El jueves 8 de este mes falleció Isabel II de Inglaterra, después de 70 años de reinado, durante los cuales fue la imagen por antonomasia de la monarquía, de esa forma de gobierno que se resiste a morir. En ese cargo, la reina Isabel se caracterizó por la serenidad, la dignidad, la discreción y la conciencia del deber. Podemos decir que Elizabeth Windsor fue, por un lado, referencia de una sociedad cambiante y, por otro, defensora de la existencia y estabilidad de una institución antiquísima: la monarquía inglesa. La reina puso su sello en la segunda mitad del siglo XX y en el primer cuarto del XXI, como cabeza de Estado de una nación que, aunque venida a menos, ha sido desde hace siglos protagonista de la historia de la humanidad, para bien y para mal. Su largo reinado, sus características personales, su posición privilegiada como observadora de los acontecimientos políticos de primer orden en los escenarios internacionales, su intensa agenda de viajes por todos los rincones del planeta, su inquebrantable voluntad de cumplir con su deber hasta el último aliento y su popularidad dentro y fuera de las fronteras de su país serán elementos que muy probablemente provoquen que la fallecida monarca le dé su nombre a una época, de manera similar a la reina Isabel I, por quien hablamos de una “época isabelina” en la segunda mitad del siglo XVI y el primer cuarto del XVII.
Isabel I representó el amanecer de Inglaterra como potencia mundial, después de violentos choques con otras naciones europeas; era un país en gran medida medieval, en tanto que otras naciones europeas ya disfrutaban de los aires nuevos del renacimiento. Más adelante, en el siglo XIX, la reina Victoria personificó el apogeo del Imperio, el ímpetu del moderno capitalismo liberal, las ideas de mayores derechos sociales y políticos, la expansión de la cultura inglesa por todo el mundo y la influencia decisiva sobre las familias reales europeas. Por eso se habla de una “época victoriana”. Isabel II, por su parte, encabezó a un país que, después de la Segunda Guerra Mundial, encontró más o menos pacíficamente su camino como elemento de estabilidad internacional durante los 70 años de su mandato, con alguna que otra excepción, como la Guerra de las Malvinas, y que supo deshacerse de sus colonias con alguno que otro tropezón, pero sin colapsar como Estado y encontrando una nueva posición al frente de la Mancomunidad de Naciones. Actualmente, aunque en medio de una severa crisis que mucho tiene de elementos “hechos en casa”, el Reino Unido es la quinta o sexta economía del planeta, según los criterios que se sigan.
Un reinado tan largo no puede estar fácilmente libre de escándalos familiares, de los que Elizabeth no siempre salió bien librada. Quizá el episodio más sonado, más desafortunado y más dañino para la figura de la reina fue lo que sucedió en torno a la princesa Diana, al grado de que hay detalles sobre su muerte en un accidente automovilístico en París que siguen siendo objeto de especulación y maledicencia. Ciertamente, el trágico fallecimiento de Diana fue uno de los episodios en los que no se vio a la reina actuar con serenidad, aplomo y soltura, sino desorientada, lejana y a destiempo.
Cuando Elizabeth Alexandra Mary Windsor nació en Londres el 21 de Abril de 1926, el Imperio Británico había alcanzado su máxima extensión, pero ya estaba mostrando las semillas de la decadencia, después del terrible desgaste que significó la Primera Guerra Mundial, aunque de ella hubiese emergido Inglaterra como una de las potencias triunfadoras. Los movimientos de liberación ganaron impulso en las colonias, mientras que otras potencias occidentales, como Alemania y Estados Unidos, eclipsaron la productividad de Gran Bretaña y desafiaron su supremacía en todos los órdenes: en el industrial, en el cultural, en el político, en el financiero, en el tecnológico y en el militar. Los Windsor también se vieron afectados por los cambios ideológicos y morales de la época, ante el hecho de que en muchos países, como Italia, Alemania, Rusia, Grecia y España, las cabezas coronadas tuvieron que abandonar sus países y huir al exilio, para dar paso ya sea a repúblicas o a regímenes totalitarios. Un extremo grotesco ocurrió en Rusia, en donde la familia real fue brutalmente asesinada.
Elizabeth, siendo niña, no estaba destinada aparentemente a portar la corona real, pues estaba en el tercer lugar de la línea de sucesión, pero su padre inesperadamente tuvo que ascender al trono en 1936 después de que su hermano mayor, Eduardo VIII, quien coqueteaba con los nazis, abdicara al trono debido a su relación amorosa con una mujer estadounidense, Wallis Simpson. Toda la vida posterior de la reina, escribió su biógrafo alemán Thomas Kielinger, puede describirse como un "intento de revertir estas condiciones: anteponer los deberes a la felicidad privada".
