Para mi familia, siempre.
Somos. Descuidados y reos de un lenguaje malsonante, aristócratas incomprendidos; somos tierra dura y roja lo mismo que arena caliente que quema y enamora, somos pasión y arrojo, orgullo y rectitud, somos hijos de tiempos que parecen olvidados.
Somos un coro de voces, a veces corifeo, a veces barahúnda, a veces simplemente bohemios que gustan de historias de cronopios y de famas, de historias universales de la infamia, de viajes a Liliput, Laputa y a la tierra de los houyhnhnms, somos días fríos de resguardo de la azul tormenta.
Somos riqueza en la escasez, generosidad en la abundancia, poemas que surgen de la nada, haiku disfrazado de caricias. Somos de aquí sin ser de ningún lado, pues somos exiliados, peregrinos cobijados con la sábana santa de una promesa. Somos el primer sorbo de un vino que ha respirado con los años.
Somos abrazo y calor, palabra que acerca, mirada que asegura que, después de todo y a pesar de todo, hoy es siempre todavía y la vida nos encuentra juntos, quizá víctimas de la costumbre, quizá sucumbiendo a la necedad… quizá, empero, arrojados por la fuerza invencible de la amorosa complicidad.
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La vida parece en ocasiones una violenta ruleta de majaderas abominaciones, siempre con dados cargados, inevitablemente trágica, irreduciblemente perversa. La vida interna, un infierno apenas discernible del infierno afuera, de la guerra y la viuda y la niña que te mira a través de unos ojos que te lo dicen todo.
La vida es vida, pero sólo a veces. Pues al fin de la jornada, desvestidos de la rabia que nos asaltó ese día, volvemos con flores y risas a encontrarnos con aquellos cuya mera existencia supone el milagro por excelencia. Y así, un beso te catapulta del mismísimo séptimo infierno al coro angélico, y un abrazo pequeño y cuidado te recuerda que el tiempo nunca se termina, que en tu tesoro cobra tu corazón respiro para lo eterno.
Inmortales viviendo entre pura contingencia, resplandor de un tiempo que no acaba, que se convierte en pura duración, en la exquisita presencia del nosotros. Somos una eternidad que comienza en la palabra que nos damos, en el beso gratuito, en el dibujo de un abrazo descalzo.
Hoy es siempre todavía, porque en nosotros la eternidad respira y sonríe y difumina las fronteras y los pretextos y previsiones de toda estirpe; porque el infierno se apaga en presencia de la voz atronadora de la risa que reímos cuando el espacio de cada uno se vuelve nuestro espacio; porque en la alegría nos regalamos más futuros, y en el dolor vemos el pasado, y el pasado nos sonríe sin tiempo.