Hace unos días estuve en un coloquio sobre Santa Hildegarda de Bingen, una expositora, la Mtra. Lourdes Barahona, recordó un concepto clave en la científica y mística medieval: la “viriditas” (algo así como “reverdecimiento”). Incluso en latín el término verde (“viridis”) se relaciona con los brotes primaverales y su peculiar pigmentación. Sobre esto quiero profundizar hoy.
Pensemos en la primavera. En esta estación todo “reverdece” (se vuelve verde de nuevo). Porque el verdor de los primeros brotes es joven, intenso y vigoroso. La primavera viene después del invierno, estación donde la naturaleza se contrae, donde la mayoría de los árboles, despojados de hojas y frutos, duermen hasta que los vientos fríos no cesen de estremecer sus ramas.
Y así como cuando regresan las condiciones de humedad y calor, y la planta reverdece, como impulsada por una fuerza interna que le anima a la expansión y al fruto, así también sucede en la vida humana. La fuerza divina, su “gracia”, es savia viva que recorre la médula de nuestro espíritu haciendo que toda nuestra persona “reverdezca”. Canta entonces la lengua, sonríe la boca, se alisa el entrecejo, bailan los pies, se agita el marco del corazón, la mente revolotea de ideas creativas, las manos quieren tocar otras manos, los labios besar otros labios, los oídos escuchar el rumor de las aves.
Flaco favor hemos hecho al explicar la “gracia de Dios” como una suerte de velo piadoso que adormila las pasiones y la vitalidad. Todo lo contrario. La gracia es verdor… es el reverdecimiento mismo de todo lo bello, bueno y noble que hay en nosotros (tanto del cuerpo como del espíritu). La gracia es la “fuente de la eterna juventud”. Es entusiasmo, dinamismo, robustez, vivacidad, energía.
El nacimiento de Cristo, misterio al que nos aproximamos en estas fechas, fue el reverdecimiento mismo de la humanidad. Él es la “viriditas” divina. Ahí donde está la presencia de Cristo, hay una suerte de rejuvenecimiento, de vitalidad, de lozanía. En el solsticio de invierno, se revierte el alargamiento de las noches y comienza el día, poco a poco, a ensancharse. El sol, a su modo, reverdece como experimentando su propia “viriditas”. El solsticio marca el aparecer de sus brotes de verdor. Sea que los cristianos hayan decidido hacer coincidir la festividad del nacimiento de Cristo a la festividad pagana del Sol Invicto en el solsticio de invierno, sea que efectivamente haya sido así históricamente, el hecho es que la Navidad nos recuerda el reverdecimiento del árbol humano, de ese árbol donde nuestra historia está contenida.
Para un académico católico celebrar la Navidad es reconectarse con un misterio vivificante. Después de estas fechas, nuestra docencia experimenta un reverdecimiento, lo mismo que nuestra investigación. La esperanza troquela nuestro andar y el diálogo, la reconciliación y el encuentro surgen con más naturalidad. Porque hay una fuerza que nos habita desde dentro, que nos traspasa y que nos dinamiza, como sugería santa Hildegarda.