Mucho se ha escrito en estos años recientes acerca de la inmensa cantidad de tareas que el presidente López ha encomendado a las fuerzas armadas. Nos referimos, claro está, no a tareas de carácter militar o que se puedan catalogar como de seguridad nacional, sino a muchas que deberían estar en manos de autoridades civiles. Esto no es nuevo: las fuerzas armadas mexicanas se dedicaban ya desde sexenios anteriores a demasiadas tareas que en realidad se encuentran fuera de su naturaleza militar: auxilio en casos de desastres (como primera instancia, antes que alguna autoridad civil), protección de casetas de peaje, de ferrocarriles, labores de reforestación, de limpieza de cañadas y predios baldíos, de protección de documentación electoral, tareas de salvavidas en las playas, de aseguramiento de escenas de accidentes aéreos, etc.
Desde que comenzó su gobierno, López ha añadido las siguientes actividades: control de puertos y aduanas, seguridad pública, construcción del aeropuerto de Santa Lucía, construcción de 2 700 sucursales del banco del Bienestar, construcción de dos tramos del Tren Maya, combate al robo de hidrocarburos, apoyo en la emergencia sanitaria por COVID-19, remodelación de 32 hospitales abandonados o inconclusos, apoyo en el control de la migración ilegal desde Centroamérica, custodia de pipas de PEMEX, apoyo en los programas “Sembrando Vida” y “Jóvenes Construyendo el Futuro”, custodia de la entrega de recursos de programas sociales, y creo que no se me olvida ninguno.
Para que quede aún más claro: en 2006, cuando comenzó, con ayuda de las fuerzas armadas, la ofensiva del Presidente Calderón contra el narcotráfico, se enviaron a esa lucha 37 253 elementos militares. Hoy están en las calles, con el mismo propósito, 80 210 elementos.
Es en este contexto en el que hay que entender los considerables aumentos en el presupuesto a las fuerzas armadas en los últimos años. Muchas personas se muestran preocupadas por la enorme cantidad de dinero que ahora se canaliza fundamentalmente al Ejército y a la Guardia Nacional (que, de facto, es ya parte de las fuerzas armadas), en menor medida a la Armada y, mucho más lejos, como siempre, a la Fuerza Aérea. En el último año del sexenio del Presidente Peña, las Secretarías de Defensa Nacional y de Marina ejercieron un presupuesto conjunto de 112 327 679 009 pesos, que ha ido creciendo paulatinamente para llegar, en 2021, a 141 858 096 663 pesos.
Y la Guardia Nacional no se queda atrás: su presupuesto recibirá, en el presupuesto de 2022, 50 000 millones de pesos más que en este año que termina, para llegar a 85 671 578 458 pesos. Y ante estas inmensas cantidades de dinero, los problemas de inseguridad en el país no solamente no se han controlado, sino que siguen aumentando. Y carecemos de suficientes jueces, ministerios públicos, fiscales y policías locales bien remuneradas y equipadas. Además, el presupuesto de la Guardia Nacional fortalece al aparato militar, pues la mayoría de sus elementos están adscritos a la SEDENA.
Sin embargo, estos incrementos a las fuerzas militares no se destinan a cubrir sus labores acordes a la naturaleza de dichas instituciones: salvaguarda del territorio nacional, protección de sus riquezas naturales, control del espacio aéreo y de la inmensa superficie marítima, protección contra el contrabando y la delincuencia organizada, etc., sino que se destinan a labores que en cualquier país democrático son realizadas por instituciones civiles: protección civil, policía, aduanas, constructoras, hospitales y otras instituciones de salud, guardia forestal, policía de fronteras, policía marítima, etc.
Por el contrario, las inversiones para mantener y garantizar las labores eminentemente militares se han detenido: el ambicioso programa para la construcción de siete fragatas más de la clase Juárez (Proyecto POLA: Patrulla Oceánica de Largo Alcance), los buques de guerra más modernos construidos en América Latina, se detuvo y nadie sabe cuándo se reanudará. El equipamiento con un helicóptero propio para la única fragata (“ARM Juárez”) también se detuvo, por lo que quedó un buque modernísimo sin su componente aeronaval, lo cual es un verdadero despropósito. La substitución de los venerables F-5 de la Fuerza Aérea tendrá que esperar años o incluso décadas, por lo que México es el único país de la OCDE que carece por completo de la capacidad de intercepción aérea. En este espacio ya hemos comentado cómo esta carencia ocasiona que casi todos los vuelos ilegales con contrabando o con droga que entran a nuestro país por la frontera sur entren con toda tranquilidad, sin muchas molestias. Quizá puedan ser detectados, pero rara vez interceptados. Los tres F-5 que quedan operativos sólo sirven para los desfiles, en la clásica formación escoltando a aviones de transporte, pues en verdad se ven bonitos, aunque ya no tengan ninguna utilidad en la práctica.
