Quid ei potest videri magnum…
27/06/2024
Autor: Dr. Jorge Medina Delgadillo
Cargo: Vicerrector de Investigación

Al gran Cicerón se debe una sentencia que reza así: “Quid ei potest videri magnum in rebus humanis, cui aeternitas omnis, totiusque mundi nota sit magnitudo” (“¿qué puede parecerle grande en los asuntos humanos a quien conoce toda la eternidad y toda la inmensidad del mundo?”)

La frase del Cónsul romano suelta a bocajarro una gran verdad: cuando contemplamos un horizonte enorme, cuando admiramos la grandeza del universo o cuando repasamos la historia en sus siglos… y luego posamos la mirada en “nuestros problemas” o “nuestros triunfos”, estos adquieren su justa medida, a saber, la pequeñez.

La humildad es fuente de sabiduría. La humildad es un término que hace referencia al ‘humus’ o tierra. Recuerdo una canción de Facundo Cabral: “vuele bajo, porque abajo, está la verdad…” Abajo está la tierra, ese humus que nos hace sencillos, que nos baja de las nubes de la soberbia y la vanidad para atarnos a esta realidad de bellezas simples, pero a la mano. El ‘arriba’ de la ambición y de la indiferencia nos instala en el mirar despectivo y arrogante, pues en ese lugar –tiene razón Cabral– no está la verdad (ni el bien, ni la belleza).

Pero la ambición de poder y la soberbia no son el único ‘arriba’. Hay otro: el de la trascendencia, y equivale al ‘arriba’ al que nos invita Marco Tulio Cicerón. Ese ‘arriba’ es el punto de fuga necesario para adquirir perspectiva, objetividad y claridad.

La frase de Cicerón solía inscribirse en mapamundis. Si alguien contempla el mapa del orbe entonces sabe que su ciudad es un pequeño punto, y su calle, un pequeño punto dentro de ese punto, y ni qué decir de su casa, en medio de tal calle: una mácula del punto; incluso a él mismo dentro de su casa: un microbio (nunca mejor usado ese vocablo). ¡Ver mapas da salud de espíritu y previene de la vanidad!

Ese micro-bio que soy yo, tengo, a mi vez, un poco de vida, y en ese tiempo pequeñísimo en que he vivido, he adquirido un poco de saber y un poco menos de virtud, que tal vez me dan un poco de mérito, pero casi nada… Cuando estudiaba en la secundaria medidas de longitud, aprendí que un metro contenía mil milímetros (un milímetro aún se percibe con la vista), y que un milímetro contiene mil micras (esas ya necesitan un microscopio para observarse), y que una micra tiene mil nanómetros; y que en un nanómetro caben mil picómetros. ¿Cuáles serían las unidades de medida más precisas para medir mi saber o mi bondad? ¿Qué tan grandes son mis problemas como para hacer aspavientos de enojos, desatar tempestades de indignación y justificar mi jeta amargada todo un día? “Quid ei potest videri magnum…”

También la sabiduría hebrea nos regaló distintas expresiones para mostrarnos nuestro verdadero tamaño existencial. A mí me gustan las siguientes: “No temas, gusanito de Jacob, oruga de Israel, yo mismo te auxilio –oráculo del Señor–. Tu redentor es el Santo de Israel” (Is 41,14). ¿Qué es el pueblo escogido? ¡Un gusano! ¡Una lombriz! Otros versículos continúan la idea: “Mira, si ni siquiera la luna tiene brillo ni las estrellas son puras ante sus ojos, cuánto menos el hombre, esa larva; el hijo de hombre, ese gusano” (Jb 25,5-6).

Sería impropio terminar la columna con una suerte de pesadumbre y depresión (por más realista que así sea nuestra medida como humanos). Un soneto de Quevedo concluye con una idea bastante bien lograda:

su cuerpo dejará, no su cuidado;

serán ceniza, mas tendrá sentido;

polvo serán, mas polvo enamorado.

 

El humus, el polvo, la tierra, el gusano, la larva, la pequeñez, el nanómetro, toda nuestra finitud… puede vivirse en clave de amor. El amor hace importantes todas las cosas, incluso las pequeñitas. El amor que pongamos en cada acción y palabra nuestra será el que torne nuestra pequeñez en grandeza, pues esta pequeñez –que somos cada uno de nosotros– fue amada y traspasada por un Amor infinito que la volvió digna… sí, infinitamente digna y hermosa.