En un fragmento inicial de El principito el protagonista le dice al aviador, después de que le ofrece el famoso dibujo de la boa con el elefante, que no le sirve esa representación pues su mundo es muy pequeño y no cabría un animal tan grande. No dejo de pensar en esta escena del libro de Antoine De Saint-Exupéry cuando voy a alguna tienda de muebles con mi esposa y estamos tentados a comprar un sillón nuevo o, incluso, algún electrodoméstico. Cada decisión de compra debe ser evaluada en función de metros cuadrados y no por el dinero en la cuenta bancaria. Después de pasear una y otra vez entre pasillos y anaqueles repletos de cosas, seguidos muy de cerca por un vendedor ansioso por nuestra decisión, nos damos por vencidos y regresamos a casa. Ahí mediremos el espacio con cinta métrica para no tener que devolver la compra. Creo que, para evitar más frustraciones, deberíamos ir a cada tienda armados con un mapa actualizado de nuestra pequeña casa para saber qué mueble es factible antes de la desilusión. A veces comprendemos, con cierta desazón, que comprar cualquier objeto implica el abandono de otro. Hacemos, casi siempre, una ecuación en la que cada elemento nuevo debe, forzosamente, desplazar a uno existente para lograr el equilibrio. Como en el juego de Tetris tenemos que evaluar, desde antes, si el objeto en cuestión puede entrar por la puerta de la casa, si tiene la forma adecuada, si se puede modificar en caso de que se atasque en el angosto pasillo.
Quizás empecé a comprender la escasez de espacio en mi vida cuando, en plena adolescencia, juntaba latas de refresco para iniciar una colección. Mi padre construyó, en una de las paredes de mi recámara, una especie de mueble con tablas de madera y cajas de plástico de colores brillantes. En la parte de arriba coloqué las latas y, en los demás espacios, libros. Por supuesto, libros y latas fueron cada vez más numerosos. Las torres de latas crecieron hasta el techo y las filas de libros fueron dobles o triples. El librero, ante el peso creciente, comenzó a tambalearse y a despegarse de la pared. Mi padre usó unos grandes tornillos para fijar de nuevo toda la estructura y reforzamos las cajas de plástico que se arqueaban y amenazaban con romperse. Cuando mi biblioteca comenzó a crecer tuve que deshacerme de las latas. No fue difícil tomar la decisión, pues en aquel entonces comprendí que no sería el gran coleccionista y que era un empeño inútil juntar objetos sin ningún orden discernible. Una mañana limpié la parte superior del mueble y las latas terminaron en una bolsa negra, esperando el camión de la basura. A pesar de eso, conforme fui creciendo, mi habitación fue estrechándose, como una madriguera que reduce sus límites y que pronto será insuficiente hasta para la diminuta vida de un ratón. Pronto apareció una mesa con ruedas y una computadora de escritorio. Más libros que fueron ocupando cada milímetro disponible. El clóset rebosaba de ropa. El 15 de junio de 1999 un sismo de 7.1 grados azotó la ciudad de Puebla. Yo estaba manejando el auto de mi madre y no sentí a plenitud la intensidad del movimiento. Cuando regresé a casa contemplé mi madriguera: el librero había colapsado y, sobre la cama en la que dormía, estaban los libros, las cajas y las tablas de madera. Sentí escalofrío cuando comprendí que yo pude estar debajo de todo eso.
Pienso, por supuesto, que la carencia de espacio me puede llevar a un ámbito mental diferente: el del desprendimiento. En realidad no necesitamos tantas cosas para vivir. Un poco de ropa, los libros indispensables para consultar y, acaso, releer. Puedo convertirme en un monje oriental, un ermitaño en medio de una ciudad de más de dos millones de habitantes. Sin embargo, este convencimiento se desvanece cuando prendo la televisión y aparece un reality show en el que una afortunada familia recibe la visita de un equipo profesional que reconstruirá y ampliará su hogar. En cuestión de una semana los felices beneficiarios reciben una casa de ensueño. La toma del camarógrafo muestra una amplia sala, una cocina inmensa con decenas de gavetas y cajones. No pueden faltar las recámaras, el cuarto de visitas, área de planchado, un taller para que el esforzado padre de familia pase su tiempo libre construyendo más artefactos y muebles para llenar todos los rincones de la casa. Apago la televisión. Comprendo que, en el mundo de hoy, hay cada vez más cosas para comprar –aunque sea endeudándonos– y menos lugar para ponerlas. Quizás por eso la obsolescencia programada –mercancías diseñadas para romperse o desgastarse antes de tiempo– tiene como fin, además de la circulación casi infinita de productos, hacer espacios forzosos en nuestros reducidos hogares. Por eso mantenemos la fe en alto cuando compramos una nueva licuadora, una mesa o una silla extra para el comedor: sabemos, secretamente, que no es una compra definitiva, que esa cosa nueva no estará con nosotros hasta el día de nuestra muerte. Cómplices involuntarios, miraremos jornada a jornada la nueva adquisición hasta detectar algún fallo que anuncie su próximo final. Entonces habrá un nuevo sitio para llenar y nuestras vidas, por instante, volverán a tener sentido. Bernard London, uno de los primeros promotores de la obsolescencia programada, previó esto y, en 1932, propuso una iniciativa digna de figurar en los libros de Orwell o de Bradbury: ponerle fecha de caducidad a las cosas que compramos. Una vez que llega el día marcado en la etiqueta sería ilegal tener el producto. Unos camiones de basura irían de casa en casa, recolectando objetos funcionales pero sin autorización para usarse. Sus ideas que tenían como intención salvar a Estados Unidos de la Gran Depresión no pudieron llevarse a la práctica tal y como las pensó, pero eso no significó que no hubo más intentos por detonar el consumo masivo. En los años 50 se dieron cuenta que era más fácil seducir que obligar y nació la publicidad moderna. No hay rebelión posible cuando te convences de las maravillas de una nueva línea de ropa o un teléfono celular que tiene capacidad de miles de aplicaciones aunque sólo uses dos o tres. El simple hecho de poseer el objeto, mirarlo como una especie de fetiche aspiracional, nutrido por horas de publicidad, es más que suficiente para vaciar nuestros bolsillos.
