En el año 2014 escribí un ensayo llamado “Los tipos duros dan clases” para una revista que me había invitado a colaborar con un texto de temática libre. No tuve que pensarlo mucho: hacía tres o cuatro años me había estrenado como maestro en un pequeño bachillerato y tenía, a flor de piel, varias experiencias iniciáticas. Ahora, después de una década dando clases, he acumulado muchas cosas: sismos, emergencias médicas, alumnos con los que sigo teniendo contacto y he visto su evolución en un mundo cada vez más hostil. Con el tiempo también me he dado cuenta de la importancia de la labor docente y su papel como engranaje central de todo el sistema educativo. Es él quien da la cara al alumno y quien se asegura que desarrolle alguna habilidad que le permita sortear el futuro. La relación humana que se establece en un aula aún puede transformar la mente de un joven más allá de programas obsoletos y de la educación convertida en un artículo de mercado.
Cuando llegó la pandemia y ocurrió la mudanza a clases en línea, sentí una especie de alivio culpable: por un lado, podría levantarme más tarde y tendría más control de grupos con alumnos ruidosos. Tendría el poder, como si fuera un demiurgo digital, de silenciar micrófonos o sacar a algún muchacho escandaloso con sólo presionar una tecla de mi computadora. Por un tiempo funcionó bien. Sin embargo, después de cumplir el año en línea, percibí los costos que se tienen que pagar cuando se abandona el contacto físico con el alumno. Por un lado, cuesta mucho trabajo dar seguimiento a personas de las cuales no sabes casi nada. Son sólo imágenes en tu pantalla, iniciales de sus nombres convertidas en fotos de perfil, voces que no puedes relacionar con un rostro. Dar clases se convertía casi en un podcast educativo o en un programa de radio con esporádicos intercambios con los escuchas. Llegué a asumir a tal grado esta idea, que empezaba mis clases con una selección de música y, antes de hablar del tema, comentaba sobre el clima, el calendario, alguna anécdota chistosa e ideas que iban surgiendo en mi mente. Quizás hacía eso para darle más sentido a mi vida tras la pantalla, en clases continuas que iban de las 7 de la mañana a las 2 de la tarde. Cuando se anunció el regreso gradual a las aulas, sentí –otra vez– el alivio culpable: ya no estaría como autómata atrás de una pantalla, pero me enfrentaría a un mundo nuevo, un mundo con más restricciones y dificultades.
La pandemia –antes y después de las clases en línea– me mostró la delicada situación que viven muchos alumnos: problemas depresivos, hogares fragmentados por el deceso de alguno de los padres y un sinfín de inconvenientes económicos. Quizás, lo más importante, es la sensación de que no existe un futuro o que éste, repentinamente, llegó en una versión que pocos esperaban. Los maestros funcionaron como una barrera de contención y, sin embargo, nunca hubo un plan especial para ellos. Los programas siguieron con pocas adecuaciones y la carga laboral se trasladó al hogar con todas las complejidades que esto implicó, sobre todo para las maestras que tuvieron que llevar al extremo su papel simultáneo de madres y trabajadoras. La dinámica productiva no se detuvo para las actividades esenciales incluyendo el ciclo escolar y, a pesar de eso, fuimos privilegiados por quedarnos en casa, lejos de la vía pública y las aglomeraciones.
Ser maestro durante la pandemia reafirmó mi vocación. Además, dar clases, era un paso inevitable en mi vida: mi padre impartió algunos cursos universitarios y mi madre fue normalista y trabajó en una primaria en la Ciudad de México. Quizás mi destino se había anunciado años antes cuando jugaba futbol en la universidad. Sin muchas habilidades para conducir el balón, opté por la portería. Tenía buenos reflejos y salvaba al equipo en numerosas ocasiones. Sin embargo, lo ingrato de la posición es que un solo error en el arco provoca una derrota y los dedos acusadores apuntarán hacia ti sin importar lo que hayas hecho antes. Pocos años después trabajé como corrector en un par de diarios y la historia se repitió: todas las tardes enmendaba –en los casos más graves reconstruía– noticias escritas por reporteros que apenas podían redactar párrafos coherentes. Un error bastaba para que me llamara, furibundo, el editor. No le importaba el cansancio o la monotonía del trabajo: un corrector al igual que un portero nunca debe fallar. No importa la estructura deficiente, el bajo sueldo, la falta de motivación o los compañeros de trabajo y directivos que sabotean constantemente tu labor. Y, sin embargo, tú sigues ahí, en el filo de la navaja, pensando que podrás arreglar un texto para un lector que no conoces, evitar un gol para que el equipo tenga confianza o establecer un canal de comunicación con un alumno del que ignoras casi todo, pero con el que te sientes identificado de alguna manera misteriosa.
La pandemia nos enseñó a los docentes que el equipo nos falla, no tenemos las herramientas adecuadas y la estructura está a punto del colapso, pero en el aula aún puede surgir la empatía y una solidaridad volátil que se tiene que renovar todos los días. Si cometemos un error, todos hablarán del maestro y no de las difíciles circunstancias que lo rodean. En los momentos más duros te sientes como el portero a punto de enfrentar el tiro penal. Todo está en contra tuya y las posibilidades de salvar al equipo son mínimas. Sientes que estás en una coreografía y, por un instante, quieres quedarte inmóvil y dejar que el partido siga su marcha. Sin embargo, el sólo hecho de estar ahí, de representar una incierta esperanza, hace que te lances para tratar de impedir el gol. Así, mientras el balón va al fondo de las redes, intentamos salvar a los estudiantes y al mundo.