El nivel cultural en Puebla, a la luz de un concierto
11/04/2024
Autor: Dr. Herminio S. de la Barquera y A.
Cargo: Profesor Investigador Escuela de Relaciones Internacionales

Hace unos días, el sábado 30 de marzo, tuve la oportunidad de asistir a un concierto que se efectuó en las instalaciones del Museo Internacional del Barroco, en esta ciudad de Puebla. Los protagonistas de este acontecimiento fueron: la Orquesta Filarmónica de Puebla, bajo la batuta del director invitado Jorge Vázquez, y la violinista neozelandesa Amalia Hall. El programa, muy atractivo, estuvo conformado, en la primera parte, por la “Fanfarria para el hombre común” (“Fanfare for the Common Man”), del compositor estadounidense Aaron Copland (1900-1990); a ella le siguió el célebre concierto para violín y orquesta de Ludwig van Beethoven (1770-1827). Después de la pausa de rigor, escuchamos la 8ª sinfonía del compositor checo Antonin Dvořak (1841-1904).

Me permitiré ahora, con la amable anuencia de mis cuatro fieles y amables lectores, exponer mis impresiones acerca del trabajo de la orquesta y de sus invitados, para concluir con algunos comentarios acerca del público y de los organizadores, lo que me permitirá presentar unas observaciones acerca del nivel cultural de una de las ciudades más grandes e importantes de México, como lo es sin duda la otrora llamada “Puebla de los Ángeles”.

La obra con la que inició el concierto, escrita por Copland para cornos, trompetas, trombones, tuba y percusiones, puso al descubierto uno de los puntos flacos que la orquesta tiene y sobre el que hay que trabajar mucho: la sección de metales. Particularmente hay que prestar mucha atención a la afinación en las trompetas y cornos, además de que los trombones siempre tocaron muy fuerte, opacando al resto de la agrupación y desequilibrando la arquitectura de la pieza musical.

El concierto para violín de Beethoven nos deparó una muy agradable sorpresa, pues la solista, Amalia Hall, es en verdad de primerísimo nivel. No solamente domina a la perfección las dificultades técnicas de la obra, sino que su fraseo y dinámica son muy claros y atinados. Desafortunadamente tuvo que lidiar con dos problemas no menores, pero no atribuibles a ella: el público hacía muchísimo ruido (ya volveremos a ello más adelante) y a la orquesta le faltó más trabajo fino en los matices, la afinación y en el diálogo con la solista. Es así que, en ocasiones, los tenues matices dinámicos de Hall no hallaban respuesta en la orquesta, que tendía a tocar muy fuerte o a media voz.

Ya en la segunda parte de la velada, la orquesta se sintió más asentada y segura. La maravillosa octava sinfonía de Dvořak no es una obra fácil, al contrario: exige de los músicos disciplina en el fraseo, control de la afinación en los agudos y pensar en grandes arcos melódicos. Es particularmente difícil de interpretar porque la obra expresa muy diversos estados de ánimo. Yo temía que los metales fuesen a tener problemas en el último movimiento de la sinfonía -después de haber escuchado la obra de Copland-, pero afortunadamente me equivoqué y las fanfarrias finales de la octava sinfonía salieron bastante bien. Me parece que el segundo movimiento (Adagio) estuvo muy bien montado y entendido por el director invitado y por la orquesta, aunque quizá les faltó más tiempo de ensayo para que los pasajes en pianísimo, por ejemplo, sonaran más afinados y precisos.

Es importante señalar que esta Orquesta Filarmónica de Puebla (OFP) nace de un anhelo de los mismos músicos para crear un punto de encuentro y de realización artística. Es decir, la OFP no depende de ninguna institución oficial ni recibe subsidio alguno, por lo que es muy loable la labor que realizan, particularmente en un país en donde no forma parte de la cultura popular asistir a conciertos sinfónicos, según podemos leer desde hace años en las encuestas de intereses culturales que levanta (o levantaba) el gobierno federal. Quiero agradecer al maestro Antonio Centeno, violinista y director administrativo de la OFP, por la amable información que me proporcionó al respecto. Les deseo mucho éxito en esta ingrata pero muy necesaria labor.

Por eso mismo se ve que los músicos de la OFP tocan con entusiasmo –que transmite muy bien la concertino, por ejemplo-, pero hace falta trabajar mucho en varios aspectos técnicos: unificación de la arcada, del fraseo, de la afinación, etc. Creo que con la dotación que ahora tiene la orquesta puede lograrse mucho, pero debe ser un trabajo continuo, sin exabruptos ni interrupciones. Ojalá, por cierto, tuvieran un violonchelo más, ya que en el concierto solamente tocaron tres cellistas, cuando había tres contrabajos, tres trombones y una tuba, por lo que el ámbito de los graves de la orquesta no estuvo equilibrado. Habría hecho falta al menos un violonchelo más. Mi conclusión: con el entusiasmo de la OFP se puede hacer mucho, sólo hace falta encauzarlo bien y mantener un trabajo de manera permanente y a mediano plazo, de la mano de un director que vaya puliendo el sonido, ajustando lo que tenga que ajustarse y logrando un espíritu de cuerpo que toda agrupación musical requiere. Directores jóvenes y pacientes como el maestro Jorge Vázquez pueden ayudar para lograr alcanzar estos objetivos.

