I
El mentado tema de género tiene al mundo de cabeza. Que si el sexo es biología y el género un constructo social; que si la biología no es cárcel sino más bien un lienzo en blanco; que si en la construcción de la propia identidad no cabe prohibición alguna; que si puede su merced andar jode y jode porque me identifico como perro, gato, loro, quimera, árbol, arbusto, enredadera, carnívora, o como se me venga en gana hacerlo.
La imposición, al final, llegó demasiado lejos. La cultura woke—que no es cultura sino anti-cultura, grito de guerra contra el mismísimo sentido común—predicó su evangelio de la liquidez total. Nadie, hasta donde tengo entendido, visitó la tumba del magnífico Zygmunt Bauman, quien con seguridad no dejó de revolverse en su tumba ante un mundo que, en kafkiana actitud, camina con patas de cangrejo.
No puede dejar de sorprendernos los absurdos a que llegó el movimiento de los “despiertos”. Destacaré aquí solamente un par que se refieren al mundo universitario, dejando que el lector atento decida si investiga o no más allá de este par de sandeces. La avanzada woke convirtió las universidades en casas de intolerancia. Bajo la consigna del daño que producen las palabras—idea que es cierta—algunos resolvieron que era mejor una universidad sin ideas pero reconfigurada como safe place, que una universidad comprometida con la búsqueda de la verdad donde alguien pueda sentirse ofendido u ofendida al cuestionar esta o aquella actitud, idea, preferencia o afirmación. La más absoluta indiferencia respecto de la verdad se convirtió en el soma que la universidad ingiere diligente, disciplinada y mansamente. Mandamos a Platón al basurero, pues, ¿qué diablos íbamos a hacer con un filósofo que afirma que la educación es, primero, un ascenso (violencia clasista y meritocrática) y, segundo, un proceso doloroso (violencia pura y rancia, vulgar sadismo)? Platón, el gran sádico; Platón, el gran totalitario. Popper al rescate de las sociedades abiertas, libres, límpidas… y profundamente estúpidas.
El wokeísmo no aguijoneó solamente a los estudiantes. El veneno debía inyectarse también en los instrumentos de difusión del saber. Así, los journals más importantes del planeta cerraron sus puertas a priori a todo cuestionamiento que se quisiera hacer sobre los axiomas de los “despiertos”. ¿Cree usted, parroquiano medieval, que puede venir a decirnos que los datos y la evidencia sugieren que la familia tradicional es la que mejor garantiza el éxito personal, emocional y profesional de los hijos? ¡Váyase con su ponzoña a otro lado! ¿Le parece sensato cuestionar la solidez lógica de quienes, en uso de esa hermosa libertad, pasan de la disforia de género (un hecho) al desencarne del yo y a un escape espiritualista (un argumento no falsable)? Va-t'en, espèce d'imbécile!
La actualidad nos ha mostrado al liberalismo en su máxima contradicción: a fuerza de perpetuarse, el credo liberal se abrazó de las fórmulas y estrategias que combatió durante siglos como obstáculos a una sociedad libre. ¿No decía John Stuart Mill que toda crítica, toda idea tenía un valor al menos en tanto que, siendo falsa, nos ayudaba a comprender mejor la verdad? ¿No fue Voltaire quien aseguraba a Le Riche: «Monsieur l’abbé, je déteste ce que vous écrivez, mais je donnerai ma vie pour que vous puissiez continuer à écrire»?
Las odiosas estrategias del wokeísmo nos muestran el rostro enfermo de un liberalismo que, ante la imposibilidad de cumplir las grandes promesas que hiciera a la humanidad, terminó convirtiéndose en eso que tanto odiaba, a saber, en vil autoritarismo. Nada nuevo hay, por cierto, en esto: muchísimas de las más importantes aventuras humanas han terminado puestas de cabeza, cometiendo las mismas fechorías que antaño denunciaban.
II
Donald J. Trump es el primer delincuente convicto en convertirse en presidente; regresó después de haber sido derrotado por Joe Biden en quien, por lo que parece, se actualiza la hipótesis de Las intermitencias de la muerte, de Saramago: Biden no muere, quizá, porque la muerte anda de huelga, viaje, vacación, fiesta o silenciosa protesta; Trump es también el primer republicano en ganar el voto popular en un par de décadas—el niño Bush y, después, el primer Trump, ganaron la presidencia sin ganar el voto popular—, obteniendo 75 millones de votos contra 71 de doña Kamala, paradigma del político caricaturizado, del producto mediocre inflado con marketing.
