La semana pasada, en esta columna que perpetramos cada semana con denuedo y singular entusiasmo, comenzamos a analizar las condiciones actuales en torno al plan de 28 puntos que, en circunstancias un tanto obscuras, presentó Donald Trump para una supuesta “paz” en Ucrania. Ahora, ya con más elementos, nos enfocaremos en el análisis general de dicho documento.
En primer lugar, el hecho de que Trump presente un plan de paz que a todas luces se elaboró en Rusia, que no haya consultado a sus aliados europeos, que castigue al agredido, recompense al agresor y obligue al país invadido a aceptarlo es algo totalmente inusitado en las relaciones de Estados Unidos con Europa. Me atrevería a considerar a esta conducta de Trump como el rompimiento de confianza más grande en la historia de las relaciones diplomáticas de la OTAN. Obviamente, Putin se mostró moderadamente conforme con el plan que presentó Trump, pues es la expresión fiel de algunos (que no de todos) sus deseos más ambiciosos; sin embargo, Putin no lo respaldará, porque no quiere ni puede terminar la guerra, y menos si el protagonismo se lo lleva Donald I. De la misma manera, como era de esperarse, el Kremlin rechazó totalmente la contrapropuesta al plan original, elaborada por los aliados europeos de Ucrania, pues es un documento más moderado y más ajustado a las exigencias ucranianas de una paz justa que el presentado por Trump.
Esto es entendible, porque Putin no considera detenerse en Ucrania; está jugando con el tiempo para hacer quebrar a Ucrania y a los europeos. Hay que tomar en cuenta que muchos electores en Europa ya empiezan a cansarse de la guerra y de estar enviando dinero y material militar a Ucrania, mientras que muchos jóvenes ucranianos, aprovechando que ya pueden salir de Ucrania (grave error del gobierno de Kiev), huyen a Occidente en lugar de quedarse a defender a su país. ¿Por qué, se preguntan muchos electores en Europa, debemos seguir ayudando a Ucrania, cuando muchos jóvenes ucranios no lo hacen? Esto, sin olvidar que, en la enorme Rusia, la guerra sigue siendo una guerra por televisión, aún muy lejos de perturbar la vida cotidiana de las personas, aunque la economía esté colapsando y mueran miles de hombres rusos en el campo de batalla. Además, Putin sabe que Trump no es un intermediario, sino un representante de los intereses rusos.
Este comportamiento miserable y cínico por parte de Trump no conducirá de ninguna manera a la paz. Lo que estamos viendo no son negociaciones o preámbulos de negociaciones, sino jueguitos diplomáticos, en los que Trump de pronto aparece con un plan ajeno a Ucrania, la amenaza con que suspenderá toda ayuda si esta no lo acepta, e ignora totalmente a los europeos. En esto olvida que su poder de influencia sobre Ucrania cada vez es más débil, pues ya de todas maneras ha reducido drásticamente la ayuda militar, manteniendo sólo la información de inteligencia. En cuanto a lo primero, Ucrania ya fabrica un porcentaje muy alto de las armas que emplea, y los europeos le siguen apoyando, aunque en cantidades aún insuficientes; y respecto a lo segundo, pronto estarán en condiciones de ayudar con la información de inteligencia (sobre todo el Reino Unido, Francia y Alemania, así como de empresas satelitales privadas), por lo que Ucrania se está haciendo más independiente de los gringos.
Donald I quiere, en primer lugar, hacer negocios con Putin, pero por alguna razón que escapa a mi poco entendimiento, ya está en manos del tirano ruso, a quien admira por sobre todas las personas en la Tierra. Parece que los deseos del presidente estadounidense se centran en que Rusia invierta parte de sus fondos nacionales en Estados Unidos, que ambos países hagan negocios con los yacimientos de petróleo y gas en el Ártico, que Rusia escape de la esfera de influencia china, construir una “Torre Trump” en Moscú y algunas inversiones más que por ahora desconocemos. Creo que, además, no debemos dejar de lado una cierta cercanía ideológica con Putin y un obscuro deseo de parecerse a él.
