El Apantle
23/08/2024
Autor: Abril Itzel Jiménez Hernández

Alas de la Memoria es un espacio de creación literaria de la Facultad de Humanidades a cargo del Dr. Noé Blancas.

Este relato obtuvo mención honorífica en el 5to Certamen de Cuento “Alas de la Memoria”, organizado por la Facultad de Humanidades UPAEP, en noviembre de 2023

Lo que voy a contar, aunque no lo parezca, surgió por una peculiar reunión de amigos en nuestra época universitaria cuando, entre las dudas religiosas, políticas y filosóficas que tuvimos, llegué a cuestionarme la verdad que tanto debíamos defender los jóvenes. Yo era la única mujer de nuestra generación en la facultad de física. Mis colegas me trataban cariñosamente y me llamaban con el seudónimo de “Marie”, en honor a Madame Curie. 

Una mañana del 31 de octubre, sentada en la banqueta fuera de la facultad con mis cuates Jorge, Agustín, y Ramón, hablamos sobre de historias de miedo y misterio, pues en aquel entonces se puso de moda la música gringa sobre monstruos, brujas y fantasmas, con sus pegajosos ritmos a go-gó; sí, esos bailes que tanto escandalizaban a nuestros padres. 

Entonces, mi amigo, Jorge, nos contó lo que le pasó a su madre el día anterior:

—Me dijo que estaba leyendo en su cuarto y que el piano de la sala le sacó un sustote porque tocó solito. ¡Ja! ¿Ustedes pueden creerlo?

El otro camarada, Agustín, contestó:

—Pues fíjate que yo no lo veo tan extraño. Mis padres me han platicado historias de nahuales de allá del pueblo de donde eran sus abuelos en la Mixteca Alta. Pero, hombre, no lo tomes con burla. Ya sabes lo que nos ha dicho el profe sobre lo que no existe…

El tercer compañero, Ramón, a quien teníamos poco tiempo de conocer, pero de quien sabíamos que era fanático de las historietas fantasiosas, lo interrumpió:

—Uuuy. ¿Acaso piensas que ser “científicos” nos impide considerar otras posibilidades?

Yo me quedé pensando en lo último que dijo sobre las “otras posibilidades”. Sin intervenir aún, seguí escuchando la historia de Ramón:

–¡Yo le creo a su jefa, lo viví! Cuando me hospitalizaron la última vez que me rompí la pata, no pude dormir tranquilamente por una sombra bien rara que parecía verme desde la ventana… Todas las noches. ¡A ver! ¿Cómo me explican eso?

Los demás callamos para pensar detenidamente. Jorge fue el primero en teorizar con claro escepticismo:

—Obviamente, eso no está en los libros, güey... Pero ¿cómo sé que no estás inventando eso? ¡Deja ya de ver tantas películas de El Santo! De plano te están afectando, caray. Nos tienes hasta el gorro.

Agustín, fue menos severo en su afirmación:

—Tal vez estuviste tan sedado que viste cosas de más. Usualmente la psicología nos da la mejor explicación. Aliviánate, agarra la onda…

Ramón, un poco indignado por creer que lo tachábamos de loco, se rindió:

—¡Bah! Ustedes son lo que no agarran la onda. ¿Qué puedo esperar de ustedes? Son tan fresas y burgueses que si les pagara para que me creyeran sin duda lo harían. 

Ramón se fue enojado dizque a estudiar, aunque sabíamos que se iba con los chavos del Flower Power de su cuadra. Jorge aprovechó para ir con su novia, antes de que su mamá llegara por él en su Maserati 67. Agustín, en cambio, se quedó conmigo:

—Marie, nena, eres la más inteligente de la clase. ¿Tienes alguna opinión al respecto? Parece que el ratón te comió la lengua.

Tuve la oportunidad de lucirme con un fabuloso análisis, digno de un diploma y mención honorífica, pero de plano dije “no”. Ramón era un tipo hippie de quien solíamos dudar porque siempre sacaba cosas “mágicas” de su morral con olor a pasto quemado. A pesar de ello, era un excelente estudiante. Esa fue la única vez que me dejó sin palabras, ni para unirme a la sarta de burlas que le hacía Jorge. ¿Qué clase de científica no puede dar su punto de vista siguiendo los más estrictos preceptos de las ciencias contemporáneas?

Esa misma noche, no pude dormir por la inquietud que me generó la plática con los compañeros. Ramón nos trató de asegurar que un espectro o presencia demoníaca le quitó el sueño aquella vez que se internó en el hospital. Aunque apoyaba la idea de Agustín, algo en mis recuerdos me incitaba a creer que Ramón no mintió. Decidí llamar por teléfono a Agustín, porque era a quien más confianza le tenía:

—Agustín, ¿puedes venir a mi casa a tomar un café? Necesito contarte algo sobre lo que conversamos hoy en la facultad. Es necesario, por favor.

