investigación

Debió ser revolucionario. De hecho, lo sigue siendo. Porque pensar que en tiempos de Octavio, el Augusto, de Tiberio y de Calígula, de Claudio o de Nerón se alzara un grupo –insignificante a los ojos de la estadística y del censo, de la economía y de la expansión del Imperio– y que ese grupo predicase cosas tan chocantes y revolucionarias como:

  1. Todos somos iguales en dignidad y valía, porque todos somos hijos de un mismo Dios, por eso nuestra relación es de fraternidad.

El Imperio enseñaba que había castas y divisiones sociales, patricios-plebeyos, libertos-esclavos, ciudadanos-colonos, ricos (honestiores)-pobres (humiliores). El cristianismo se presentó como subversivo del status quo

  1. Todos fuimos creados libres. Nuestra libertad llega al colmo de poder decir ‘sí’ y dejarnos traspasar por el Infinito, o incluso decir ‘no’ por toda una eternidad al Omnipotente. Nunca el mundo pagano pensó tal y tanta libertad. ¡Nunca!

El Impero pedía que se adorase al César. Incienso, hecatombes de toros cebados, fiestas en honor de los dioses del monte Olimpo y de los dioses de la colina del Palatino. Se confundía la trascendencia con la inmanencia. En cambio, el cristianismo distinguió entre Dios y el César, y aunque obedecía al segundo, sólo adoró al primero. Cecilia, Águeda, Inés, Jorge, Cosme, Sebastián… todos ellos dijeron “no” al poder en turno que exigía lo que sólo a Dios se debe. Su santo martirio, en cierta medida, indica la impotencia de todo un aparato de Estado que no pudo doblegar una simple voluntad.

  1. Todos estamos de paso por esta vida; la verdadera Patria está allende los sepulcros. Se accede a las habitaciones imperecederas dando pan y agua a los más pobres, ropa a los que tiritan de frío, visitando a los culpables encarcelados y estando en el lecho de los enfermos y moribundos.

El Imperio, al no creer en el Cielo, quiso hacer de este mundo el cielo. Cuando el horizonte es lo inmediato y lo presente, todo se sacrifica en el altar del placer. Si todo termina en la tumba, ¿qué sentido tienen el esfuerzo, la virtud, el sacrificio y el honor? Roma pagó muy caro el que se amputara el sentido de trascendencia y sólo quedara la búsqueda frenética de placer aquí y ahora. Roma fue devastada a causa de su propia maldad –así argumentaba san Agustín en su De excidio urbis romae–. Veamos nuestras ciudades, analicemos la causa de tanta violencia, robo, feminicidios e injusticias.

El cristianismo fue todo menos dócil. Fue incómodo. Cuestionó las costumbres, las opiniones compartidas, el pensamiento único. Impugnó leyes, interpuso querellas, cimbró certezas. Como muestra un botón: Calixto fue Papa mientras Heliogábalo era emperador de Roma. Este jovencito venido a Rey gustaba de los placeres más perversos y fue famoso por su crueldad. El emperador-sacerdote sacrificaba niños a El-Gabal, deidad que remplazaba a Júpiter; Calixto, el esclavo que llegó a ser Papa, rescataba inocentes. Calixto defendió la verdad y la vida con palabras y también con los puños. Dio la batalla y no se amedrentó ante los poderes. 

Al igual que Cristo, el cristianismo siempre predicó la mansedumbre. Por paradójico que parezca, es así. Lo que pasa es que cuando a Cristo le ‘tocaron sus amores’ (el Templo convertido en mercado), entonces la mansedumbre mostró su anverso: santa cólera. La ‘justa indignación’ es la virtud que nos permite saber la línea entre lo que se tolera y lo que no. Porque si yo tolero que vituperen a mi esposa y yo callo, entonces de mi silencio y pusilanimidad se comprende el poco o nulo amor que le tengo a ella. Y así como uno no puede encenderse por todo (iracundos), así tampoco puede encogerse de hombros por todo (cobardes).

No quiero hacer un juicio que polarice, sino busco poner un ejemplo para generar el contraste. Eugenio III convocó una de las primeras cruzadas. Muchos hoy son críticos, otros más hasta se escandalizan de la intención de liberar la Tierra Santa con acero y sangre. Según cálculos de la OMS, al año hay 73 millones de abortos (200 mil al día, el equivalente a una ciudad entera cada atardecer). El aborto pretende liberar a un embrión humano y a su madre del sufrimiento. ¿Por cuál liberación hoy nos encogemos de hombros?

Es hora de recordar que hay batallas por las cuales vale la pena aventurar la vida, alzar la voz, hacer revolución. Hay otras por las cuales no –por cierto, son la mayoría–. Los que acometen las primeras se llaman héroes; los que se aventuran por las segundas, patéticos.