En cuanto al público, tenemos que confesar, lamentablemente, que salió reprobado. Como lo saben mis cuatro fieles y amables lectores, personas cultas y preparadas, hace muchos años hubo un esfuerzo muy notable para traer a Puebla buena música –clásica, jazz, etc.- de la mano de un gran personaje: Paco Sánchez Díaz de Rivera. La celebración de los festivales llamados “Puebla Ciudad Musical” logró poco a poco crear un público que disfrutaba de la buena música en sus diferentes manifestaciones. Sin embargo, con el tiempo este esfuerzo no halló eco alguno en los diferentes gobiernos y el asunto se acabó. Y con ello, el público dejó de formarse.

Otro gran personaje en la Puebla de hace unas décadas y que buscaba igualmente formar públicos fue Toño Durán, en la BUAP, quien organizaba excelentes temporadas de conciertos. Eso también se acabó. Y no sólo eso: si uno va a los conciertos que organiza ahora la BUAP en el Centro Cultural Universitario, se va de espaldas: la gente puede entrar con alimentos y bebidas a la sala de conciertos, aplauden cuando se les antoja o creen que ya acabó, parlotean todo el tiempo, etc. Así que los esfuerzos por crear público desde la universidad pública tampoco fructificaron.

La Orquesta Sinfónica del Estado de Puebla también logró algunos puntos buenos cuando ofrecía conciertos en el Auditorio de la Reforma, en donde se fue formando un público bien educado y asiduo. Al cambiar esto y celebrar ahora los conciertos en el antiguo Hospital de San Pedro, mucha gente dejó de asistir, debido a lo impráctico e incómodo del lugar, por lo que ya no puedo hacer más comentarios al respecto. 

Así que, terriblemente, la ciudad de Puebla, la cuarta en importancia en el país, no sólo carece de una orquesta sinfónica de primer nivel, equiparable a la Orquesta Sinfónica de Xalapa, por ejemplo, sino que ni siquiera puede presumir de tener un público culto y receptivo a la música. Eso lo podemos ver si asistimos a los esporádicos conciertos que en la ciudad se celebran: la gente habla, hace ruido todo el tiempo, no sabe que sólo se aplaude cuando termina la obra completa, no al concluir un movimiento, entra a la sala de conciertos con niños pequeños e incluso de brazos, ya no regresa para la segunda parte, etc. Como ejemplo penoso, permítanme citar lo que ocurrió en el concierto del pasado 30 de marzo, motivo de esta columna: durante la ejecución de la 8ª sinfonía de Dvořak, el director de la orquesta tuvo que volverse al público y pedir que cesara el ruido, pues, de lo contrario, la orquesta abandonaría el recinto.

Es aquí en donde las diferentes instituciones públicas y privadas tenemos mucho que hacer: en la formación de públicos. Nunca como ahora (mejor dicho, nunca como hasta antes de este sexenio federal) había habido tantas becas y apoyos para la formación musical en nuestro país. Pero lo que sigue haciendo muchísima falta es que haya públicos para escuchar la enorme cantidad de obras de música que se producen en México. Tenemos muchos músicos y poco público. Y muchos de los que –quizá por equivocación- asisten a un concierto, no saben comportarse. El sábado, en el concierto de marras, una señora incluso sacó unas papas fritas para tranquilizar a sus polluelos. Parece que se abandonó la sala cuando el maestro Vázquez amenazó con salirse con toda la orquesta.

Pero allí debería haber intervenido el equipo del museo: a la sala de conciertos no pueden asistir niños pequeños ni bebés (porque también se coló uno, por cierto). Y, al leer el programa para el público, debemos ser claros: si gustan aplaudir, se hace hasta el final de los tres movimientos (lo común en un concierto para solista y orquesta) o de los cuatro (lo común en el caso de una sinfonía), no cuando termina un movimiento. Cierto es que antes era diferente: es muy interesante, por ejemplo, leer las cartas que escribe Wolfgang A. Mozart a su padre Leopold con motivo del estreno de su sinfonía “París” (junio de 1778), en la capital francesa. Mozart se divierte describiendo las reacciones de los asistentes, que aplaudían cuando algo les gustaba, incluso en medio de la música, o se admiraban de los pasajes en pianísimo y se miraban unos a otros, atónitos ante las filigranas de los segundos violines. Cuando Beethoven estrenó su séptima sinfonía (1813), la gente se levantó a aplaudir el segundo movimiento (¿recuerdan Uds. la película “El discurso del rey”?), por lo que la orquesta tuvo que repetirlo. Lo mismo le pasó a Debussy en el estreno de su “Preludio para la siesta de un fauno”, en 1894. Así que una cosa es aplaudir porque me gustó y una muy diferente es creer que ya terminó y entonces tengo que aplaudir.

Así que nuestra gran tarea, institucional y personal, es la formación de públicos: público para la música, para el ballet, para las artes plásticas, para el teatro. Cierto: en un país con una decreciente inversión pública en arte y cultura y con una sociedad muy poco interesada, el trabajo es cuesta arriba. ¿Pero qué cosa no es cuesta arriba en México?