—Marie, ya es muy tarde, son las dos de la mañana. No te tomes tan en serio estos temas. Ya sabes cómo es de loco Ramón…

Lo interrumpí insistiendo en que era algo importante. Aceptó y llegó diez minutos después. Nos sentamos frente a frente, en la pequeña sala, con nuestras respectivas tazas de café. Le dije: 

—Sabes que no soy tan escéptica como Jorge. Cuando pediste mi opinión no supe qué decir porque realmente me quedé en blanco pensando en las “otras posibilidades”. ¿Tú crees que nuestro cuate, del que tanto nos mofamos, pueda tener razón? Acuérdate de lo que nos contaste. ¿Alguna vez has visto un nahual o algo parecido?

—Pues no. Nunca he visto algo así –me respondió con esa actitud tan serena que yo necesitaba para lo que estaba a punto de contarle.

—Mis parientes que están en el pueblo nos cuentan de muchas cosas e historias que se han pasado por generaciones. Pero no puedo asegurarte si alguno tiene razón, porque no lo he vivido y tampoco tengo con qué desmentir sus historias. Pero, Marie, ¿te encuentras bien? Tienes mal semblante, estás muy pálida.

Omitiendo su última pregunta, callé unos instantes, y empecé mi relato.

Yo tenía 13 años cuando me mudé con mis padres a una casa antigua, en un barrio donde apenas había algunas viviendas. Eso sí, había muchos árboles, amplios espacios verdes y, además, un apantle se ubicaba frente a nuestro nuevo hogar. Era una casa de un solo piso, pero muy amplia, con un gran corredor que unía dos habitaciones y la cocina. Los vecinos nos recibieron con amabilidad y, mientras yo exploraba el jardín, ellos hablaron seriamente con mis papás. Resulta que esa casa había sido de alguien más, pero ni me importaba. 

En menos de una semana ya nos habíamos instalado y, después de tres meses, llevábamos una vida aparentemente tranquila. Una mañana, cuando mis padres salieron a comprar al mercado, me quedé en el corredor jugando con mi muñeca de trapo. Pero llamó mi atención que, en una esquina del piso cementado, cerca del portón principal, unos ladrillos formaban un cuadro, como si a los antiguos dueños no les hubiese alcanzado el material para terminar de construir esa parte. Me acerqué y percibí que tenía unas letras talladas: “Nsala Malekun”. No hablé de eso con mis padres, y aunque ellos lo habían notado, no le tomaron mayor importancia.

A partir de ese día, a mi madre y a mí nos empezaron a ocurrir cosas inusuales.

Ella decía que, a primera hora de la mañana, cuando preparaba el desayuno para mi papá que se iba al trabajo, veía por la ventana a un perro negro, flaco, enfermo de sarna, con el pellejo moreteado, que llegaba a recostarse entre dos árboles del otro lado del apantle, mirándola fijamente. Primero, fueron dos veces por semana, y sin tardar mucho, el animal ya estaba ahí desde temprano hasta el anochecer, todos los días sin falta. Tras la medianoche se iba lentamente, jadeando y arrastrando sus patas traseras.

Tuve episodios de somnolencia que me duraron un mes. No salía de mi habitación y sentía que el cuerpo me dolía, como si cargara un pesado bulto en los hombros. En uno de esos ratos cuando aún me sobraba energía, sin poder contener mi curiosidad, me dispuse a hurgar en el cajón de una gastada mesa de noche. Aún sigo pensando que fue un error dejarme llevar por mi ignorancia, porque encontré el acta de defunción del antiguo propietario, Don Román Betancourt, nacido en Cuba, quien falleció a los sesenta y seis años por un disparo en la cabeza. Al parecer era familiar del joven Gerardo Betancourt, la persona que nos rentó la casa, quien además no mencionó nada sobre esta persona. Me incomodó tanto leer el documento que inmediatamente lo volví a guardar sin acomodar las demás hojas, y no le avisé nada a mis padres pensando que me fueran a castigar por agarrar cosas ajenas.

Esa misma noche, mi papá avisó que se quedaría más tiempo en el trabajo y no regresaría hasta una semana después. A mi mamá le preocupaba demasiado quedarse sola conmigo por los recientes acontecimientos. Y efectivamente, su intuición no se equivocaba. Antes de irnos a dormir, me llamó desde su cuarto diciendo:

—María, mijita, vente conmigo. No quiero dormir sola cuando tu papá no está. 

