Comprendemos el azar como la poca disposición de nosotros con el destino. Ponemos a nuestros pies un sinfín de exóticos rituales para la suerte, la buena vida y el destino seguro y certero. Creemos que portando un cuarzo controlamos una vida.
Llamamos coincidencia a las exigencias que la vida denota y casualidad a los momentos que no aceptos como nuestros.
Febrero es muestra de la inexactitud humana. En su afán de concebir el tiempo en número se ha volcado hacía el desorden e inventado o reintentando recuperar la estructura de control a través de los días agregados de más al calendario. Peor aún, febrero tiene la marca del cruel destino de los amantes; Valentín, un mártir de los primeros siglos del cristianismo asesinado por la única causa más poderosamente letal para el hombre: amor-amar-amarse-amaré-amaremos-amé. Valentín murió uniendo en amor a las parejas, murió amando a Dios, un Dios que se presenta como el amor mismo pues todos sabemos que Deus Caritas Est.
En febrero el mundo se detiene para posar sus ojos en el discurso mediático del amor. Al menos, por fracción de una compra, el mundo cree en el amor.
Por mi parte febrero nunca pasa desapercibido. Sepan ustedes, mis cinco o seis lectores, que un 14 de febrero de hace ya seis años una parte, la única parte viva de mi corazón, murió una noche. No tenía nombre, no tenía rostro ni era casi humano. Era un tejido, cerca del ventrículo izquierdo, el que una noche hizo lo que mucho tiempo yo he pensado, se dejó morir. Desde entonces sufro su ausencia. Presión alta, dolores de pecho, fatiga y sobre todo, la pregunta que me visita cada año ¿por qué sigo vivo?.
¿Fue destino? ¿Fue azar? ¿Fui una broma? Dudo mucho que me lean tan seguido pues ni yo me leo cuando aparezco en el correo del día. Pero, si leen con atención, en cada entrega cuestiono el hacer y quehacer de la existencia. El obrar humano es –debe de ser- más allá de una casualidad. Lo mismo del amor, que no obra en la coincidencia.
Antes, en muchas vigilias, soñaba con el amor perfecto. Charles R. Her-Priest escribe en una antología parecida a The Norton Anthology de 1970 -pero poco más vieja por unos 60 años quizá-, mi sentir en estos momentos. En una rústica traducción del alemán dice Her-Priest:
“Me hubiese gustado amarte. Vivir en tu vida los años en que todo era imperfectamente posible, indefinible y borroso. Me hubiese gustado verte desde tu recuerdo, vernos en tu futuro desde un pasado que nunca pasó. Eres la nostalgia más grande que tengo, eres un recuerdo que cada día me atormenta. Qué triste es despertar, qué triste es el estar vivo y no amar. “
Anteriormente he citado a Her-Priest, muy notable es su intervención en mi columna de hace tres semanas en dónde por inspiración reza a la musa encubriendo el rostro y corazón de la verdadera identidad.
Podemos pensar en el amor como una abstracción sin fin en la que toda dirección por lo certero está basado en lo irreal. Quizá lo sea o quizá, nos falta enamorarlos para conocer la esencia de una persona y conocer por fin la verdad que hay detrás de las apariencias.
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