Al iniciar la semana santa de este año 2025, mi corazón se ha inclinado inmediatamente a la persona de nuestra Madre del Cielo, la Beata Virgen María. No sé exactamente el origen de esta moción interior, pero sospecho que se debe al hecho de haber considerado durante mucho tiempo en Cuaresma que el sufrimiento de Cristo en su Pasión fue “por nosotros y por nuestra salvación” como reza el credo Niceno-Constantinopolitano.
A lo largo del año, medito frecuentemente el pasaje del Getsemaní y también la realidad de la presencia de Jesús en el sepulcro hasta Su resurrección, de tal forma que esa “tristeza de muerte” (cfr. Mt 26,38) me impacta cada vez más como lo que a Jesús le cuesta estar debajo del peso de nuestros pecados. La tristeza y la angustia del Señor van mucho más allá del miedo humano de morir o del vértigo de la posibilidad de que a uno le hagan daño físico. En el Getsemaní Jesús vive espiritualmente lo que más tarde también experimentaría con el suplicio de la tortura romana. Es más, cada golpe, cada caída, cada insulto, cada herida que le infligen al Señor, contiene la carga mucho más profunda del dolor por nuestros pecados: «Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron» (Is 53,4-5). Encontrándome muy a menudo con esta prueba de amor tan grande, comienzo a intuir cuanto amor hay detrás de esa pasión visible, cuanto mucho más amor hay más allá de lo que podamos imaginar de la flagelación o de la crucifixión: me amó y se entregó por mí (Gal 2,20). «Si yo, que soy tan pequeño y Te amo tan poco, mi Señor, logro intuir algo del valor espiritual de este sufrimiento, ¡cuanto más lo habrá sentido Tu Madre, que contigo tenía una comunión total desde el día que le dijo que sí a S. Gabriel hasta la cruz y luego en la resurrección y ahora en el cielo para siempre!».
Sí, creo que fueron estos dos pensamientos que inclinaron mi corazón hacia la Madre del Cielo, Mãe do Céu, como decimos muchas veces en portugués. ¿Qué sentiste Tú, María, durante la pasión de Tu Hijo? Si Él nos estaba protegiendo con Su Cuerpo de la destrucción del pecado y del demonio, si él tomó sobre sí lo que nos tendría que haber aniquilado (como en uno de esos relatos de guerra en el que hemos sabido de un padre que se lanza sobre una granada para que sus hijos puedan sobrevivir) entonces Tú, ¿qué sentiste? Tu comunión con Jesús, Tu profunda unión con Él me lleva a contemplarte pasando por algo semejante en Tu propia carne, en Tu propio corazón.
El amor de S.Juan Pablo II a María también me guía en estos momentos. Leer de nuevo la Redemptoris Mater me ayudó a acercarme al misterio de los «compadecimientos» de María con Su Hijo. El Papa polaco nos recuerda que en Su Inmaculada concepción nos damos cuenta de que Dios la preparó desde antes de todo para ser parte fundamental de Su plan de salvación para con el hombre: «En el misterio de Cristo, María está presente ya “antes de la creación del mundo” como aquella que el Padre “ha elegido” como Madre de su Hijo en la Encarnación» (RM 8). Por eso, en la anunciación y encarnación, se realiza esa maravillosa y misteriosa unión entre la Mujer y el Dios-Hombre que sería comunión total con su misión redentora: «María está unida a Cristo de un modo totalmente especial y excepcional, e igualmente es amada en este «Amado» eternamente» (RM 8). Es esta especial y excepcional unión, comunión, complicidad y compenetración que me lleva a ver cada vez más la Pasión del Hijo en la carne de la Madre. ¿Cómo podía ella no sentir, en ese misterio de amor que es la comunión con Su Hijo, las lágrimas de Jesús ante Jerusalén o su tristeza de muerte en Getsemaní o grito de desamparo en la cruz «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».
