La renuncia como obra de arte
23/07/2021
Autor: Alejandro Badillo

Para el escritor dejar una hoja en blanco es una tragedia. La hiperproductividad de este siglo privilegia el avance y la culminación. La renuncia parece un estado mental en extinción, algo vergonzoso. Eso lo expresó, quizás intuitivamente, Herman Melville en su cuento “Bartleby, el escribiente”. En la historia, el empleado recién contratado lleva la renuncia, el no-hacer, hasta el último límite. En el joven capitalismo estadunidense –no hay que olvidar que el título del cuento incluye esta frase “A story of Wall Street”– era revolucionario y peligroso no insertarse en el aparato productivo. Detener el ciclo de producción y consumo capitalista no destruyendo las máquinas, como lo hicieron los luditas en el siglo XIX, sino a través de la inacción parece un escenario cercano a nuestros tiempos, sobre todo después de la aparición del Covid-19 y la desaceleración de la economía mundial por varios meses.

En la narrativa abortar la posibilidad de terminar una historia puede ser, muchas veces, un avance. La reflexión que obliga a dar un paso atrás convierte a la escritura en un proceso artesanal, lejos de los sistemas de producción en serie que fabrican casi todo lo que consumimos. Escribir a mano, por ejemplo, obliga a configurar con anterioridad lo que se quiere decir y, después, poner en marcha un movimiento, un impulso nervioso que solamente se detiene cuando hay que poner en orden una nueva frase. En la era industrial, con la llegada de las máquinas de escribir a finales del siglo XIX, la escritura se vuelve impersonal y mecánica. Imprimir palabras en un parpadeo tiene, entonces, un carácter más definitivo. Sin embargo, también existe el riesgo de agotar el pensamiento en ese ámbito en apariencia uniforme. Es autor estadunidense Henry Miller refiere que escribir en su máquina, dar golpes enfebrecidos a las teclas, semeja un combate de boxeo. Incluso, a veces el golpe puede dejarte vacío y el autor se queda en medio del ring sin saber qué decir, a dónde dirigirse. Apenas intuye que la duda, bajar los brazos, renunciar, son elementos valiosos pues obligan a inmovilizar las manos y mirar lo que se tiene enfrente como si fuera la obra de un extraño. En la actualidad la historia sigue corriendo en la mente de quien escribe mientras la pantalla permanece en blanco, como una superficie estéril. La renuncia a seguir es sólo la punta del iceberg porque, bajo el agua, sumergida en la molicie de los días, se gesta una idea, una frase que aparecerá en cualquier momento y que será origen de otras.

La renuncia en el arte, particularmente en la literatura, tiene varios disfraces. Uno de ellos es la digresión. Este recurso –una molestia para algunos lectores– es un elemento problemático para alguien que espera una historia sin espacios en blanco o dudas. La digresión es, simplemente, una negación encubierta: son pasos que van y vienen, dan vueltas, regresan al punto de inicio para intentar una nueva desviación o escape. Como el silencio no es una opción, como se tiene que hacer algo, entonces viene el parloteo que rehúye la coherencia y se refugia en frases que se contradicen, se superponen o dicen las mismas cosas. El autor austriaco Thomas Bernhard es, quizás, uno de los máximos artífices de este procedimiento. Su renuncia ocurre en dos niveles: la dolorosa certeza de que el lenguaje es insuficiente para contar casi cualquier anécdota y el discurso alucinado de los personajes que significa, para el que sabe ver, la imposibilidad de seguir adelante. Todos los escenarios que describe el autor están determinados por objetos, planes o, incluso, construcciones que fueron abandonados. En Corrección, una de sus novelas más famosas publicada en 1976, el personaje principal reconstruye, febrilmente, sin éxito, los planes de un tal Roithamer para erigir un edificio en forma de cono en medio del bosque. Nunca se sabe, a ciencia cierta, la funcionalidad u objetivo del proyecto. El no uso, la no utilidad, también es otra forma de renuncia.

Hay casos en los que una obra nunca se emprende, pero, milagrosamente, ocurre y se lleva a cabo gracias, precisamente, a la renuncia. Me refiero, en específico, al caso de Joe Gould, un vagabundo de Nueva York que, probablemente, era la oveja negra de una familia adinerada. El hombre, egresado de Harvard para más señas, se dedicaba a pedir ayuda a la élite bohemia de la ciudad en los años 40. Su motivo de vida era la construcción de una historia oral de Nueva York, una obra, según él, abultadísima, que recopilaba cientos o miles de entrevistas y pláticas que había tenido con gente de la ciudad. El pintoresco personaje fue objeto de una crónica famosa escrita por Joseph Mitchell, uno de los columnistas estrella de The New Yorker en aquella época. Ambos entablaron una extraña amistad, pues Mitchell le daba dinero esperando conocer más de su ambicioso proyecto y casi lo mantuvo durante largas temporadas. Sin embargo, cuando quería más información de la historia oral, Gould respondía siempre con evasivas, incluso ante la posibilidad de que, gracias a Mitchell, algún editor famoso publicara su trabajo. Después de un tiempo, el cronista se dio cuenta de que la obra no existía. Lo único que tenía el vagabundo era una serie de hojas maltrechas que reescribía constantemente con dos o tres anécdotas de su juventud que se movían entre la memoria y la inverosimilitud. Cuando Mitchell encaró a Gould para que le dijera la verdad, comprendió, como en una epifanía, que la obra era la persona que tenía enfrente: la renuncia a escribir, el fracaso personificado en la cotidianidad de un vagabundo, era la propuesta artística, la única realidad. Mitchell publicó, años después, El secreto de Joe Gould, una crónica que recupera la vida del clochard neoyorquino. Curiosamente, después de haber consolidado su carrera con esta historia, Mitchell sufrió una especie de bloqueo creativo que lo acompañó hasta su muerte en 1996. El cronista, inspiración de muchos, nunca dejó de acudir al edificio de The New Yorker; sin embargo, a partir de 1964, no produjo un solo texto. Siempre recibió su sueldo.

Imagino a Mitchell, encerrado en su oficina, solitario, sin atender una sola llamada. Quizás ha intentado escribir alguna historia. En su mesa hay decenas de notas, hojas de papel arrancadas y dispuestas sin orden frente a él. Tal vez no hay nada y el escritor se limita a observar, por la ventana, una ciudad que narró casi calle por calle y que ahora, a finales del siglo XX, ha perdido relevancia para él. Sus crónicas, llenas de nostalgia, intentan detener el tiempo y, a veces, lo logran, cuando leemos la puntual descripción de una taberna y sus parroquianos o las artimañas de los gitanos de Nueva York para estafar a cualquier transeúnte desprevenido. Mitchell ha perdido la relación que tenía con la gran ciudad y, por eso, ha decidido callar. La renuncia, a veces, mantiene más viva la memoria y eso, a final de cuentas, es otra forma de arte.