G. K. Chesterton lanza esta punzante reflexión en Ortodoxia: “Hay algo que Cristo y los santos cristianos repitieron con salvaje monotonía. Han dicho simplemente que ser rico es estar en un peculiar peligro de naufragio moral”. Le agradezco enormemente a mis amigos Santiago Adame e Isaac Gaspar los diálogos que tuve en torno a esta provocación.
Si yo me subo a una barquita (la barca de mi vida) y entro a altamar en plena tormenta, corro riesgo de naufragar, aunque también puedo correr con suerte. Uno necesita pericia, temple y suerte para salir bien librado de Caribdis y de Escila.
La primera vez que leí esa expresión de Chesterton, me quedé sorprendido de lo exacta y bien lograda que es. Chesterton no afirma que la riqueza sea un mal, ni que los ricos sean malvados o estén condenados. Afirma que corren peligro, un peligro no pequeño, es verdad. Con el tiempo he visto que la expresión también es exportable a otros contextos, y que la posición que ocupa la riqueza, pueden ocuparla el poder, el saber o el placer. En efecto, estos cuatro forman los cuatro palos de la baraja: oros, espadas, copas y bastos, respectivamente. También aquel a quien se le ha depositado un exceso de poder está en un peculiar peligro de naufragio moral; y también lo están, a su modo, el erudito y el hedonista.
Hay que mantenerse siempre a la distancia de los excesos. El cristianismo primitivo -lo mismo que el cristianismo actual- propuso tres anclas o tres puertos para guarecerse de la tormenta: la pobreza, la castidad y la obediencia. Para ceñirme al texto de Chesterton trataremos ahora sólo del antídoto a la riqueza.
La pobreza que propuso el cristianismo no es la injustamente padecida, es decir, esa pobreza que limita, impide, ahoga, condena. Su propuesta, por el contrario, fue la de una pobreza voluntariamente elegida, esa que supone el compartir, el pensar en plural la existencia. Para no confundirlas semánticamente, a la segunda se le podía llamar “austeridad”; el problema es que el manoseo político actual ya prostituyó ese término (¡cuántos no!). Llamémosle, por ahora, “sobriedad”.
¿Es útil una vida sobria? ¡Lo es! Y no es útil por pasar inadvertidos a los ojos de los ladrones, esto sería hipocresía; lo es fundamentalmente por el beneficio que causa la generosidad. No sirve de nada “guardar las apariencias” (las joyas en un joyero o los abrigos en el guardarropa); las riquezas deben compartirse: esto lo enseñaron constante y machaconamente los Padres de la Iglesia: Basilio, Juan Crisóstomo, Ambrosio, Agustín… La generosidad nos permite dar y darnos a los demás. La generosidad nos vincula sólidamente. Gracias a ella la vida del otro no nos es indiferente.
El narco predica en las antípodas del cristianismo. Un joven se alista a un cartel porque hay mucha riqueza en juego, y la hay pronto. Por supuesto, junto con ellas viene el naufragio moral: miedo, armas, muerte, persecución, veneno, traición… El ideal de vida de otros jóvenes es llegar a ser un influencer famoso o un youtuber cuyos videos le llenan sus cuentas bancarias con jugosas comisiones. Algo en común comparten estos estereotipos: la felicidad entendida como riqueza.
La academia puede y debe ser un lugar de reflexión sobre cuál es el sentido de la vida; sobre la conveniencia de una “vida sobria”; una sana sobriedad, permite a todos, académicos, estudiantes y egresados, buscar los medios necesarios para vivir, y vivir bien, pero no más; porque la práctica de la generosidad ocupa un lugar importante en la escala de valores, lo mismo que la creación de empresas que paguen salarios justos a sus empleados. Porque sin esa “generosidad” México seguirá siendo injusto y desigual, violento, caldo de cultivo de la indiferencia por un lado y del rencor por otro. Porque sin generosidad y sobriedad no se puede ser feliz.
Es trágico ver cómo algunas universidades, que debieran ser oasis de reflexión, criterio y sano cuestionamiento a las costumbres y valores de la época, también consideren la riqueza como fin último de la vida. Sobre esas universidades también pesa el veredicto de Chesterton: están en peculiar peligro de naufragio moral.
La “solidaridad” es parte del ADN de la UPAEP. Compartir (tiempo, recursos, espacio, conocimiento, alimento, saber…) es ser solidario. Compartir es lo que reduce las brechas. Compartir acerca y hermana. Compartir es condición sine qua non de una vida feliz. Compartir las posesiones permite que la barca no esté “tan pesada” y navegue ligera por el mar, y se atreva a surcar mares profundos (duc in altum) sin riesgo a naufragar por su propio peso; además, cuando la barca no va tan llena de cosas, caben más personas.