En el mes de Junio, el día 5, se celebra la festividad de uno de los más grandes y legendarios misioneros de la historia: San Bonifacio, el llamado “apóstol de Alemania”. Hoy, aunque sea con unas semanas de retraso, queremos rendirle un humilde homenaje narrando su vida y su obra a los lectores de esta modesta columna.
Bonifacio no nació con ese nombre, sino con el de Winfrid (o Winfried), hacia el año 680, en la localidad de Kirton, en la actual Inglaterra. Más adelante recibió del papa Gregorio II el nombre de “Bonifatius” (de “bonum facio”, hacer el bien, el bienhechor), debido a los muchos bienes que su tarea misional trajo a la fe, a los pueblos y a la Iglesia. Dicen las leyendas que describen su vida, que a la edad de cinco años ya deseaba entrar a un monasterio, a lo que su padre se oponía. Sólo después de que el pequeño enfermara al sufrir por esta negativa es que su padre accedió, y Winfrid pudo ver cumplido su deseo y, después de algunos años, ingresar a la orden de San Benito, en el monasterio de Exeter. A los 30 años de edad se consagró sacerdote.
En el año 716, obtuvo de su Abad la autorización para marchar a Frisia, una amplia comarca poblada por los frisones, un pueblo posiblemente de origen escandinavo, sumamente combativo, que ni siquiera ante los romanos se había doblegado. La zona en la que estaban asentados los frisones comprende partes de lo que hoy son los Países Bajos y Alemania; el idioma frisón es la lengua germana más cercana a la inglesa y se sigue hablando en esta región hasta nuestros días. El monje Winfrid se propuso evangelizar a los frisones, quienes defendían con ferocidad y convicción su religión antigua, oponiéndose férreamente a la religión cristiana. Para darnos una idea de su fuerza como guerreros baste señalar que fueron capaces de derrotar en el año 714 nada menos que al gran Carlos Martell (abuelo de Carlo Magno).
Estos desórdenes en Frisia impidieron que Winfrid pudiese realizar sus labores de predicación y evangelización entre los frisones, así que tuvo que regresar a su monasterio, en donde fue elegido como su abad. Sin embargo, sus deseos de irse a la misión entre los paganos lo orillaron a solicitar un permiso al obispo de Winchester y marchó a Roma en el año 718, buscando el apoyo del papa Gregorio II. Este lo nombró “Predicador apostólico” y le concedió amplios poderes para predicar en territorios de la actual Alemania. Winfrid pasó por Baviera y de ahí pasó a Turingia, en donde la religión cristiana casi había desaparecido, ante el regreso de las costumbres paganas. La labor del monje inglés fue tan exitosa, que en seis meses logró avances impresionantes, logrando la reconversión de numerosos grupos y desterrando, al parecer definitivamente, las creencias antiguas.
Winfrid predicó en la región este del reino de los francos; pero no se contentó con ello, sino que puso las bases de la estructura eclesiástica, fundando muchos monasterios, entre los cuales está el de Fulda, que se desarrolló hasta llegar a ser un centro cultural de enorme importancia. Fundó además los obispados de Salzburgo, Freising, Passau, Ratisbona (Regensburg), Würzburg, Eichstätt y Erfurt, y él mismo se convirtió en obispo de Maguncia (Mainz).
En el año 723, Winfrid emprendió un segundo viaje a Roma, en donde el papa lo recibió con gran alegría, pues ya sabía de los éxitos de su misión apostólica en el norte. Es en estos momentos cuando el papa le cambia el nombre por el de “Bonifacio”. De regreso en las tierras de la actual Alemania, Bonifacio se dirigió a la región de Hessen, en donde había mucha gente que aún no aceptaba al cristianismo. Allí, al parecer en donde actualmente está la ciudad de Fritzlar, estaba un roble enorme al que los habitantes del lugar y de otras regiones rendían culto, lo cual no era extraño en esas culturas. Los robles estaban consagrados a Thor, un dios semejante al Júpiter romano. De hecho, si comparamos las palabras “jueves” con “Thursday” (en inglés) y “Donnerstag” (en alemán), significan casi lo mismo: “Iovis dies” (jueves) es, en latín, precisamente, “día de Júpiter”; las palabras en inglés y en alemán significan “día de Thor”. Thor era, al igual que Júpiter, el dios del trueno (“Donner”, en alemán, de ahí “trueno”, en español). Al árbol en cuestión se le conoce en la historia como “el roble de Donar” o “de Thor”.
Bonifacio, en una acción concertada al parecer con Carlos Martell, se dirigió al roble, se enfrentó a la gente que se agolpaba en torno al árbol, desoyó las amenazas de muerte, tomó un hacha y, dicen las crónicas, auxiliado por una especie de “viento divino”, le dio un fuerte golpe al árbol, que cayó partido en cuatro partes. Otras fuentes dicen que ni siquiera alcanzó a golpearlo, que sólo blandió el hacha y el viento derribó estruendosamente al roble. Obviamente, los fieros y desconcertados pobladores pensaron que Thor fulminaría con un rayo al osado misionero talamontes, pero nada pasó, la venganza de Thor no sucedió, por lo que quedó demostrada la inexistencia de dicha deidad. Dicen las crónicas que a partir de ese momento la evangelización de esas regiones avanzó con rapidez.
Después de un tercer viaje a Roma, pasó un buen rato de nuevo en Baviera, en donde su vida ejemplar y su labor misionera contribuyeron a la conversión de muchos pueblos. A la edad de 80 años, que muy poca gente alcanzaba en aquella época, Bonifacio emprendió nuevamente un viaje a Frisia, a esa región que siempre se le había resistido. Decidido a predicar el Evangelio entre los fieros frisones. Todo comenzó esta vez muy bien; debido a que para la ceremonia de la confirmación era tal la cantidad de fieles que se esperaba, tuvieron que celebrar la misa al aire libre, a orillas de un río en donde actualmente está la ciudad holandesa de Dokkum (aunque quizá haya ocurrido todo en Dunkerque, en la actual Francia).
De pronto, apareció un numeroso grupo de frisones armados, decididos a asesinar al obispo y a sus acompañantes. Bonifacio tomó el Evangelio y se dirigió hacia ellos, hablándoles de manera amistosa. Sus adversarios no lo escucharon, sino que se dirigieron a él, lo golpearon y le atravesaron el cuerpo con la espada, para en seguida asesinar a sus acompañantes. Era el 5 de Junio del año 754 (o 755), día de Pentecostés y de la muerte gloriosa de San Bonifacio. Sus reliquias descansan en la catedral de Fulda, como él siempre lo deseó.
San Bonifacio, por lo que hemos visto, no solamente fue un gran misionero, sino un fundador y un organizador de excepcional importancia. Su preocupación por la organización de la Iglesia se basó en la colaboración de monjes y monjas, pues las mujeres jugaron un papel determinante en sus tareas de evangelización y de organización. Pero a pesar de su incansable labor de misionero, también dejó obras intelectuales: su extenso epistolario, un tratado de “Ars grammatica” para aprender latín y difundir mejor la fe y la cultura; también parece que escribió un “Ars metrica”, es decir, una introducción para aprender a escribir poesía; además, dejó unos 165 sermones.
Uno de sus primeros biógrafos dijo esto del monje misionero: “El santo obispo Bonifacio puede llamarse padre de todos los habitantes de Alemania, porque fue el primero en engendrarlos a Cristo con la palabra de su santa predicación, les confirmó con el ejemplo y finalmente dio la vida por ellos. Caridad mayor que esta no puede haber.”