Trump regresa al poder con amplio control sobre las instituciones norteamericanas: su partido domina lo mismo la Cámara de Representantes que el Senado, por decir nada de la Corte Suprema, donde tiene asimismo mayoría de fieles a su proyecto político. Poder absoluto, pues, tanto en nuestro pequeño terruño de violencia, nuestro México ensangrentado, como en el oasis de racismo que es hoy Estados Unidos.
Pero Trump llega con buenas noticias para los conservadores. Ignoremos por un momento su promesa de realizar deportaciones masivas; dejemos de lado el récord de impredecibilidad que caracterizó su anterior gobierno; hagamos caso omiso de lo que sucederá con Ucrania y Palestina bajo la administración del hombre naranja; olvidemos que mister Trump contrata prostitutas y luego paga para callarlas, que es un racista consumado, un prodigio del machismo, un criminal, un antidemócrata y un largo etcétera. Hagamos de lado estas evidencias para enfocarnos en el regalo que le dio a los conservadores de buena cuna, esos llenos de sentido común y ética impoluta.
En días pasados circuló con feroz velocidad entre círculos conservadores la declaración que hiciera Trump de retirar todo apoyo a las políticas de género defendidas por los gobiernos demócratas: revocará las políticas de la era Biden sobre el denominado gender affirming care; instruirá cancelar todos los programas que promueven esta ideología, ya sea a través de ideas o recursos; retirará el apoyo a hospitales que mutilen los genitales de menores; y establecerá que los únicos sexos reconocidos en el país serán los de “hombre” y “mujer”.
No puede existir duda alguna de que proporcionar tratamientos hormonales, psicológicos o, peor, quirúrgicos que afecten definitivamente la vida de niños o jóvenes es un tema de la mayor trascendencia en nuestras sociedades. Quienes quieren defender, por otro lado, el derecho de niños y niñas a “identificarse” como mejor quieran, olvidan, evidentemente, la impresionabilidad de los menores, su incapacidad para tomar decisiones definitivas sobre su vida, e incluso el total desconocimiento, en la experiencia, de lo que significa ser un hombre o una mujer sexualmente maduros. Los niños, digámoslo con toda claridad, son abusados si se les permite tomar decisiones que afectarán su vida de manera permanente cuando son incapaces de entender lo que está en juego.
Trump tiene razón. Y, sin embargo, algo no encaja. La celebración de algunos grupos conservadores parece encubrir un problema, parece querer silenciar un potente veneno. Este veneno está, de hecho, a la vista de todos, pero la sociedad se ha vuelto tan ciega—Saramago nuevamente, pero esta vez el de El ensayo sobre la ceguera—que hoy se muestra incapaz de ver otros colores que no sean el blanco y el negro.
¿Realmente hemos ganado quienes nos oponemos a la brutalidad e insensatez de quienes defienden el derecho de los menores de elegir su género? ¿En verdad ha dado la humanidad un paso hacia adelante con esta decisión de Trump?
No me lo parece. Y digo esto sabiendo que muchos se molestarán—no sería la primera vez, debo reconocer—pensando que estoy en contra de la verdad. Permítaseme decir, primero, con absoluta claridad: llevo años oponiéndome a los peores excesos de la ideología de género, específicamente al transexualismo, que me parece carente de toda lógica. Y, sin embargo, llevó también más de dos décadas tratando de pensar la democracia como el régimen político más compatible con el ethos cristiano.
Quienes celebran a Trump olvidan que detrás de sus afirmaciones se esconde un descomunal pathos autoritario. Trump no preguntó, no dialogó, simplemente ordenó. ¡Bien!, decimos, ya era hora de un poco de firmeza. ¿Y cuando decida arrollar Palestina o abandonar Ucrania; y cuando, antidemócrata como es, desconozca el orden internacional, o proclame la supremacía de los blancos sobre todas las demás razas, o cuando permita a criminales de cuello blanco operar libremente, o cuando abra la puerta al White Christian Nationalism para generar su anticristiano proyecto de una república cristiana? ¿Qué armas tendremos entonces contra un sujeto que, en la opinión de la aplastante mayoría, no puede ser tenido por estable? ¿Con qué cara podremos defendernos de quienes nos acusen de haber apoyado a un autócrata loco?
