La frase original es de Séneca, y se la escribió a su querido discípulo Lucilio: “Homines dum docent discunt” (“los hombres aprenden mientras enseñan”).
Se han derramado litros de tinta en torno al aprendizaje y respecto a la enseñanza. No pretendo un recuento histórico, ni un resumen, ni revivir querellas ni dictar cátedra. Quiero reflexionar en voz alta un misterio que se encuentra incoado en la idea de Séneca.
Antes de enseñar me aclaro a mí mismo el pensamiento, ordeno mis ideas, reviso los argumentos, genero una narrativa, veo los huecos y las ausencias, me preparo y estudio, me imagino las preguntas que se suscitarán, algunas las respondo, otras no acierto a dar una respuesta satisfactoria. Cuando estoy enseñando sonrío, elevo la voz, me emociono, susurro una frase provocadora, leemos un texto célebre, pido un momento de reflexión, comentamos el texto, abrimos el debate, escucho, felicito algunas participaciones, interrogo, escucho de nuevo, comparto una experiencia de vida, regreso al texto, escucho sus preguntas, intento responder, guío una actividad, los jóvenes comparten su aprendizaje. Después de enseñar leo trabajos y reviso exámenes, asesoro en los pasillos, resuelvo dudas que me llegan al correo electrónico, continúo el debate, comparto con mis colegas, le cuento a mi esposa e hijos y extiendo con ellos la reflexión.
Si no enseñara, me hubiera privado de todas esas actividades de aprendizaje.
El que enseña con pasión y profesionalismo termina aprendiendo muchísimo, en parte, porque realiza actividades que le cultivan en su disciplina (estudio, actualización bibliográfica, preparación de materiales, revisión de proyectos, etc.); pero también porque acepta que el otro sea quien le enseñe. En efecto, cuando un alumno hace una buena pregunta, el alumno enseña; cuando un alumno reflexiona, contrasta, opina, debate, argumenta… entonces también el alumno enseña. Ni qué decir de nuestros colegas y jefes, las más de las veces son nuestros maestros sin ostentar el oficio. El que enseña, pues, se la pasaría aprendiendo. Pero, ¿es así?
No siempre…
Cuando enseño sin preparar; cuando enseño sin escuchar; cuando enseño sin estudiar; cuando enseño sin dialogar con pares; cuando enseño sin debatir; cuando solamente pretendo enseñar y no doy pie a aprender, entonces, por paradójico que parezca, es cuando no enseño. Y cuando más aprendo (por el estudio que antecede, el diálogo, el debate, la lectura, la revisión de tareas, etc.), es cuando más estoy preparado para enseñar.
Porque, el que pretende enseñar sin aprender, ni aprende ni enseña. Y el que de veras aprende, termina enseñando. Porque sólo tiene la autoridad moral de enseñar quien profesa su ignorancia y humildemente se sabe aprendiz. ¡Ay de aquellos que ya no necesitan aprender! ¡Ay de los satisfechos con su saber! Más les vale no enseñar.