Sí, María ya lo intuyó en el templo de Jerusalén, a los cuarenta días de vida de Su hijo: «¡y a ti misma una espada te atravesará el alma! – a fin de que queden a descubierto las intenciones de muchos corazones» (Lc 2,35). La profunda unión con Aquel que fue engendrado en su seno le llevaría a pasar, como criatura, por todo aquello que pasaría Jesús como nuestro Salvador. Estoy convencido que esta «espada» de la que le habló Simeón no le era totalmente extraña. Quizá era la primera vez que alguien lo expresaba de esa manera, pero desde el momento de la anunciación, la amenaza del posible repudio de José y del rechazo de su entorno familiar ya había atravesado su carne y su alma. Y, además de estas contrariedades de las que sí tenemos noticias en el evangelio de Mateo, ¿hubo otras? María sabía muy bien en el fondo de Su corazón y desde la Palabra de Dios que, habiéndose decidido a servir al Señor, se enfrentaría a muchas pruebas (cfr. Sir 2,1). Solo que inicialmente no identificaría esas dificultades y sufrimientos con la comunión con el sufrimiento de Su Hijo: eso se le revelaría progresivamente, hasta ser meridianamente claro al pie de la cruz, cuando el stábat Mater indicó a todas las generaciones que ella permanecía unida a Cristo hasta Su Muerte y permanecería unida a Él en Su Resurrección y para toda la eternidad.
Seguramente María advirtió la dureza de esa «espada» durante toda su vida, incluso antes de que Jesús fuera engendrado en ella. En los últimos ocho años, desde el 2017, medito frecuentemente acerca de la vida de María antes de la anunciación. Dejo que mi mente y mi corazón viajen a Nazaret para compartir con ella como habrán sido esos años hasta que el ángel Gabriel entró donde ella. Me fascinan las representaciones artísticas, pocas, de Santa Ana encita de María, o de Joaquín y Ana con la pequeña María en brazos. Le pregunto a nuestra Madre del Cielo, «¿Cómo fue eso de vivir en la tierra como el único ser humano sin pecado? Tú fuiste siempre la llena de gracia y por eso no hubo espacio en Ti para la envidia, para el orgullo, para el odio… ¿cómo fue eso?». No habrá sido fácil. Un corazón puro que entra en contacto con el pecado de este mundo que está presente en cada persona con quien convives, no habrá sido fácil y no habrá sido sin dolor. Sí, esa espada ya la advertía María, aun sin saber exactamente lo que era, pero sin duda que su ser Inmaculada le trajo sus peleas con el pecado que la rodeaba y con el demonio mismo, que no estaría muy contento de tenerla junto a la humanidad que él quería condenar. María fue Inmaculada en su concepción y permaneció llena de gracia en vistas de la encarnación y por eso experimentó esa «espada» con el solo hecho de prepararse para acoger la llamada del Señor a ser Su Madre. De hecho, me llama la atención esta soledad de María en esos primeros 15 o 16 años de su vida, porque, hasta que Cristo no se hizo carne en ella, fue el único ser humano en la tierra sin pecado. «Madre del Cielo, conocedora de los dolores de amar con un corazón puro, Tu Hijo Te llevó a vivir en plenitud esta apasionada forma de amar, porque amaste con Él, unida a Él y padeciendo por amor con Él».
Me llama la atención el comentario de un mariólogo a la oración colecta del día 15 de septiembre (Virgen de los dolores) de la editio typica del misal latino. Ahí, se le menciona a María como «aquella que padece con»: «Deus, qui Fílio tuo in cruce exaltáto compatiéntem Matrem astáre voluísti». Podríamos forzar el castellano para designarla, en referencia a Cristo, como la «Madre compadeciente», porque lo que ella vive es pura y perfecta comunión con los padecimientos de Su Hijo. Este mismo mariólogo, Silvano Maggiani, comenta que en muchos textos se traduce este adjetivo, «compatientem», como dolorosa, haciendo que se pierda en la traducción el sentido de un dolor que proviene de la comunión con la pasión de Cristo. La devoción popular dirige la atención para la Madre como Dolorosa, pero no siempre los fieles contemplan ese dolor con referencia a Cristo Redentor. Se entiende que, humanamente, la experiencia con la que nos sentimos más identificados al mirar la Dolorosa sea la de una madre que pierde un hijo, o que es testigo de las injusticias perpetradas contra su hijo, o sencillamente como aquella que sufre y que por eso puede entender y acoger nuestro sufrimiento. La piedad de nuestros pueblos tiene un gran valor y nos ayuda, indudablemente, a reconocer que en los dolores de María podemos encontrar consolación para nuestros padecimientos. Ella sabe de dolores y nos entiende bien, pero María es la Dolorosa sobre todo porque vive esa especial y excepcional unión con Cristo. La pasión de Cristo es también la pasión de María. Tenemos el deber de seguir ayudando a la piedad popular a no solo reconocer en María nuestros sufrimientos sino también ofrecerlos para que Dios realice el milagro de unirlos a Sus sufrimientos redentores. Estamos delante de un gran misterio del que muchos fieles y santos nos dieron testimonio: mi enfermedad, las injusticias que mi infligieron, mis propios errores, se puede ofrecer al Cristo sufriente y adquirir un valor redentor para la Iglesia y para el mundo. Este es un gran misterio en el que la Dolorosa y «Compadeciente» nos puede introducir. S.Juan Pablo II sigue ayudándonos en esto al comentar la profecía de Simeón en el templo de Jerusalén: «[Simeón] le revela también que deberá vivir en el sufrimiento su obediencia de fe al lado del Salvador que sufre, y que su maternidad será oscura y dolorosa» (RM 16).