Yo me negué un tanto indiferente como si algo me impidiera ir con ella. Volvió a pedirme que la acompañara y con dificultad en mis pasos fui hasta su cama. Rezamos, pidiendo que papá regresara con bien. Después, nos cubrimos con el pesado cobertor de lana y nos dejamos llevar por el sueño. De repente, se escuchó un fuerte golpe que hizo eco en la habitación y mi mamá saltó de la cama gritando:

—Virgen Santísima. ¡Alguien me golpeó! ¡Me cacheteó! –se quejaba, sobándose la mejilla izquierda. 

Encendí la lámpara y vi que tenía roja la mitad de su cara. Yo esperaba ver una mano marcada, pero no fue así. Minutos después, la puerta de madera de dos hojas se abrió y se volvió a cerrar con tal rechinido que pareció una carcajada. Temblando de miedo, nos fuimos a mi cuarto y volvimos a rezar para quedarnos dormidas con la luz prendida, ya cuando estaba amaneciendo. 

El terrible suceso se repitió tres veces más. La pobre de mi madre, con sus ojos hinchados de tanto llorar y con profundas ojeras negras, se quejaba por los constantes golpes que recibía. Sentía que “algo” la acechaba a cualquier hora. Se volvía loca con la sensación que tuvo varias noches de que alguien le respiraba en la oreja, mientras trataba de dormir. Por si no fuera suficiente, durante seis noches desperté debajo de mi cama sin recordar cómo es que llegaba allí. Lo siguiente que ocurrió fue el colmo de lo paranormal. 

Recuerdo perfectamente esa desagradable noche, a las 3:00 a.m., cuando soñé con un hombre canoso, delgado hasta los huesos y de tez morena, arrinconado, meciéndose en la ya conocida esquina del corredor. Aquel señor gritaba desesperadamente al mismo tiempo que golpeaba el suelo con una pistola en mano:

—¡No, no puede ser! ¡Hice todo lo necesario para equilibrar el nganga! ¡Lo juro, lo juro! 

Se dio la vuelta y me miró fijamente con ojos rojos empapados en lágrimas:

—¡Lo lamento mucho! El Tata-Nganga me advirtió de las consecuencias si seguía haciendo el ritual incorrecto. ¡Pero no lo escuché! Admito que anhelaba más poder, maté a ese hombre y lo usé para el nganga. ¡Ahora me están torturando las voces y las sombras que exigen mi vida para compensar mi error! Mira, tuve que ofrecerle mis propios fémures…

Se acercó arrastrándose a mí, con las piernas mutiladas, mientras iba dejando un camino de viscosa sangre. Su rostro doliente cambió poco a poco para mostrar una macabra sonrisa de oreja a oreja, aferrándose de mi vestido con sus quebradas uñas amarillentas:

—Cuando quité la piel de los huesos, y los acomodé en el caldero, sentí que una poderosa energía me llenaba el cuerpo. Era el nganga más perfecto que cualquier mayombero haya visto jamás. Sé que esto nos lo prohíbe nuestra religión. Nos prohíben estos métodos sin saber que la magia puede ser ilimitada. ¡Son todos unos cobardes!

Cerré los ojos por la inmensa angustia que me invadió, no podía mover ni un músculo. Se enrolló mi largo cabello negro en su mano derecha, me jaló hasta tener su podrida y arrugada cara frente a mí y, susurrándome al oído, me dijo:

—Necesito más elementos para otro nganga. Los animales son seres que ya no dan suficiente energía. No. Pero una joven mujer humana es mucho mejor. Seguro que los espíritus me lo van a recompensar, ¡contigo!

Súbitamente, me tiró al suelo y me arrastró hasta el puente del apantle, del que ahora corría agua espesa y rojiza. Apreté los párpados con fuerza al mismo tiempo que rompí en llanto, pues sentí que aquello era totalmente real. Los abrí unos instantes para ver a mi torturador, quien colocó la boca del arma en mi sudorosa frente. Su apariencia cambió en segundos, pues los ojos se le tornaron negros, y los dientes se le cayeron en un escupitajo de sangre:

—Aquí voy a limpiar tus huesos. Además, usaré las ramas de ese par de árboles que están del otro lado de este apantle para hacer una gran fogata y completaré el ritual. Eres mi más hermoso y querido nganga.

De pronto, el desagradable hombre se desvaneció y en su lugar una bella mujer de piel negra, con un largo vestido blanco, apareció frente a mí, flotando sobre el agua y convirtiéndose en una silueta de luz que me cubrió. Después de escuchar un fuerte disparo, todo se tornó borroso y caí en una profunda oscuridad.

