¿Quién de nosotros no quiere ser líder? Hacerse seguir por multitudes que reciban nuestras palabras como un maná que alimenta, dispuestos a dar sus vidas por el objetivo que les hemos regalado, ese que les dará grandeza, gloria y la tan ansiada paz. ¿Cuántas veces, leyendo las vidas de los grandes—de Luther King Jr., Parks, Malcolm X, Gandhi, Mandela, o de Jeanne d’Arc—no ha sido visitado por la sensación de grandeza, queriendo ser parte de ella, vivir en las altísimas cimas de la grandeza espiritual, intelectual, política o social? El liderazgo es bellísimo cuando apunta a la transformación social, cuando da la mano a hombres y mujeres prometiéndoles una vida mejor, más digna, más auténtica.
Y, sin embargo, son poquísimos los que pueden alcanzar ese tipo de grandeza, uno entre millones, el gran ser humano al que Aristóteles entregaría las llaves de la ciudad o lo desterraría, pues a tal sujeto no puede imponérsele una ley hecha para hombres normales; isonomía, ¿recuerdan? En realidad, los grandes han terminado, en su mayoría, bajo tierra, con una bala en el cráneo, desaparecidos o crucificados: la medianía jamás se permite reconocerse mediana y, por ende, el grande tiene que morir.
Debemos, pues, reconocer lo lejos que estamos del modelo de las grandes mujeres y hombres cuya grandeza ilumina las páginas de la historia de nuestras sociedades. ¿Y los demás? ¿Qué podemos esperar quienes sabemos (un granito de humildad basta para saber esto) que nuestro nombre no quedará en letras de oro, ni plata, ni bronce, ni fierro—vamos, ni plastilina— en las páginas de la historia?
Consideremos dos tendencias históricas. Primero, el tipo de liderazgo que históricamente ejercieron los grandísimos decayó después de la Segunda Guerra Mundial; esta tendencia, segundo, se debe, al menos en parte, al triunfo del individualismo posmoderno, que entendió a la mónada como el último depósito de legitimidad en un mundo desdiosado, huérfano y desnaturalizado. Hoy confiamos mucho menos que ayer en los grandes proyectos, las magníficas gestas, las narrativas heroicas, y los cantos de sirena: Odiseo y sus amigos escuchan sus cantos con indiferencia, conectados a un dispositivo y demasiado apáticos como para indagar de qué va la monstruosa treta.
Aunado a estas tendencias, encontramos en la palabreja “liderazgo” una clarísima paradoja. Si todos son líderes en el sentido que hemos venido explicando, entonces no hay nadie que siga, y por ende todo proyecto está condenado al fracaso: la generalización de este liderazgo supondría su fracaso.
¿Abandonamos la empresa? ¿Nos resignamos a la imposibilidad de un liderazgo para los medianos, hijos de este tiempo en crisis en donde nos jugamos la supervivencia de la humanidad? Quizá haya una salida, y es a partir de esta salida que me gustaría comenzar a aproximar la noción de liderazgo transformador.
El liderazgo que abordaré ahora no es algo que está en potencia y que puede ser desarrollado, extraído en algunos, de modo que algunos sí sean líderes y otros no. Este liderazgo es para todos, sin excepción. Caracterizaría yo a este tipo de liderazgo como cristiano y democrático al mismo tiempo.
Es un liderazgo, primero, que altera la relación entre el líder y el seguidor, en el mismo sentido que, en la Última Cena, Jesús invierte la relación entre maestro y discípulo. Juan pinta una de las escenas más intensas del magisterio de Jesús, colocándolo de rodillas lavando los pies a sus discípulos. Aquel que manda, dice nuestro rabí, que sirva. Lo mismo sucede en el pensamiento democrático (que echa mano de ideas cristianas): el que manda no es otra cosa que un servidor-público, un ser humano cualquiera que ha sido confiado con una parcela de poder a fin de dirigirlo hacia la consecución de bienes comunes. La inversión mando-obediencia abre la puerta a que todo ser humano ejerza el liderazgo: todos podemos servir o, en el lenguaje de nuestro papa Francisco, todos podemos hacernos prójimo del otro.
