A causa de una tertulia sobre C. S. Lewis con el Dr. Carlos Águila y nuestro capellán, el P. Gabriel Meneses, en estos días escuché el audiolibro de Cartas del diablo a su sobrino, una obra que desde que estudié la licenciatura me ayudó mucho a comprenderme y a reflexionar sobre el peso que realmente tiene lo trascendente en contraste con la importancia que yo le daba.
Las treintaiún cartas que el demonio Escrutopo dedica a su sobrino Orugario son simpáticas y profundas, y en todas, en cierta medida, somos desnudados al tener conciencia clara de los mecanismos de la tentación dirigiéndose a esos puntos flacos que tenemos, los cuales nos parecen tan exclusivos y personales siendo que, más bien, son comunes a todo el género humano.
La carta 27 me parece especialmente puntiaguda para nosotros los que nos dedicamos a la investigación de los saberes: pedagogos, médicos, físicos, historiadores, biólogos, matemáticos, filósofos, politólogos, teólogos, ingenieros... Transcribo el párrafo final:
[…] Sólo los eruditos leen libros antiguos, y nos hemos ocupado ya de los eruditos para que sean, de todos los hombres, los que tienen menos probabilidades de adquirir sabiduría leyéndolos. Hemos conseguido esto inculcándoles el Punto de Vista Histórico. El Punto de Vista Histórico significa, en pocas palabras, que cuando a un erudito se le presenta una afirmación de un autor antiguo, la única cuestión que nunca se plantea es si es verdad. Se pregunta quién influyó en el antiguo escritor, y hasta qué punto su afirmación es consistente con lo que dijo en otros libros, y qué etapa de la evolución del escritor, o de la historia general del pensamiento, ilustra, y cómo afectó a escritores posteriores, y con qué frecuencia ha sido mal interpretado (en especial por los propios colegas del erudito) y cuál ha sido la marcha general de su crítica durante los últimos diez años, y cuál es el “estado actual de la cuestión”. Considerar al escritor antiguo como una posible fuente de conocimiento —presumir que lo que dijo podría tal vez modificar los pensamientos o el comportamiento de uno—, sería rechazado como algo indeciblemente ingenuo. Y puesto que no podemos engañar continuamente a toda la raza humana, resulta de la máxima importancia aislar así a cada generación de las demás; porque cuando el conocimiento circula libremente entre unas épocas y otras, existe siempre el peligro de que los errores característicos de una puedan ser corregidos por las verdades características de otra. Pero, gracias a Nuestro Padre y al Punto de Vista Histórico, los grandes sabios están ahora tan poco nutridos por el pasado como el más ignorante mecánico que mantiene que “la historia es un absurdo.” Tu cariñoso tío, Escrutopo.
¿De verdad acudimos a los antiguos como fuente de verdad y como pozo de sabiduría?, ¿o ya está inoculada en nosotros la inmunidad de lo que Lewis denomina “punto de vista histórico”? Esa inmunidad hace al erudito impermeable a la verdad y, por tanto, a la sabiduría.
¿Cuál es mi actitud al leer a Platón o a Boecio, a san Agustín o a Levinas, a Kant o a Viktor Frankl? ¿Situarme “a la distancia” de ellos? ¿Desviar la mirada de lo que pueden enseñarme aquí y ahora para distraerme con fechas, comparaciones y eruditas notas al pie? ¿Cuánto de lo muy bueno que he leído lo he llevado a mi vida? ¿Cuántas extraordinarias ideas filosóficas que han pasado por mis ojos han germinado en mi corazón? ¿Mis investigaciones han calado hondo en mi existencia? ¿Soy mejor persona al tener contacto con el saber? ¿Qué hago instintivamente cuando me encuentro con algo bello, profundo, hermoso y sabio? ¿Lo transformo en un “paper” juntándolo con otros conocimientos que ya poseo? ¿Me dejo interpelar por la sabiduría o la vuelvo mera erudición, inoculando así su potencial transformador en mi vida?
A esas preguntas complicadas sigue otra más punzante: ¿cuál es mi actitud con la Sabiduría Revelada? ¿Cada parábola del Evangelio –que en cierta medida fue dicha para mí– la esquivo con artilugios mentales? ¿Las exigencias y críticas de Jesús a los fariseos pienso que le quedan requetebién a mis colegas y vecinos, a mis jefes y subordinados, en fin, a todos excepto a mí?
¡Cuánta razón tiene el demonio Escrutopo! Estamos quedando aislados de las generaciones pasadas, de su sabiduría y sensatez. Nos estamos perdiendo la oportunidad de aprender a vivir bien, y todo porque no creemos que en ellos lata la verdad, esa que tanto anhela nuestro corazón. Si tuviéramos conciencia de esto, tomaríamos con reverencia la tradición y sus clásicos que están allí, esperando a despertar nuestras vidas, a excitar nuestras mentes y a colorear nuestras esperanzas.
Espero se entienda bien lo que voy a decir: tener un Memorial Universitario (tan atractivo y completo) como el que tenemos sobre nuestra historia es fabuloso, pero también puede ser nefasto. ¿Por qué? Porque si sólo acudimos a él para repasar el pasado, para consultar fechas y nombres, desempolvar anécdotas y hacer líneas del tiempo, pero salimos de allí como de una casa de antigüedades, entonces nuestra actitud nos desconecta de la generación que fundó nuestra Universidad, nos desconecta de sus ideales, de su temple y de su espíritu, nos quita la posibilidad de acceder a esa verdad, que fue suya pero que también aguarda a que la abracemos y la hagamos nuestra.
Y, aquí entre nos, me gusta mucho la idea de Escrutopo: “los errores característicos de una época pueden ser corregidos por las verdades características de otra”. ¿Qué verdades laten en nuestra fundación? ¿Qué verdades antiguas están allí, como las brasas, esperándonos a ser resopladas para volver a avivar su fuego siempre joven?
No caigamos en la tentación del “presentismo”, mezcla de ignorancia y arrogancia, que sólo considera las voces presentes como únicas poseedoras de sentido. Por ejemplo, hay católicos avant-garde que sólo consideran como magisterio el del Papa en turno, sin saber que su potencia deriva de estar conectado, gracias a la venerable tradición, a la Verdad, siempre antigua y siempre nueva.
En fin, que no suceda lo que Escrutopo daba por hecho: los eruditos son, de todos los hombres, los que tienen menos probabilidades de adquirir sabiduría.