El chile (¿estamos hablando de gastronomía, verdad?)
08/02/2022
Autor: Francisco Villanueva Huerta
Cargo: Estudiante Prepa Santiago

El chile es algo surrealista en México, podríamos decir que de los casi 130 millones de mexicanos, la mayoría come chile de manera constante. A la hora de comer siempre hay chile o algo picoso. Parece que el mexicano no puede vivir sin el placer masoquista de enchilarse. Pero ¿realmente el mexicano disfruta esta singular sensación o él mismo se induce a esta experiencia esperando encontrar una esperanzadora respuesta a su desgracia? Para mí es la segunda opción: el chile no es algo deseable en sí mismo, nadie busca a esta singular fruta para tener un buen momento. En México sufrimos de muchas desgracias, pero la principal es la pobreza y la inseguridad. El chile es una droga para el mexicano, una droga que lo ayuda para olvidar que es pobre o para olvidar el reciente asalto en el transporte, pero aún en su condición de droga, el mexicano no identifica al chile dentro de las drogas “relajantes”, más bien el chile exalta al sistema nervioso bucal, creando una sensación de dolor que generalmente es caricaturizada como fuego. Una vez empezada esta reacción, el comensal siente una gran necesidad de ingerir algo para aplacar el picor. A diferencia de la mayoría de los países, cuando un mexicano consume chile, no quiere tomar agua, todo lo contrario, el mexicano quiere seguir consumiéndolo hasta terminar su platillo, forzando su aguante del dolor. Cuando uno termina de consumir su picoso platillo, la boca está algo hinchada, toda el área bucal duele, uno siente un ligero cosquilleo por las mejillas y, a pesar de todo, después de comer, uno sonríe, mostrando la gran satisfacción de haber superado el reto.

Todos hemos contemplado una escena de alguien enchilado, o incluso hemos sido los protagonistas. Recuerdo con claridad la última vez que me enchilé a tal grado de sentir que me moría. Era un 15 de septiembre, todo el país estaba en la euforia de celebrar algo que muchos llaman “la independencia”, pues puede que nos hayamos independizado de España, pero no del dominio de una potencia extranjera, aunque este sea económico y no territorial como antes. En medio de aquella loca emoción, mi familia llegó a la casa del sobrino más querido de mi padre, el cual, afortunado marido de una excelente cocinera, sonreía ante el festín que se avecinaba mientras mostraba su crecido estómago. Carlos, pues así se llama el sobrino predilecto, nos dió la bienvenida a su no tan humilde morada y se sentó en su sala, esperando a que nosotros cinco hiciéramos lo mismo. Platicamos un rato, hablamos de las estupideces masculinas de rutina, esperamos unos cuarenta minutos la comida y, cuando por fin estuvo lista, fuimos en una alegre procesión a la mesa. En medio de tan sabrosa velada, llegó el plato principal, el típico pozole verde que en tiempos prehispánicos era un poco diferente al que se degusta ahora. El pozole fue servido primero a Carlos, el patriarca de los anfitriones, mientras tanto el resto de los presentes esperábamos con ansias casi salvajes nuestro turno.

Finalizado el solemne y lento ritual que consistía en servir el pozole, todos empezaron a comer, todos excepto yo, pues mis engañosos pensamientos me indicaron que no era suficiente el chile que de por sí contenía el caldo del pozole. Identifiqué un frasco de chiles serranos caseros con el propósito de volver un “poquito” más picosa la ya de por sí rugiente comida. Mi mano lentamente abrió el frágil frasco, temerosa de tronar aquella reliquia antes de poder disfrutarla. Después de abrirlo, mi mano tomó un pequeño chile para partirlo en dos y posteriormente mezclarlo en el pozole con ayuda de la cuchara. Terminada la ceremonia de preparación, tomé mi cuchara asignada, y comí aquel divino platillo, legado del pueblo de Huitzilopochtli. Lo siguiente fue absurdo, después de comer la primera cucharada, quise oler de cerca mi platillo para gozarlo más, forzando a mis fosas nasales a abrirse para permitir el paso del mitológico olor. En ese mismo instante, el olor de Mictlantecuhtli, temida señora infernal mexica, me llegó directo a la garganta. Inmediatamente comencé a sufrir por el picante, pero sintiendo una desconocida motivación, digna de Quetzalcóatl, seguí luchando contra Mictlantecuhtli y su picante secuaz. No pude vencer en combate frontal, pues aunque Quetzalcóatl me ayudara, Mictlantecuhtli plantaba de manera horrible sus trampas de fuego, así que Quetzalcóatl, en un último esfuerzo, llamó a su amigo Tlaloc para que en forma de agua potable, entrara a mi cuerpo para amortiguar a la malintencionada diosa de la muerte mexica. Ciertamente las líquidas tropas de Tlaloc amortiguaron a Mictlantecuhtli, pero al final solo fue posible vencer al ejército infernal mediante una paciencia muy grande. Después de tan absurda experiencia, todos en la mesa se estaban riendo, pues mi insensato intento por terminar el plato me había hinchado la boca de una manera ridícula, además de haberme dejado la cara roja como un tomate.