Cuando salgo de mi pequeña casa pienso que nuestras jornadas se caracterizan por pasar de un habitáculo a otro. Vivimos vidas minúsculas en espacios que se pueden abarcar con una sola mirada. Salimos de un lugar cerrado para entrar a otro. Las conexiones entre esos ámbitos limitados son calles estrechas, avenidas repletas de autos que replican, de algún modo, la sensación de claustrofobia. En las ciudades no hay opciones para contemplar el horizonte: la mirada siempre se topa con algún edificio o un anuncio de grandes dimensiones. Cada lugar vacío debe ser ocupado para evitar una especie de horror vacui mercantil: aquella azotea libre de publicidad o la barda desnuda en una calle, son territorios independientes que se deben conquistar con el anuncio de un refresco o las rebajas de una tienda departamental. Nos acostumbramos tanto a los laberintos en los que transcurren nuestros días que, muchas veces, creemos que el campo, el mundo natural, es una especie de ficción. Comprendí muy bien mi condición de urbanita ignorante cuando, en un viaje que hice a la Sierra Norte de Puebla, provoqué la hilaridad de mis compañeros al confundir un platanero con alguna fascinante planta prehistórica, quizás desconocida para la ciencia. Aún me lo siguen recordando cuando me reúno con ellos.
El escritor italiano Italo Calvino, en su cuento “Todo en un punto” describe, como pocos, la sensación de encierro a la que podemos llegar. Usando como principal referencia el instante anterior al Big Bang, la historia nos cuenta la vida de varios seres amontonados en ese momento, en un lugar carente de espacio, un “no-lugar”. Los habitantes de la nada, después de la explosión que dio origen al universo, recuerdan los problemas que tenían cuando no había espacio: la imposibilidad de saber cuántos son o desplazarse a cualquier lado. Una frase como “estar apretado”, refiere el narrador del cuento, no tiene sentido porque no hay espacio para que esto ocurra. En ese instante condensado cualquier cosa es un milagro: un rayo de sol, una respiración, hasta un pensamiento, necesitan una dimensión para existir. Víctimas de su experiencia, sin poder olvidar su pasado colectivo, los seres viven sus vidas con el temor de que el universo vuelva a su punto de origen y estén, de nuevo, encerrados.
Intento encontrar, mientras escribo estas líneas, ventajas para mi pequeña casa. Si un ladrón intentara entrar me enteraría de inmediato. Bastan unos pasos para que esté en la puerta principal. No uso lentes para mi miopía cuando estoy en mi casa porque todo lo tengo muy cerca. Los sismos no me asustan tanto porque en pocos segundos puedo ir de la recámara a mi diminuta cochera. Para comunicarme con mi esposa, sin importar donde esté, sólo necesito alzar un poco la voz. Cuando hacemos una reunión tenemos que seleccionar muy bien a los invitados porque, si sobrepasamos nuestras posibilidades, corremos el riesgo de llevar la fiesta a la calle. Eso nos ha hecho reflexionar sobre la verdadera amistad y las personas que, de verdad, queremos que ocupen un espacio en nuestras vidas.
El día en que viva en un lugar más grande me sentiré habitante de un inmenso desierto. Acaso tendré miedo de los fantasmas o querré comprar un sistema de videovigilancia para tener acceso a todos los cuartos que no pueda mirar directamente. Es probable que tenga accesos de megalomanía. Me sentiré el rey de un castillo y me dedicaré a acumular cientos, miles de cosas. Quizás mi obsesión llegue a tal nivel que los periodistas me buscarán para entrevistarme y yo sólo les diré que antes vivía en un mundo muy pequeño, como el del Principito.