Este liderazgo, en segundo lugar, puede solamente ejercerse en y desde la comunidad. No es el liderazgo de los grandes sino de los medianos, un liderazgo que ejerzo codo a codo, junto con el otro, que alimenta en el servicio su potencia. Un liderazgo menos espectacular, mucho más modesto. No es, pues, un concurso de popularidad—de esos que tanto nos gustan a los seres humanos, del yo gané, yo el mejor, yo primero—sino un llamado a la solidaridad, que no es otra cosa que caritas social. Trabajamos sirviendo a los demás al tiempo que recibimos de los demás su servicio, de modo que la comunidad crece porque todos estamos en el mismo barco, remando.
“Salió su populista interno”, dirá alguno. “Se nos mareó con su verborragia socialista”, dirá otro con sonrisa socarrona. Nada de eso. Como Lucas nos dice: “Y la multitud de los que habían creído era de un corazón y un alma; y ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía, sino que tenían todas las cosas en común” (Hch 4:32). Replicarán los críticos: “Claro, solamente ha olvidado usté que esa comunidad se formó hace 2 mil años, algo que ya no podríamos hacer hoy; pues, ¿quiere usté que dejemos todo y construyamos una comuna hippie?” La realidad es distinta, pues todo lo que dice Lucas en su reporte de las primeras comunidades cristianas es aplicable hoy. Léase Rerum novarum, la piedra sobre la que se erige la Doctrina Social Cristiana contemporánea (evidentemente hubo una DSI antes de 1891, simplemente no se le conocía así, sino simplemente como parte de la patrística). El papa León XIII parte de la defensa que hace Tomás de Aquino de la propiedad privada: “Es lícito que el hombre posea cosas propias. Y es necesario también para la vida humana” (II-II q.66 a.2.). Esta idea es inmediatamente calificada por el Aquinate: “En cuanto a esto [el uso de las cosas], el hombre no debe considerar las cosas externas como propias, sino como comunes; es decir, de modo que las comparta fácilmente con otros en sus necesidades” (II-II q.65 a.2.). Es posible, pues, construir en común sin vulnerar el derecho a la propiedad privada; simplemente se hace necesario que esa propiedad, que es mía, **se entienda, paradójicamente, al mismo tiempo como nuestra. Lo que tengo, pues, se codifica en el cristianismo como oportunidad para dar-me. Las cosas son secundarias, lo importante es mi disposición a ser-con los demás, a hacer koinonía.
Este liderazgo es, por último, capaz de transformar las realidades. No lo hace a fuerza de golpes de genialidad, donde uno carga con el mundo sobre sus hombros. No es un grupo de illuminati que reptan en las sombras para poner el orbe en su lugar (esto es gnosticismo, por cierto). El liderazgo transforma las realidades poco a poco, de forma humilde, sabiendo que cada paso adelante está siempre amenazado por dos pasos atrás. Y, lejos de la arrogancia gnóstica, que cree que es posible para el ser humano arreglar el mundo, el liderazgo cristiano y, me atrevo a decir, democrático (aunque en menor medida, por ser más imperfecto), el auténtico liderazgo transformador sabe que, en ocasiones, lo único que nos queda es la parresía, la defensa vigorosa de la verdad en medio de la adversidad, la burla y la necedad humanas.
No es, pues, el liderazgo solo para los grandes, ni una potencia que crece en unos y no en otros, sino el llamado de Cristo: “Ven y sígueme” (Mt 19:21). Llamado exigente que, en oídos de los grandes, los poderosos, los que mandan, suena en exceso exigente: ¿cómo dejar de ser grande, Señor, si me debo a esta humanidad que necesita ejemplos como yo? Muchos plantan la vuelta a Jesús y siguen su camino, sin entender que en ese sígueme está la llave para ser, paradójicamente, auténticamente nosotros mismos. En el desapego está la abundancia, en la pequeñez la grandeza, en la deferencia la primacía, en el discipulado la sabiduría. La democracia, apunto como corolario, toma muchos de estos elementos, y quizá sea precisamente por el olvido del ethos cristiano que se encuentra en una profunda crisis (dije “quizá”, como pregunta, como proyecto de investigación, queridos inquisidores; no vayan vuestras mercedes a condenar los arrebatos de un pobre estudiante de la política). Quizá la democracia comparta algo de esa exigencia del cristianismo, a saber, la elevación espiritual que nos permite entender que somos con los demás, que el otro no es, como pensaba el resentido Sartre, mi condena, sino un llamado al abrazo, al encuentro, a compartir brazos y corazones en la construcción de un mundo mejor.