Escuché una entrevista que tuvieron hace poco algunos intelectuales en la Ciudad de México con el Cardenal Tolentino y me llamó la atención una frase de Mauricio Beuchot (doctor honoris causa de nuestra Casa de Estudios). Sobre esa frase versa esta columna.
El Dr. Beuchot, fraile dominico y tal vez uno de los mejores filósofos mexicanos, si no es que el mejor, comentó que hace mucho se pedía de los filósofos que “demostraran”, pero que hoy ya no era así, que hoy se nos preguntaba acerca del “sentido”.
Lo que don Mauricio afirma acerca de los filósofos, es muy interesante y lo podríamos aplicar a todos los intelectuales. Recuerdo, cuando cursé en la licenciatura las clases de teología natural (teodicea) y de metafísica, que estudiábamos los argumentos para demostrar la existencia de Dios. En el posgrado recuerdo grandes clases de W. Redmond formalizando argumentos de san Anselmo, santo Tomás y Edith Stein al respecto. Yo mismo como profesor he enseñado “demostraciones” en temas de ética, lógica o metafísica y me gusta ayudar a desarrollar esta competencia en mis estudiantes. Para Aristóteles, demostrar no es otra cosa que hacer ciencia. En efecto, una cosa es saber que algo ocurre, a saberlo y además dar cuenta de por qué ocurre; a lo primero la tradición le llamó conocimiento “quia” (conocimiento de hechos), a lo segundo, “propter quid” (conocimiento de hechos y de sus causas, es decir, ciencia).
Ahora bien, el Dr. Beuchot pone de manifiesto que las preguntas que la comunidad de científicos y la sociedad en general hacen a la filosofía ya no son dudas que se contestan satisfactoriamente con meras demostraciones, sino dudas acerca del sentido. El sentido inquiere sobre los fines, sobre los motivos, sobre las expectativas. Hemos dejado de gravitar en torno a la pregunta “¿por qué?” para girar en torno a la pregunta “¿para qué?”
Hay tres grandes pensadores de la segunda mitad del siglo XIX: Marx, Freud y Nietzsche. Paul Ricoeur los llamó “los maestros de la sospecha”. Ellos representan, de manera interesante, ese tránsito del que estamos hablando. Marx estaba obsesionado en el porqué de la injusticia humana y creyó encontrar respuesta satisfactoria en la estructura misma del sistema económico imperante; el resto de la historia, la conocemos todos. Sigmund Freud, a su modo, también estaba obsesionado por encontrar el porqué de las neurosis personales y también de las colectivas, de ese “malestar de la civilización”, latente y presente en todos los niveles, desde el personal-conductual hasta el social-cultural. En Nietzsche, en cambio, se opera un giro interesante: la búsqueda de sentido a la par del abandono a la demostración.
Nietzsche dirigió su mirada al “para qué”. Si bien su propuesta al final implica una suerte de neodarwinismo social, conjugado con el relativismo de las hermenéuticas infinitas de la realidad y de un anarquismo axiológico, lo cierto es que recolocó de nuevo el ansia por el “sentido”: ¿Para qué estudias lo que estudias? ¿Para qué oras a tu Dios? ¿Para qué trabajas tantas horas al día? ¿Para qué gastas en eso y no en aquello? ¿Para qué sigues con la misma mujer? ¿Para qué lees y escribes? ¿Para qué das esas batallas? ¿Para qué sigues viviendo y no mejor te das un tiro? ¿Para qué…? Las preguntas nietzscheanas son una metralla a nuestras costumbres casi irreflexivas y borreguiles. ¡Y es sano preguntarse así! Es sano estar en ese paredón, por supuesto, saliendo bien librado. Porque de no hacerlo, cobraremos cruel conciencia de nuestra desdicha, idiotez y sumisión. Constataremos el peso del sinsentido y, ¡cataplum!, que a nuestra vida se la lleve el carajo y al mundo la tiznada.
¿Por qué muchos jóvenes —y también muchos adultos y ancianos— están transidos de desilusión, llenos de indiferencia por lo que sucede en el mundo? ¿Por qué a muchísimos jóvenes no les hierve la sangre ante la injusticia? ¿Por qué el desinterés por la política de su país? ¿Por qué pasan cientos de horas en videojuegos en vez de ir a bibliotecas, laboratorios o talleres de bellas artes? Porque no hay sentido, ¡porque no hay para qué hacerlo! Cuando haya un para qué, decía Viktor Frankl (retomando a Nietzsche), entonces todo se esclarece, y ya no importan los cómos; los humanos nos las ingeniamos para sortear obstáculos. El que tiene un para qué, tiene luz en su camino, tiene fuego en su corazón. Cuando una vida tiene sentido, entonces se vive con pasión.
Los que me conocen saben que no soy nietzscheano, y que discrepo casi en todo del gran pensador alemán, no obstante, el giro que imprimió a su pensamiento, con sus filias y sus fobias, es lo que hoy vivimos y constatamos en las aulas y en los hogares. ¡El siglo XXI es nietzscheano! Con algún alumno platicaba que no se puede comprender bien a bien la génesis de UPAEP si no se comprendía que ella fue un revulsivo social respecto a la ideología comunista imperante en la segunda mitad del siglo XX. Pues bien, no creo equivocarme al afirmar que el comunismo ha cedido su lugar a un montón de ideologías todas ellas de matriz nietzscheana. O nos recolocamos, o estamos fuera de la jugada. Sobra decir que la propuesta cristiana es, ante todo, una propuesta de sentido, convincente y esperanzadora. ¡Cuántas veces Benedicto XVI nos repitió eso!
¿Has jugado el juego de cartas llamado “UNO”? Pues bien, en su turno, Nietzsche cambió el color que se estaba jugando, ahora ya todo es a su color. Pero eso no significa que hayamos perdido el juego, sólo debemos repensar la estrategia, acomodar de nuevo nuestras cartas, sonreír y continuar. Ofrezcamos las respuestas que el mundo hoy demanda. Y hagámoslo con claridad, con arrojo y con testimonio.