Es así que estamos, como ya nos ha acostumbrado la autodenominada “4T”, ante una paradoja: el presupuesto de las fuerzas armadas se ha ido a alturas nunca antes vistas en México, pero no para fortalecer sus labores y capacidades militares, sino para consolidar su papel como soportes del régimen que quiere implantar el presidente López. Si atendemos a lo que deben hacer unas fuerzas armadas, empero, eso sí que se ha descuidado, y muchísimo: el último reporte del “Global Firepower” (GFP), índice que analiza año con año el poderío militar en todo el mundo, México sigue descendiendo paso a paso. En el más reciente reporte, el GFP analiza las capacidades militares de 140 países basándose en 55 variables independientes, que incluyen, por ejemplo, las capacidades logísticas y tácticas, la diversidad de armamentos, la infraestructura portuaria y de otro tipo y la fortaleza industrial.
De 2018 a 2019, México pasó de la posición 32 a la 34 en dicho índice. Y en el 2021 estamos ya en el lugar 46. O sea que, a mayor presupuesto “militar”, las capacidades militares del país se debilitan, cosa verdaderamente paradójica si es que no conociéramos el contexto peculiar de las fuerzas armadas mexicanas, que ya mejor se dedican de lleno a la albañilería en lugar de atender las labores propias de las fuerzas armadas en cualquier país democrático del mundo.
Digamos aquí que el poder de fuego es la capacidad militar de ejercer la fuerza contra el enemigo. No debemos confundirlo con el concepto de “cadencia de fuego”, que describe el ciclo del mecanismo de disparo en un sistema de armas. La potencia de fuego involucra toda la gama de armas potenciales; dicho concepto debe entenderse como uno de los principios clave de la guerra moderna, en el que las fuerzas enemigas son destruidas o cuya voluntad de combate se colapsa mediante el uso suficiente y de preferencia abrumador de la fuerza.
Las escasas capacidades militares mexicanas en cuanto al poder de fuego, que se reflejan, evidentemente, en la baja calificación que año con año se obtiene en el GFP, pueden verse muy claramente si tomamos como ejemplo a la Fuerza Aérea Mexicana: de un total de 475 aeronaves de ala fija y rotatoria, sólo tres son de intercepción (¡!), 33 son de ataque (aviones ligeros adaptados para dicha tarea), 43 de transporte, 164 helicópteros, 27 de otros tipos y 205 son de entrenamiento (¡o sea, el 43.2% de la flota!). No se cuenta con helicópteros de combate ni con aviones de reabastecimiento en el aire, lo que hace que los helicópteros que podrían ser reabastecidos en vuelo no se aprovechen en todo su potencial. Esto, entre otras innumerables carencias.
En cuanto a la Armada de México, esta sufre de lo que los especialistas llaman “enanismo”, pues una enorme cantidad de sus unidades son pequeñas embarcaciones de patrulla, sin capacidades para detección aérea o submarina o de navegación en altamar. Así, si comparamos nuestras capacidades navales con Brasil y Colombia, por ejemplo, veremos que la primera de esas naciones está en condiciones de proteger un 70% de sus recursos marinos, Colombia puede proteger el 100% de los suyos y México sólo el 62.9%. Ambas naciones sudamericanas, además, podrían defender el 50% de sus recursos marítimos en contra de un Estado extranjero, mientras que México sólo podría defender el 10%.
Con estas aseveraciones no estamos pidiendo simplemente que se gaste más en armamento, sino que no se desvirtúe la naturaleza y la esencia de las instituciones militares, pues va a costar muchísimo tiempo y esfuerzo devolverlas a los caminos que deben recorrer, en lugar de construir y administrar aeropuertos y de involucrarse en negocios que incluso podrían corromperlas hasta la médula, como ya sucede en Venezuela, en donde, por lo mismo, las fuerzas armadas son el principal soporte del régimen autoritario. Hay que limpiar y fortalecer a las instancias civiles para que cumplan con sus labores (policías a nivel federal, estadual y municipal, aduanas, protección civil, impartición de justicia) y a la vez reforzar las capacidades de las fuerzas armadas para cumplir estrictamente con las funciones que deben cumplir. Hay que terminar con el mito de la supuesta superioridad moral del poder militar sobre el civil: los soldados, marinos y pilotos son también de carne y hueso. Lo verdaderamente trágico es que los fenómenos de perversión y desviación de actividades ocurren, aparentemente, con la plena aquiescencia y complicidad de las cúpulas militares.