La joven princesa heredera al trono vivió la Segunda Guerra Mundial, que anunció el fin del Imperio Británico, en el aislamiento de las numerosas casas familiares. Ella y su hermana Margaret, cuatro años menor que ella, se mudaron del Castillo de Balmoral en Escocia a Sandringham House en Norfolk, y de allí a Royal Lodge y más tarde al Castillo de Windsor, cerca de Londres. Las institutrices se ocupaban de su educación. La futura reina sirvió incluso como chofer y mecánica en las fuerzas auxiliares de las fuerzas armadas inglesas. En medio de los ataques aéreos alemanes en Londres, Elizabeth hizo un llamado a la perseverancia en el programa infantil de la BBC: "Estamos haciendo todo lo posible para ayudar a nuestros valientes marineros, soldados y aviadores, al igual que estamos tratando de hacer nuestra parte en los peligros y las penas de guerra para llevar. Sabemos, cada uno de nosotros, que todo estará bien al final”. Estas palabras fueron pronunciadas por una jovencita de 14 años de edad, pero que ya sabía muy bien y desde hacía mucho tiempo lo que estaba por venir para ella. Cuatro años antes, cuando su padre ascendió al trono, Margaret le preguntó si algún día se convertiría en reina. "Creo que sí", fue la lacónica respuesta.
Así comenzaron siete décadas en el trono, durante las cuales Isabel II se convirtió en un punto fijo de referencia para una sociedad que cambiaba rápidamente después de la guerra, y en una pantalla de proyección para personas de todo el mundo, incluso fuera del ámbito de Inglaterra y la Mancomunidad. Ella fue primero una reina aparentemente demasiado joven para enfrentarse a las exigencias de ser cabeza del estado, pero después se convertiría en una soberana sorprendentemente anciana pero nunca vieja. Fue, como toda figura pública de su envergadura, admirada y criticada, a veces con más pasión que argumentos, a veces a la inversa. Pero en todas las funciones que el tiempo y las circunstancias le impusieron, Isabel II siempre se mantuvo fiel a sí misma, acompañada de esa sonrisa única que tan sibilina podía parecer y que no cambió con el paso de los años, aunque después de la muerte de su esposo, el año pasado, ciertamente se volvió menos frecuente.
15 Primeros Ministros sirvieron durante su reinado: desde Winston Churchill, que fue para ella una especie de mentor, hasta Liz Truss. La reina, a pesar de su estado delicado de salud, dio muestras de su conciencia del deber el martes pasado, cuando recibió a Truss y le encargase formar gobierno. Las fotos del encuentro en el castillo de Balmoral, la residencia escocesa de verano de la reina, mostraron a una reina sonriente, de buen humor, de pie, pero innegablemente de aspecto ya muy frágil.
Firmemente enraizada más allá del proceso político cotidiano, Elizabeth II le dio a su país algo así como una mayor estabilidad. No era el glamour con el que habría eclipsado cualquier crisis y debilidad de los gobernantes, sino una presencia pura y duradera que transmitía una sensación de continuidad y de normalidad. El ensayista británico Harry Mount habló una vez de un “mueble que siempre ha estado ahí”. A la reina Isabel II la caracterizaron, entre otros atributos, la normalidad y el cumplimiento silencioso del deber. En noviembre de 1997, en un discurso con motivo de su aniversario de bodas de oro, resumió la sobria imagen de sí misma en palabras notables: "Al igual que el gobierno, la monarquía existe únicamente gracias al apoyo y al consenso populares; para nosotros, la familia real, el mensaje suele ser más difícil de leer. Pero tenemos que leerlos”.
Al final, pudimos ver que, aunque el mundo se está volviendo cada vez más estadounidense, la reina Isabel permaneció muy británica, en su estilo tradicional. Podemos decir que la difunta reina logró salvar a la monarquía (no sólo a la inglesa) en estos tiempos antimonárquicos y logró posicionarla positivamente al frente de muchos proyectos de ayuda social: hoy en día hay en Inglaterra alrededor de 3 000 iniciativas de ayuda social que son patrocinadas o encabezadas por miembros de la familia real.
Como en todas las monarquías parlamentarias, Elizabeth II fue una reina aparentemente sin poder, una reina aparentemente invisible, pero fue una reina conscientemente omnipresente. Descanse en paz.