La noticia del regreso a clases presenciales, “llueva, truene o relampaguee”, sin duda contribuyó a la ya acalorada discusión sobre el sistema educativo y el impacto que ha tenido la pandemia del COVID-19 en la pérdida de las clases y, con ello, el aumento en el rezago, abandono y desafiliación escolar que ya eran preocupación desde antes de la llegada de esta crisis sanitaria.
El anuncio realizado por el ejecutivo federal provocó una gran diversidad de reacciones, las cuales pueden ser ubicadas entre dos posturas antagónicas. Por un lado, se encuentran aquéllos que ven imperativo el regreso, sobre todo por el bienestar de los estudiantes, no sólo físico, sino también emocional. Reconociendo que, el hacinamiento de los últimos meses, facilitó el aumento de la violencia doméstica, repercutiendo significativamente en el estado socioemocional de niños y adolescentes, que al no encontrar otro espacio donde apoyarse, quedaron expuestos y cautivos.
Es desde este punto que las autoridades educativas han mirado con buenos ojos la apertura de las instituciones escolares, reconociendo la labor no sólo educativa, sino también de socialización que la escuela tiene; funciones que posibilitan el aprendizaje de los estudiantes, pero también, el sostenimiento afectivo y emocional de los mismos. Sin duda, ningún educador podrá negar que en escuelas donde las condiciones están dispuestas, donde existe una infraestructura digna, donde asiste un cuerpo de profesores formado y en donde se ha construido un proyecto situado de centro, es decir, íntimamente relacionado con las características del contexto, la institución educativa puede favorecer el bienestar de los estudiantes.
Sin embargo, es precisamente lo anterior lo que preocupa a aquéllos que ven en el regreso a la presencialidad una decisión improvisada y escasamente planificada por las autoridades correspondientes (los que se podrían colocar en el otro polo de las opiniones). Sobre todo, cuando a dieciséis meses de haber cerrado las escuelas, no ha sido visible la preocupación de esas mismas autoridades por las condiciones que, incluso antes de la pandemia, tenían los edificios en cuanto a su equipación para llevar a cabo procesos significativos de aprendizaje.
En este escenario “hay que tomar riesgos”, se ha dicho, desplazando la perspectiva política y el énfasis que se tenía desde el inicio de la pandemia. En otras palabras, cuando se tomó la decisión de cerrar las escuelas, el foco de atención estaba en gestionar la vida de las personas y en cuidar la salud de los estudiantes. Por tanto, se instituyó una biopolítica que llevó un problema público a niveles moleculares. Las nuevas disposiciones en materia de salud y educativa atravesaron los hogares, espacios que, ubicados antes en el ámbito de lo privado, pasaron a ser parte del escenario cotidiano a través de las cámaras de los ordenadores de padres de familia, trabajadores de la educación y estudiantes. La vida en las aulas y las escuelas pasó a ser la vida en las casas, constituyendo un nuevo dispositivo escolar, que operado a través de ciertas tecnologías, sirvió para la reafirmación de una política sanitaria más amplia.
A grandes rasgos, la biopolítica estuvo ahí, en el mismo momento que transformó el espacio social, las relaciones entre las personas, los gestos, las actitudes, los encuentros y desencuentros. También se hizo presente con el aumento de la vigilancia de las conductas y el cálculo de los contagios, instaurando nuevos regímenes espaciales y temporales, en otras palabras, una nueva asignación de sitios para posibilitar la maximización de la vida.
No obstante, creo que se ha dado un deslizamiento en las últimas semanas, pasando de un modelo político de gestión de la vida, hacia uno cuyo campo de intervención parece decir que es hora, no de dejar vivir, sino dejar morir. Una necropolítica cuyo cálculo ya no es cuánta salud podemos procurar, sino ¿cuántas vidas podemos poner en riesgo? ¿cuántas muertes podemos tolerar como estado y poder seguir funcionando? ¿cuántas ausencias pueden ser permitidas sin que el caos se haga presente?
Política de cierto cálculo entre lo permitido y lo no permitido, pero también entre lo necesario frente a lo que no lo es. Pues, la decisión del retorno a las aulas, según las autoridades (aunque en realidad esto no termina de ser muy claro ni para ellos mismos), quedó en manos de los padres de familia en diálogo con los colectivos docentes. Con ello, se invisibilizó una problemática geográfica que ha estado presente a lo largo de la historia del país y del propio Sistema Educativo Mexicano. Al dejar la “autonomía” para el regreso a manos de la comunidad educativa, se ha dejado a su suerte a aquéllos que han sido mayormente golpeados por la pandemia, que no cuentan con los recursos para un retorno seguro; a instituciones ubicadas marginalmente, cuyos estudiantes no tienen acceso a servicios de salud de calidad que puedan sostener su vida en caso de contagio. ¿Qué vida puede gestionarse desde estas políticas disfrazadas de libertad?
Una auténtica libertad de decisión está ahí donde hay opciones, pero también donde existen condiciones para la toma de acuerdos, para participar y para organizarse. De lo contrario, no hay garantías para las vidas que históricamente han sido precarizadas y que, en estos momentos, en esta semana, tendrán otra pandemia más que superar.