Sin la belleza, no sé si lo logremos
19/07/2024
Autor: Dr. Jorge Medina Delgadillo
Cargo: Vicerrector de Investigación

Es sabido que lo bello suscita admiración y que lo admirable nos deja en pasmo. Pero no sólo lo bello tiene efectos en la suspensión del juicio o en la calma que provoca su contemplación, lo bello también forma y transforma al sujeto que se asombra ante su presencia.

Si es verdad que la belleza se ofrece a los ojos preparados, es decir, al espíritu que tiene una determinada sensibilidad para conmocionarse ante su manifestación, no menos cierto es que, a su vez, la belleza forma esa sensibilidad, es decir, a mayor frecuencia, contacto y contemplación con lo bello, el espíritu adquiere esa capacidad de estremecimiento y de estupor. Lo bello nos invita a apreciar el silencio, pues el silencio es la condición de la contemplación.

La admiración es distinta a la posesión. La admiración guarda la distancia. El que se asombra con una puesta de sol, con los pétalos aterciopelados de una orquídea, con una pieza de orfebrería o con una sinfonía de Haydn, se mantiene en una casta distancia con lo bello: no lo maltrata, no lo atesora, no lo malluga, no lo bebe de un sorbo.

Lo bello nos fascina. Lo bello tiene un poder de atracción que siempre vale la pena tener presente.  Alguna vez le escuché al maestro Juan José Arreola una cita de André Guide que afirmaba: “Crea una forma bella, porque una idea más bella todavía, vendrá a alojarse en ella”. Arreola traía a colación la frase para explicar qué es poesía, que no es otra cosa que la manifestación más bella de la que es susceptible una verdad. Nos falta hacer fascinante y bella la verdad; pues si la presentamos de manera aburrida, intrascendente o fea, flaco favor le hacemos.

El culto y la liturgia, cuando se revisten de la belleza del arte sacro –pensemos en alguna polifonía de Palestrina o en algunos mosaicos de Rávena– nos aproximan al misterio. La belleza no desvela ni resuelve el misterio, simplemente nos posiciona en su interior: nos sumerge en él. Más aún, la belleza es uno de los vehículos por los cuales el misterio acontece, nos penetra y nos habita.

Lo bello también tiene efectos en la moralidad de las personas. El bien y la virtud son armónicos: hay encanto y hermosura en la generosidad; hay decoro en la justicia; hay gracia la templanza y elegancia en la valentía. La virtud no es otra cosa que el buen gusto del alma. Todos conocemos la belleza del rostro de quien es una ‘buena persona’: un brillo en la mirada acompañado de una serena sonrisa. Por el contrario, la maldad es repulsiva, informe, fea.

La Universidad tiene que acudir con más frecuencia e intención a la senda de la belleza si es que quiere formar integralmente a sus estudiantes. Por muy dignos y valiosos que son ciertos espacios como el museo y los talleres de bellas artes, no podemos reducir la exposición a la belleza a visitarlos. Debemos generar entornos y ambientes bellos en toda la Universidad. Y esto comienza por nuestro lenguaje, por la cadencia y profundidad de nuestras palabras, por los ejemplos vistos en clase, ¡por frecuentar a los Clásicos!, por nuestro vestir y andar, por nuestros modales, por nuestra remisión a las obras maestras del arte, por la contemplación de la naturaleza (desde el canto de las aves al amanecer hasta la puesta del sol al atardecer), por la infraestructura, por la limpieza y cuidado de las instalaciones, por las áreas verdes, etc. Nos estamos quejando cada vez con más frecuencia de lo difícil que resulta educar a las nuevas generaciones: ¿ya agotamos el camino de la belleza (via pulchritudinis)?

La UPAEP debe ser un oasis de belleza. Estudiar aquí debe ser una continuada experiencia de contemplación de lo bello en su más amplia gama y en su más radical profundidad.  Sin la belleza, no sé si lograremos educar; con la belleza, la osada pretensión al menos me parece posible.