Desperté en mi habitación cuando ya era de día, con mi cuerpo bañado en sudor y la mitad de mi cabello estaba completamente mojado. Fui a la cocina para ver a mi madre quien me dijo en tono nervioso que cuando se despertó al alba no me encontró en mi cuarto. Preocupada, salió a buscarme y me halló dormida, recostada boca abajo en el puente del apantle, con mi cabello colgando sobre el agua cristalina. Entonces pidió ayuda a uno de los vecinos que pasaba cerca con su burro para llevarme de nuevo adentro.

No quise asustarla más y decidí no contarle el horrendo sueño que tuve. Cuando mi padre volvió de su largo viaje, lo mantuvimos al tanto de lo que nos pasó, y sin pensar le recordé de aquellos ladrillos que vi en el piso el día que llegamos. No dudó en tomar su pala y escarbar aquel pedazo. Lo que encontró me dejó desconcertada: un caldero negro, oxidado, con palos carbonizados en su interior y el cráneo de lo que parecía ser un perro; todo ello desprendía un ácido olor a azufre. Mi madre llamó al sacerdote del pueblo para bendecir la casa y consideramos necesario contactar inmediatamente al joven Gerardo. Ella quiso hablarle de los terribles eventos que pasamos, pero decidió no hacerlo para evitar que la creyera loca. Entonces únicamente sugerí comentarle de los papeles que hallé en una de las habitaciones. Sí, esos que hablaban del señor Román.  

Gerardo llegó al día siguiente. Mis padres lo acompañaron hasta la cocina e iniciaron la conversación convenientemente para hablar de quien habitó antes la casa, y así sacar el tema de los documentos, justificando que los encontramos mientras empacábamos. Así, aprovecharon para decir que teníamos que devolver la casa. Sin pedir más explicaciones, nos respondió:

—Lamento mucho que encontraran esto. Debo confesar que hemos intentado vender esta casa, sin éxito. Pero, entendiendo que están decididos a retirarse… 

Con la vista perdida en la ventana, soltó la breve historia:

—Mi tío Román vino a México el mismo año que estalló la Revolución Cubana. Era un buen hombre, devoto, con deseos de superación. Pero pronto cambió cuando entró a trabajar a una empresa extranjera muy importante. Se volvió malhumorado y amargamente ambicioso. Terminó en bancarrota, se sumió en una profunda depresión y se internó en esta casa. Hace un año lo encontramos tirado en el puente del apantle, con un disparo en la frente. Nunca se casó y tampoco tuvo hijos. Así que mi papá y yo decidimos cuidar de su propiedad y acordamos rentarla tal y como estaba, hasta encontrar alguien que quisiera comprarla definitivamente. Los vecinos siempre me reclaman diciendo que se oyen cosas raras. Pero ¿qué le vamos a hacer? Así habrá querido Dios. Las deudas son deudas. Ustedes entienden…

Aquella historia nos dejó inquietos, podía verlo en los rostros de mis padres. En ningún momento mencionamos lo del caldero porque, siguiendo el consejo del sacerdote, lo devolvimos a su sitio para evitar complicaciones, no solo por cuestiones legales, sino por la tranquilidad de nuestras almas. Sin demora, ese mismo día nos fuimos a la ciudad con unos parientes. Hicimos todo lo posible para olvidar lo que vivimos; hasta ahora había sido así. Pasé años intentando superarlo y me refugié en los libros, buscando algo que dijera que aquello era producto de mi imaginación.

Cuando terminé mi historia, Agustín ni siquiera abrió la boca. Aún tenía entre sus manos, que parecían rígidas, la taza llena de café. Suspiré y rompí el silencio:

—En fin. ¿Ya ves? Nuestra sencilla conversación con los muchachos terminó en recordarme todo esto. Te lo juro, de veras, lo sentí tan real, que no pude evitar identificarme con Ramón. 

Lo miré esperando que dijera algo, pero solo movió la cabeza para acomodarse en el sillón. Finalmente, por si no fuera suficiente la tensión entre nosotros, le pregunté:

—Y tú ¿crees siempre lo que dicta la ciencia? Digo, reconozco lo importante que es, pero… Simplemente hay cosas que no se pueden explicar así como así. ¿Entiendes?

Agustín no pronunció más que un tajante “sí”. Me pidió que no volviera a hablar de eso y regresó a su casa, diciendo que tenía que descansar para el examen de mañana. Por supuesto, eso era mentira.

Años después, los periódicos tenían en primera plana, la captura de un hombre al que apodaban “El Padrino de Matamoros” y cuyos crímenes eran inenarrables. La foto que acompañaba el encabezado me dejó helada: un caldero con huesos y ramas, que inmediatamente me trasladó al apantle de mi niñez.