Todo el drama mediático empezó el día en el que las palabras de Amber Heard se volvieron proféticas: no sólo presenciamos los alcances de lo que hasta ahora sabemos que fue una brutal campaña difamatoria en contra de Johnny Depp, sino que también fuimos testigos de los efectos negativos de nuestra actual cultura de la cancelación. A Depp no sólo no le creyeron, sino que, además, le negaron todo derecho a réplica. Nos percatamos de que, mientras que a ella la coronaban como la valiente y emblemática heroína que, tras haber sobrevivido a casi año y medio de agresiones desmedidas, se atrevía a alzar la voz en representación de todas aquellas mujeres que viven o han vivido en contextos de violencia doméstica, Depp era constantemente señalado y repudiado. Heard sabía, en efecto, que al apropiarse de una causa justa y volverse el símbolo mediático de movimientos como “Me too”, no sólo se le daría mayor publicidad a sus proyectos cinematográficos, algo que Warner vería con excelentes ojos, sino que también se le otorgaría el poder para manipularnos y hacernos creer que Depp era una persona violenta: le creímos ciegamente a costa de perjudicar y destruir gratuitamente la imagen de un hombre que, si bien no es ningún santo –él mismo ha admitido que se droga y que tiene problemas con el alcohol-, tampoco es la imagen viva del mismísimo diablo. Bastó un buen titular en el Washington Post y el efecto viralizante de las redes sociales y los mass media, para que la vida de un hombre, la de toda su familia se convirtieran en un verdadero calvario: lo de menos era perder al Capitan Sparrow o a Grindelwald, tras esta difamación Depp perdería más que eso en razón de una fe ciega a una víctima que resultó ser la victimaria.
Pero, ¿por qué si existían tantas inconsistencias en las supuestas evidencias de Heard, decidimos creerle ciegamente? ¿Qué nos hizo caer tan fácilmente ante las falsas acusaciones de Heard? ¿Cómo pudo ganar tan fácilmente los dos juicios previos, el de divorcio y la demanda contra The Sun en UK? Aunque la respuesta a estas cuestiones es multifactorial, pues la realidad siempre es mucho más compleja de lo que imaginamos, me gustaría enfatizar en lo que, a mi parecer, constituye una de las causas más relevantes, preocupantes y sensibles en todo este embrollo, a saber: la basta cantidad de casos de violencia de género en los que, por no creerle a las víctimas, se propició que este tipo de crímenes se siguieran perpetrando o, en el peor de los casos, permanecieran del todo impunes. Basta mencionar el caso de Larry Nassar, quien fuera el médico del equipo nacional de gimnasia en Estados Unidos hasta su juicio en 2017, y a quien se le acusa de haber perpetrado diversos crímenes de abuso sexual durante muchos años, tanto a niñas como a jóvenes atletas que, en su momento, se sintieron totalmente desprotegidas y abandonadas: nadie les creyó, nadie las escuchó y, como consecuencia, nadie hizo nada para evitar que siguieran ocurriendo este tipo de abusos sexuales.
Lamentablemente, algo semejante ocurre en México con infinidad de casos de violencia contra las mujeres, las cuales, al no ser creídas ni escuchadas, terminan por ser abandonadas a su propia suerte. De hecho, sabemos que en México y en otros países de Latinoamérica, principalmente aquellos en los que existen altos índices de desigualdad y violencia de género, movimientos como “Me too” han cobrado mayor fuerza en los últimos años, en razón del aumento significativo de mujeres que son víctimas reales de este tipo de violencia. Movimientos que, sobra decirlo, han ayudado a visibilizar y a dar voz a muchas mujeres que son víctimas, potenciales o reales, de violencia de género, razón suficiente para seguirlos apoyando e impulsando, como organizaciones que son indispensables para alcanzar tanto una auténtica democracia, como el bien común que es asequible a nuestras posibilidades. Que en el caso de Heard y Depp, la víctima resultara ser la principal fuente de violencia y, por ende, la auténtica victimaria, no significa que, como se han afanado en decir algunos críticos, estemos frente a movimientos que o están agonizando o deberían hacerlo, cuando en realidad una cosa no tiene que ver con la otra: que Heard usara estos movimientos para sus propios fines e intereses, no significa que automáticamente todos los esfuerzos realizados por estos movimientos queden deslegitimizados. Por el contrario, es importante que sigan existiendo estos movimientos para que se haga justicia y se atiendan todos aquellos casos que parecen haber quedado a la deriva.
Pero, así como tenemos la obligación moral de seguirle dando vida y apoyo a todos estos movimientos y causas justas en favor de la mujer y en contra de la violencia de género, algo de vital importancia para alcanzar una auténtica cultura del encuentro, también debemos evitar caer en el extremo contrario y creer que, como afirmó inicialmente la doctora Dawn Hughes cuando subió al estrado para testificar a favor de Heard, sólo hay abuso sexual cuando la violencia va del hombre a la mujer. Por más que el número de hombres que padecen violencia de género sea ínfimamente menor que el número de mujeres que lo viven día a día, eso no significa que podamos o debamos negar la existencia de casos donde la mujer es la victimaria y el hombre la víctima. Hacerlo es darle fuerza a aquella narrativa misógina que nos dice que el hombre debe “aguantar vara” y “no ser nenita”, un discurso profundamente marcado por ciertos estereotipos de género que debemos erradicar, si es que queremos una sociedad más justa. De ahí que, al mismo tiempo que debemos buscar que los casos de violencia de género (o la violencia doméstica, la laboral, etc.) sean tratados con mayor humanidad –tomándonos en serio, por ejemplo, las acusaciones de una potencial víctima y no dejándolas a la deriva-, no debemos permitir tampoco que se pierda la presunción de inocencia. No es lo mismo tomarnos en serio este tipo de acusaciones, que darlas por sentadas simplemente porque vienen de alguien que pertenece a un grupo al que tradicionalmente se le ha asociado con este tipo de violencia, ya que corremos el riesgo de cometer una injusticia.