La historia nos demuestra que algunas guerras terminan con algún trato sucio, como, por ejemplo, el Tratado de Versalles después de la Primera Guerra Mundial, que sembró la semilla de la Segunda Guerra. En el caso de la invasión a Ucrania, creo que podemos hablar de un trato sucio aceptable y de un trato sucio inaceptable. El plan de Trump es de este segundo tipo, porque castiga al agredido y premia al agresor. La propuesta europea es del primer tipo, porque, aunque es aceptable, tiene que tragarse el hecho consumado de que por ahora no es posible arrojar a los rusos de los territorios ilegalmente ocupados ni se puede castigar a Putin por sus crímenes de guerra. Otro problema es cómo pactar con autócratas. Tengo para mí que pactar con Putin en sus propios términos es capitular; con él no se puede negociar, a él hay que enfrentarlo con la fuerza para obligarlo a negociar.
Ucrania ha definido al menos tres líneas rojas que no puede cruzar en posibles conversaciones de paz con Rusia. Así lo declaró el presidente del Parlamento ucraniano, Ruslan Stefanchuk, hace unos días, al señalar que Kiev está dispuesto a mantener negociaciones sustantivas, incluso a nivel de líderes, pero sólo si se respetan ciertos principios fundamentales: ningún reconocimiento legal de la ocupación rusa de territorios ucranianos, ninguna restricción externa sobre el tamaño o las capacidades de las fuerzas de defensa de Ucrania, ningún veto extranjero al derecho de Ucrania a unirse a alianzas internacionales. El presidente del Parlamento recordó que Ucrania busca una paz justa, basada en el respeto a su soberanía, y que cualquier proceso debe seguir el principio: “nada sobre Ucrania sin Ucrania”.
El gran filósofo prusiano Immanuel Kant dice, en su obra “Sobre la paz perpetua” (1795), que la paz entre las personas no es un estado natural, sino un estado de guerra, es decir, aunque no haya siempre un estallido de hostilidades, al menos hay una amenaza constante de ellas. Por lo tanto, la paz debe establecerse y defenderse. Para que tal orden de paz se logre, los Estados deben adherirse a ciertas normas vinculantes. Estas incluyen el principio de que ningún tratado de paz puede firmarse con la intención secreta de atacar en el futuro, y que ningún acto de guerra puede socavar la confianza entre las partes beligerantes de tal manera que una paz posterior resulte imposible. En resumen: la paz que se firma con la intención secreta de romperla más adelante no es realmente paz.
Como hemos visto, el documento presentado por Trump es, en los hechos, un plan para la capitulación de Ucrania. Una capitulación disfrazada de paz. Para Rusia, este plan significa ganar-ganar: si se aceptan sus exigencias, gana; si Ucrania las rechaza, gana también, pues Trump le echará la culpa a Zelensky, no a Putin.
Curiosamente, la gramática del plan de 28 puntos hace ver que fue elaborado originalmente en ruso y que se tradujo apresuradamente al inglés. Trump y su gobierno actuaron, por lo que se ve, como simples repetidores de los deseos del Kremlin, por lo que creo que este es uno de los momentos más vergonzosos de la diplomacia estadounidense en toda su historia. De ahí el enojo tanto de demócratas como de republicanos, además de que trata básicamente de hacer negocios, no de defender valores democráticos o la paz en Ucrania y la arquitectura de seguridad en Europa. De manera miope, Trump no se da cuenta de que Putin tiene los ojos puestos en Europa y que Ucrania es sólo el primer paso para llegar a sus metas.
Putin y él tienen objetivos distintos: Trump dice querer la paz (y hacer negocios), Putin quiere someter totalmente a Ucrania, integrarla a Rusia y, acorde con sus deseos neoimperialistas manifestados en múltiples ocasiones, desea apoderarse de las repúblicas bálticas, Polonia, Moldavia y Rumania, por lo menos -o dominarlas económica y políticamente, si no puede ocuparlas-, y para lograrlo debe apartar a Trump de la guerra. Al final, parece que estamos de nuevo ante un problema persistente en la historia moderna: en los últimos 100 años, Rusia ha agredido militarmente a alrededor de 20 países. Sin embargo, debe quedar claro: un futuro sin Rusia es impensable, por lo que el reto es cómo lograr un futuro que sea vivible para Europa y vivible para Rusia, un futuro libre de amenazas y hostilidades, un futuro con una paz que no sea apuradamente la ausencia de guerra en un ambiente de desconfianza y temor, sino una verdadera tranquilidad en el orden, como bien decía San Agustín. Por eso tiene razón Zelensky: para Europa y para Ucrania (y para las democracias liberales que quedan, anotamos nosotros), la resistencia a la agresión rusa no es nada más militar: es existencial.