«Una maternidad oscura y dolorosa»: son palabras fuertes, sin duda, pero que nos remiten a la vida de Cristo que celebramos en semana santa. Era de noche cuando Judas salió de la cena en la que Jesús instituyó la eucaristía (cfr. Jn 13,30) y fue de noche que lo prendieron, en la hora de las tinieblas, con golpes e insultos (cfr. Lc 22,53.63.65). El Señor, a través de cada evento de su pasión dolorosa, estaba rescatándonos de la esclavitud y del salario del pecado, que es la muerte. Su muerte destruyó la nuestra y María participó de un modo «excepcional y especial» de esta obra de amor redentor: «¿Qué entendimiento profundo se ha dado entre Jesús y su Madre? ¿Cómo explorar el misterio de su íntima unión espiritual?» (RM 21).
«Por eso quiero, en esta semana santa, contemplar cada evento de Tu pasión, Señor, y descubrir como Tu Madre participó en ella, de un modo misterioso pero cierto. ¿Qué sintió María en el momento de la primera eucaristía? No sabemos se estaría físicamente presente, pero sabemos que Su íntima unión contigo le permitía intuir y experimentar algo de lo que Tu estabas realizando». La pasión de María es comunión en la pasión de Su Hijo. La tristeza de muerte de Getsemaní hizo vibrar la carne de la Virgen Madre, mientras que Su encuentro con el Hijo cargando la cruz la confirmó como la única de sus seguidores que padeció con Él. ¿Cómo habrá sido ese cruzar de miradas en aquel primer vía crucis de la historia? Es la tradición de la cuarta estación que, en la, en la celebración de la semana santa del 2012, presidida por el Papa Benedicto XVI, se rezó así:
«En la subida al Calvario Jesús encuentra a su madre. Sus miradas se cruzan. Se comprenden. María sabe quién es su Hijo. Sabe de dónde viene. Sabe cuál es su misión. María sabe que es su madre; pero sabe también que ella es hija suya. Lo ve sufrir, por todos los hombres, de ayer, hoy y mañana. Y sufre también ella.
En verdad, Jesús,
te duele hacer sufrir de ese modo a tu madre.
Pero tienes que hacerla partícipe
de tu divina y tremenda aventura.
Es el plan de Dios
para la salvación de toda la humanidad».
Sí, porque Pedro le seguía a distancia, los demás ni se acercaron y Juan estuvo al pie de la cruz porque la Madre ahí estaba. María aprende de Cristo a sufrir por amor, siente con él el peso de nuestros pecados y por la gracia de Su pasión, comienza a dar a luz a la Iglesia. Los dolores de la Dolorosa son participación en los sufrimientos redentores de Cristo y por eso son dolores de parto, que se completarían en Pentecostés cuando, a modo de una segunda anunciación, la Iglesia toma carne, en presencia de María:
«Por consiguiente, en la economía de la gracia, actuada bajo la acción del Espíritu Santo, se da una particular correspondencia entre el momento de la encarnación del Verbo y el del nacimiento de la Iglesia. La persona que une estos dos momentos es María: María en Nazaret y María en el cenáculo de Jerusalén. En ambos casos su presencia discreta, pero esencial, indica el camino del “nacimiento del Espíritu”. Así la que está presente en el misterio de Cristo como Madre, se hace —por voluntad del Hijo y por obra del Espíritu Santo— presente en el misterio de la Iglesia» (RM 24).
La pasión de Cristo se hace presente en la carne de María, de un modo misterioso pero cierto, además de profundamente amoroso. Gracias, María, Madre del Cielo, porque tu carne es espejo de la pasión de Tu Hijo y en Ti le reconocemos mejor; gracias María, Madre del Cielo, porque Su pasión en Ti nos da a luz como Iglesia; gracias María, Madre del Cielo, porque en Tu pasión también aprendemos a vivir la nuestra, uniendo nuestros dolores a los de Cristo, para que misteriosa y amorosamente se transformen en gracia y fecundidad para todo Su Cuerpo.










