Se ha convertido en costumbre utilizar las historias de Disney en mis clases como herramienta explicativa. Si, por ejemplo, quiero explicar el conservadurismo de Edmund Burke, sólo tengo que hablar a mis alumnos de Beauty and the Beast, invirtiendo las categorías argumentativas, es decir, convirtiendo a Belle en la acérrima enemiga de las costumbres de la comunidad. A la crítica a una sociedad devota de sus tradiciones, donde las cosas suceden en tiempo casi cíclico, en un eterno retorno de lo mismo a partir del cual la sociedad se da a sí misma vida, Burke respondería con un: Duh! (recordemos que era inglés, no usaba palabras malsonantes en castellano). En un sentido similar, Moana se convierte en la enemiga de todo tiempo cíclico, de la voz autoritaria de un pasado que se pierde en la memoria: la escuincla quiere salir al mar aun cuando la comunidad sabe que dicha empresa es peligrosa.
Hasta hace poco esta estrategia había resultado prácticamente inocua—advierto: seguiré recurriendo a Disney, seguramente, porque hay placeres que, aunque se vuelvan culposos, no deja uno de fomentarlos—hasta que me detuve en una canción que mis hijos solían cantar—hoy ya están pisando, peligrosa y perturbadoramente, los confines de una pubertad que plantea seriamente la posibilidad de salir corriendo y reproducir en carne viva El Grito de Munch—y que me dejó pensando. Citemos la mentada rola:
Hoy voy a hablarte de mis héroes
Que me vieron crecer
Desde el león que se hizo rey
Hasta la princesa que rompió la ley
Si me preguntas a mí, de ellos aprendí
Que hay personas por las que vale la pena derretirse
Todo es posible, incluso lo imposible
Las virtudes, a veces, están bajo la superficie
La belleza está en el interior
Recuérdame, aunque te diga adiós (adiós, adiós)
Debo dejar de ser algo que no soy
La tonadita es suficientemente pegajosa para que, todos los que tenemos hijos pequeños, terminemos por incorporarla dentro del acervo musical cotidiano. En esencia, la letra de la canción apunta a una lógica de virtudes que resulta, de hecho, bien lograda.
Mi reflexión se centra más bien en la frase “de ellos aprendí”. Mastique el querido lector esta idea por unos segundos. ¿Qué diabólico proyecto se esconde ahí? Por supuesto, no me refiero a teorías conspiracionistas que quieren ver en Disney a un destructor de la inocencia, a un pervertidor de menores o peores cosas que uno escucha en ocasiones. Lo diabólico está ahí, abierto a quien quiera verlo: Disney como educador, el espectáculo venido a pedagogía o, mejor dicho, a filosofía de la educación.
Lo que me aterró en este viaje ético-psicodélico tan similar al mundo de Alice in Wonderland fue la constatación de que detrás de mi aparentemente inofensiva estrategia de utilizar ejemplos “a la mano” se escondía una verdad escalofriante: utilizamos esos ejemplos porque aquellos otros, auténticos pilares del genio humano, piedras preciosas de la espiritualidad más exquisita, están vedados para las nuevas generaciones. ¿Quién ha escuchado de Dostoievski, de Dante, de Orwell, de Kundera, de Kafka, de Auster, de Munro, de Atwood, de Sartre, de Mishima, de Goethe, de Joyce, de Faulkner, de Steinbeck, de Sallinger, de Vonnegut, de Shelley, de Baricco y de un sinfín de extraordinarios literatos que nos han bendecido con una miríada de imágenes, críticas, cuentos, moralejas, dilemas, aporías, paradojas, sátiras, epopeyas y más?
La pregunta emerge, entonces, prístina: ¿De quién aprendiste? Esto implica al menos, un par de reflexiones. Primero, todos aprendemos de alguien más; el autodidacta no es sino un ser humano que prefiere que su tutor no hable más que para exponer argumentos, es decir, que intercambia persona por libro. Todos somos una co-creación; el yo sólo puede comprenderse como un producto, una síntesis de fuerzas que, asaltando el espíritu del agente, llevan a cabo una guerra a muerte que dará como vencedor a uno solo, que será capaz de decirse constitutivo de la persona. Acompáñame a estar solo, dice un cantautor de muy cuestionable valía, regalándonos una frase de extraordinaria profundidad (lo que no quiere decir que su autor la entienda): hasta en la soledad somos-en-compañía. El ser humano es animal social no como posibilidad (piense el lector en la decisión de votar o no votar…, [[recordamos aquí al lector, a modo de anuncio: no salga a votar al espectáculo de la revocación de mandato]]), sino como esencia, como realidad inescapable. La sociabilidad está encarnada en el ser humano, es lo más inmediato a su yo.
Segundo, el aprendizaje no discrimina. Se aprende de las experiencias lo mismo que de los viajes, los libros, las revistas (Seventeen y Quién como ejemplos malditos), las redes sociales (Tik-Tok inscrito ya en la historia universal de la infamia de aquel ciego que veía demasiado), los eruditos, los fantoches, los demagogos, los puritanos, los radicales, los desplazados… y hasta de los abogados. ¿De quién aprendiste tú? es la pregunta que me parece importante lanzar hoy. No a los estudiantes. A los profesores. ¿Quién te enseñó a pensar, a sentir, a empatizar, a juzgar, a criticar, a leer, a analizar…? ¿Quién te hizo ser ese ser que eres tú mismo, a partir de historias o experiencias u horrores? Hoy más que nunca me parece fundamental la pregunta, hoy que los estudiantes (y, seamos honestos, algunos profesores) han renunciado al milagro de la lectura, quedándose con lo que ya tienen, cómodos en sus certezas, sus prejuicios, sus supersticiones. ¿Quién te hizo: tu padre, tu madre, un profesor, un ídolo musical, una pareja tóxica? La boca habla de lo que se le ha enseñado a decir. Nadie nació políglota: todos fuimos presentados a complejísimos juegos de lenguaje que adoptamos paulatinamente y que se convirtieron no en una herramienta, sino en nuestra razón misma, no en posibilidad sino en el acto de ser-sí-mismo.
Quisiera aquí detenerme y lanzar un reto. Querido lector, pregúntate: ¿De quién aprendiste? ¿Fue Disney y su espectacular vacuidad, las redes sociales, o las grandes obras del espíritu humano? Y, a partir de ello, ¿qué canción escribirías tú?