Ciertamente sufrí mucho, pero mientras duraba el efecto del chile, se me aclaró la mente y me respondí muchas preguntas, olvidando cosas tan básicas como que existía el coronavirus o la esencia de cualquier amenaza de cualquier tipo. En ese momento comprendí el porqué los mexicanos nos intoxicamos de chile de una manera tan espectacular. Básicamente el chile te hace olvidar las cosas, pues su efecto doloroso evita que concentres tu atención en cualquier cosa ajena a la experiencia de comerlo, pero después de eso, su efecto se relaja y te permite pensar más claro, pero dejando de lado algún mal recuerdo o hecho. Ahora bien, independientemente de esto, el chile siempre ha tenido un papel central en nuestra cultura. La ubicación del actual territorio Mexicano hacía favorable el cultivo de especies llamativas adaptadas a las tierras cálidas de Anáhuac. En todas las culturas prehispánicas el chile era sumamente apreciado. Por ejemplo, para los mexicas la importancia del chile era militar, religiosa y gastronómica. Muchas veces en sus tácticas de guerra, los mexicas quemaban chiles para producir su tóxico humo, el cual sería un equivalente menos dañino al gas mostaza de la Primera Guerra Mundial. Su uso religioso se encontraba en las ofrendas realizadas, pues la diosa del chile era hermana de Tlaloc y se consideraba necesario aplacarla con ofrendas que llevarán su alimento predilecto. Finalmente, su uso más famoso era en la gastronomía, donde se usaba siempre para sazonar la comida. Cuando se estableció la Nueva España, los españoles, lejos de abandonar este controversial alimento, lo introdujeron a su cocina, creando nuevos platillos picantes productos del mestizaje, como las chanclas o el pozole de puerco. Después de obtener su independencia, México necesitaba socios comerciales de manera urgente, los cuales obtuvo a través de los años. De esta manera México se convirtió en el principal exportador de chile. En la actualidad esta fruta es un gran activo para la economía mexicana y también para la economía regional de América del Norte. El chile trasciende lo gastronómico.

Al final el chile sirve para hacernos las víctimas y, quizás, apostar por el olvido. Por algo el chile es tan demandado en las fiestas, pues potencia enormemente el efecto que estas tienen para hacer olvidar desgracias a la gente. Los mexicanos solemos burlarnos de aquellos que no pueden llevarnos el ritmo cuando se trata de consumir chile. Es común descalificar gastronomías enteras porque estas no son tan picosas. Creemos que consumir mucho chile significa ser fuerte, pues consiste en aguantar un alimento hasta al final, aunque éste duela más de lo que guste. Bueno, resulta que esto es falso, consumir el chile de esa manera, no es un signo de valentía. En México preferimos mostrar fuerza en lugar de, por ejemplo, hablar de nuestros problemas personales. Si los hombres evitamos los estereotipos masculinos de siempre nos tachan de “afeminados”, relación que no tiene lógica alguna. Es algo triste pensar que el chile dejó de ser algo sagrado para usarse como símbolo de aguante y de valor. Hay que eliminar muchos estereotipos en la cultura mexicana, empezando por los de género: si eres mujer, a la cocina, a limpiar la casa, evitar quejarse del esposo, servir como esclava de éste y a cuidar a los críos, pero si eres hombre, a trabajar todo el día, a comer chile como loco, a no expresar ningún sentimiento y a ver fútbol. Necesitamos trascender los estereotipos que nos adjudicamos nosotros mismos para poder encontrar la luz del verdadero progreso y comenzar una evolución real.