Hacia un nuevo humanismo cristiano en sede trascendental. Primera parte
06/05/2024
Autor: Dr. Roberto Casales García
Foto: Director de la Facultad de Filosofía

Antes de presentar mi propuesta conviene hacer algunas aclaraciones de tipo metodológico. La primera aclaración metodológica consiste en decir que la pretensión de novedad a la que me refiero desde un inicio no debe, de ninguna forma, entenderse como fruto de la arrogancia de aquellos que pretenden decir algo que jamás se haya dicho antes -como si eso fuese realmente posible-. El hecho mismo de hablar de un humanismo cristiano nos remite a dos tradiciones, la humanista y la cristiana, las cuales, a su vez, aluden a una amplia variedad de propuestas que han enriquecido sustancialmente nuestra concepción de lo humano. Tradiciones respecto de las cuales me reconozco como deudor y heredero. Mi intención, en efecto, no es desatar cabos y romper vínculos con ambas tradiciones, sino inscribir mi propuesta dentro de este mismo marco referencial: mi propuesta se inscribe al humanismo, pero no a cualquier forma de humanismo, sino a un humanismo cristiano. De ahí que la novedad que se pretende sea de otra índole, a saber, aquella que se presenta cuando redescubrimos y ahondamos en aquello que nos antecede, como ocurre cuando nos referimos a la novedad del cristianismo

Cuando hablamos sobre la novedad del cristianismo, en efecto, no nos referimos tan sólo a aquellos elementos novedosos que introdujo el cristianismo y que fueron fundamentales para diferenciar a los cristianos de otras formas de religiosidad, sino también a aquello que hace que el cristianismo sea siempre un esfuerzo renovado por comprender y redescubrir aquello que constituye lo propio de lo humano. El cristianismo, en este sentido, es siempre novedoso, a pesar de que presupone una larga tradición de pensamiento. Un cristianismo que está siempre abierto al diálogo y atento a los signos de los tiempos, es un cristianismo que constantemente se renueva y se reconfigura, incluso ahí donde reafirma sus convicciones más profundas y se ve confrontado por ciertos discursos dominantes e ideologías. Se trata, pues, de una tradición de pensamiento –aunque no es solo eso- que se enriquece cada vez que entra en diálogo con otras tradiciones de pensamiento: lo propio del humanismo cristiano es, o debiera ser, su apertura al diálogo. 

Algo semejante ocurre con el humanismo, el cual, si bien es cierto que parte de ciertos elementos del pensamiento clásico griego y de la humanitas ciceroniana, va adquiriendo una diversidad y multiplicidad de formas que se van enriqueciendo por diversos elementos, como ocurre con respecto al cristianismo mismo. Suscribir mi propuesta a ambas tradiciones, o, mejor dicho, a la conjunción de ambas tradiciones, con todo lo que esto implica, además, conlleva otra forma de novedad, a saber: aquella que se da ahí donde ambas tradiciones se encuentran cara a cara con un mundo cuya tendencia apunta en una dirección diferente. Recordemos, en este sentido, que asistimos a una época en la que el humanismo pareciera algo totalmente desprestigiado, tal y como ocurrió con la metafísica en la modernidad. 

Lo segundo que debo aclarar es el carácter trascendental al que también suscribo mi propuesta, pues la expresión misma encierra una amplia diversidad de significaciones que no necesariamente nos remiten a lo que buscamos. Al decir que mi intención es ofrecer una cierta visión humanista cristiana en sede trascendental, por ejemplo, no estoy entendiendo lo trascendente en el mismo sentido en el que Kant, Fichte o Schelling aluden al término al hablar del idealismo trascendental, que es justo lo que intentó hacer Maréchal al esbozar una suerte de tomismo trascendental. Mi propuesta se suscribe, más bien, a lo que autores como Leonardo Polo han caracterizado como una suerte de antropología trascendental, donde lo antropológico se comprende en su relación con la metafísica clásica, particularmente con el tema de los trascendentales del ser. No es mi intención, sin embargo, ampliar el elenco clásico de trascendentales en aras de descubrir ciertas trascendentales propios de la persona humana, como propone Polo, sino algo más modesto, pero que, a su vez, puede servir como la antesala de lo que se ha propuesto Polo, a saber: tratar de comprender la especificidad de lo humano a la luz del elenco clásico de los trascendentales, i.e., el ente, la unidad, la verdad, la bondad y la belleza. 

Mi propuesta, a grandes rasgos, es la que sigue: que el ser propio de lo humano sólo se puede comprender en la unidad de la verdad, el bien y la belleza, íntimamente relacionados con la estructura dinámica de nuestra espiritualidad, la cual compone, a su vez, de tres grandes dimensiones: la cognitiva –relacionada fundamentalmente con el verum-, la volitiva –con el bonun-, y la afectiva –con el pulchrum. Si a esto le añadimos el argumento aristotélico del érgon –en virtud del cual el Estagirita sostiene que la forma más perfecta de vida es la contemplativa, una forma de vida reservada exclusivamente para el primer motor inmóvil-, tenemos como consecuencia que, si el érgon propio de del ser humano reside en su naturaleza racional, y ésta se comprende no sólo en virtud de lo cognitivo, sino también de lo volitivo y lo afectivo, entonces tenemos que la plenitud humana sólo se alcanza cuando ésta se orienta hacia la verdad, el bien y la belleza, las cuales mantienen entre sí una cierta relación de proporción. Una vida centrada exclusivamente en lo contemplativo, en consecuencia, resultaría una vida buena, ciertamente, pero quedaría truncada si a la contemplación, i.e., a la búsqueda de la verdad, no le acompaña también una cierta orientación al bien y la belleza. A la verdad no sólo se le busca o se le alcanza, sino que también se le ama y se le contempla, como cuando contemplamos una obra de arte. 

Que nuestro ser se dirime en la unidad de la verdad, el bien y la belleza, no sólo implica que lo cognitivo se relaciona con lo volitivo y lo afectivo, y viceversa, sino también que nuestra existencia sólo alcanza su plenitud en la medida en que logramos armonizarlas entre sí. De ahí que la búsqueda de la verdad no pueda desvincularse de la realización del bien y la aspiración a la belleza, tanto como que el bien no puede desentenderse de la verdad ni ser ajeno a lo bello, y lo genuinamente bello sólo puede ser tal en virtud de su bondad y su relación con la verdad. Soy plenamente lo que soy cuando vivo conforme a la verdad, el bien y la belleza, de modo que éstas estén entretejidas en mí, y se vuelvan tres ejes que orientan todo lo que soy y puedo llegar a ser. En resumen: soy más plenamente lo que soy, cuanto más capaz soy de integrar estas tres dimensiones. Hipótesis que iré desarrollando y ahondando en cada una de las futuras entregas.