III
La democracia es molesta, débil, permisiva, diletante y mil adjetivos más. Y, sin embargo, una cosa buscamos los demócratas en este régimen político, a saber, la protección contra la tiranía. Los demócratas no queremos que el estado dicte nuestra moral, ¡incluso cuando quiere darnos la razón!, porque sabemos que dotar de este magnífico poder a un ser humano ha sido históricamente desastroso. ¿Hemos olvidado ya que la Guerra Cristera se luchó, precisamente, contra un presidente que impuso su ideología porque le dio la gana? Los demócratas abrazamos la debilidad intrínseca de la democracia sin que esto implique negar la verdad. En efecto, la democracia-liberal ha cometido el pecado capital de creer que es posible para una democracia funcionar sin una ética pública, que no es otra cosa que el reconocimiento de ciertas verdades elementales para la coexistencia social. El liberalismo es, no nos equivoquemos, el gran culpable de la crisis democrática que estamos viviendo. Y lo es, precisamente, porque esta ideología olvidó que el ser humano no es individuo sino persona, que no es una mónada sino un ser social, y que las ideas más importantes son aquellas que se refieren a la creación de bienes comunes antes que a la comodidad que brinda la cultura consumista. No, la verdad no puede abandonarse. Pero para que esa verdad pueda ser producida, esta tiene que alojarse en la sociedad, jamás en el aparato del estado y sus instituciones.
Lo que olvidan quienes aclaman la política de Trump es que el concepto de ética pública no debe aplicarse al estado, sino que es propio de la sociedad civil. La democracia crea este espacio—arena de discusión pública, de contraste de ideas, etc. —con la intención de que sea ahí donde se debatan las cuestiones éticas que afectan a una comunidad (¡Y qué es la universidad sino el sitio por excelencia donde ocurre esta discusión pública!). Olvidar este pequeñísimo detalle puede generar un océano de problemas. Porque el estado no debe moralizar, bajo ninguna circunstancia. Debe, eso sí, proteger unos derechos humanos que vienen dados por la naturaleza humana y su dignidad. Trump, seamos honestos, no está defendiendo derechos humanos, quiere dominar una ideología con otra, quiere imponerse, quiere ganar.
Sutil diferencia, dirá el cínico de este tiempo, propia de alguien que tiene demasiado tiempo libre, o demasiado privilegio para no actuar en medio de la crisis. Aceptaría sin problema mi estatus de privilegiado… el tiempo es otra cosa. Y, sin embargo, no es el privilegio el que quiere hablar aquí sino la sensatez. Dígase lo que se quiera, la democracia es un sistema mejor diseñado para proteger las libertades necesarias para luchar por el reino de Dios.
Confrontado con una pequeña guarnición de soldados, Jesús reprende a Simón Pedro, quien ha cortado la oreja de Malco: “¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que él no me daría más de doce legiones de ángeles?” (Mt 26:53; cf. Jn 18:36, Mt 4:6, Sal 91:11). Jesús no vence por la vía de la violencia, la imposición o la represión, y esto no porque no pueda sino porque no quiere. Su reino no es uno dominado por el silencioso asentimiento de quien sabe que la espada está sobre su cuello lista para precipitarse sobre él. Su reino es convencimiento, ¡y muchos hubo quienes, incluso después de verlo, escucharlo y admirarse de él, terminaron por no seguirlo! (Mc 10:17-30; Lc 9:59; cf. Mt 21:28-32). Quien celebra la imposición como algo cristiano simplemente ignora secciones enteras del mensaje de Cristo. ¿Y la verdad? La verdad es una persona, Jesús, por quien todo fue hecho y hacia quien todo tiende. Pero no por la fuerza. San Pablo podría añadir: “No paguéis a nadie mal por mal; procurad lo bueno delante de todos los hombres” (Rom 12:17). Al mal del wokeísmo no debemos pagar con el mal del autoritarismo.
Debemos seguir luchando, creo esto firmemente, por convencer a nuestro prójimo de los muchos absurdos y calamidades que hoy se cometen en contra de los más débiles y descartados, al tiempo que nos abrimos al prójimo según la lógica del buen samaritano—sí, Fratelli tutti, una y otra vez. Debemos abandonarnos en Dios, dueño de la historia, que en última instancia conoce el día y la hora. Y debemos entender que las victorias obtenidas por medio de la fuerza, o que prometen nuevas calamidades, son falsas victorias. Dar la mano a un autócrata por coincidir en que a los dos nos gusta la Pepsi es mala idea, creer que alguna secreta conexión nos librará de los peores efectos de una autoridad descarriada, es simplemente desquiciado.
Así que no le agradezco nada, mister Trump. Coincido con la crítica de fondo que hace la política que quiere aplicar, despreciando por completo los medios de que se servirá, sintiéndome profundamente preocupado por lo que este poder absoluto que se le acaba de dar significará para tantos y tantos que hoy siguen siendo invisibles.