La semana pasada tuve el honor de presentar mi modesta visión sobre la crítica ratzingereana a la modernidad. Al final de mi conferencia, mi queridísimo colega y amigo, Mathias Nebel, lanzó una pregunta central a toda mi exposición: Todo está muy bien, me dijo, pero ¿no habrás olvidado hablar de la necesidad de una ética pública, de la defensa de unos valores que posibiliten la existencia social? Nuestra conversación duró unos cuantos minutos, antes de tener que interrumpirla para dar paso a la siguiente mesa de discusión. Valga, pues, este espacio como continuación de esa discusión, que no busca otra cosa sino seguir aprendiendo de y con Mathias, a fin de actualizar aquello que sugiriera Edmund Burke: ver más lejos, extender la visión a sabiendas de que caminamos en hombros de gigantes.
Hablar de una ética pública en democracia supone un problema capital, a saber, el de definir quién tiene la autoridad para producirla, votarla e implementarla. Se trata de la vieja cuestión planteada por Carl Schmitt: Quis judicabit? Quis interpretabitur?, es decir, la pregunta por quién decide y quién interpreta. ¿Puede el Legislativo asumirse como responsable de generar esta ética pública? Si esto es así, ¿de qué tipo de ética hablamos? No, sin lugar a duda, de una ética que pueda calificarse de “robusta”, pues la separación operada por la democracia entre lo justo y lo bueno impediría al legislador ahondar más allá de la superficie de las conductas sociales. Cualquier intento por meter el pie en aguas hondas supondría, ineluctablemente, un posicionamiento metafísico que violaría el carácter vacío del lugar de poder democrático, esto es, su carácter post-fundacional—que no implica, evidentemente, que la democracia liberal no tenga compromisos abiertamente metafísicos, que evidentemente tiene, sino que estos no deben ser tenidos nunca por incuestionados, dogmáticos o axiológicos.
La ética pública no puede, por ende, proceder de ninguna institución que pertenezca al Estado, ni mucho menos, por supuesto, al gobierno—piénsese en la violación al carácter secular del Estado cometida por el siñorpresidente de todos los mexicanos al publicar, con el sello del gobierno de México, su versión de la Cartilla Moral de Reyes. Por otro lado, también sería incorrecto decir que la moral pública está constreñida al universo de lo privado. Esto supondría abrazar la falacia liberal según la cual la respuesta a toda controversia moral social sólo puede darse a partir de la reducción de la misma a un conflicto de opiniones individuales. No, la ética pública no le pertenece al Estado, pero tampoco al individuo, puesto que, para ser pública, debe tener un carácter eminentemente social y, al estar referida a objetos sociales, exige respuestas de tipo común. Precisamente aquí se observa uno de los problemas capitales del ethos liberal, a saber, la imposibilidad práctica de generar un modelo robusto de sociedad apoyado sobre una antropología del individuo.
¿Estamos, pues, atorados en una aporía insalvable? De ninguna forma. El problema reside, en mi opinión, en una ceguera respecto de la hechura de una democracia. Debemos decir, pues, con absoluta claridad, que la ética pública corresponde original y necesariamente al espacio de la sociedad civil, caracterizada no ya por su fuerza institucional-legal sino más bien motivacional-moral. ¿Quiere decir esto que la ética pública es nada más que una carta de buenos deseos? Nuevamente habrá que contestar: No. El poder de la ética pública, primeramente, no se encuentra en las leyes o reglamentos, sino en la fuerza que una norma ética es capaz de generar en la sociedad a fin de que su incumplimiento conlleve consigo la censura y el señalamiento social. Hablamos, pues, de las leyes del corazón de que habla Rousseau en Du Contrat Social, de las mœures de Tocqueville, del componente ético de todo imaginario social, en el sentido de Charles Taylor y otros.
Se trata, entonces, del tipo de poder que encontramos hoy en la creciente reprobación social del tabaquismo, que produce importantes presiones sobre los fumadores para abandonar la práctica al tiempo que deja intocada la libertad del individuo. Algo similar está sucediendo en terrenos más complejos, como el clasismo y el machismo en México, cuyo enemigo más importante sigue y seguirá siendo un ambiente ético y cultural hostil a estas prácticas.
Claramente, y esta es una segunda dimensión, la ética pública puede—e, idealmente, debe—terminar por inspirar la actividad legislativa y toda decisión en la que los fenómenos políticos y legales atañen cuestiones de tipo ético. Pero esto implica necesariamente que el vector de la ética pública corre de abajo arriba, es decir, desde la discusión local ciudadana hacia las estructuras institucionales (aquí sigo fielmente al Rawls de Political Liberalism). Pensemos en un ejemplo controversial como es el aborto. ¿Qué es más importante, preguntaría yo al lector, lograr un convencimiento mayoritario (digámoslo en palabras más románticas, ganar la batalla cultural) sobre la personalidad ontológica del feto, o lograr meter a la Constitución Mexicana una prohibición generalizada contra el aborto? Si el lector no responde de inmediato que es más importante convencer a la sociedad, esto sólo puede deberse a una progresiva enfermedad política que quiere convencer a la ciudadanía de la inutilidad del diálogo y el debate.
Precisamente por ello citaba yo las palabras de Ratzinger respecto de la importancia de este debate en la arena de discusión pública, según las cuales si el catolicismo—y, por supuesto, cualquier otra tradición de pensamiento o corriente ideológica—no es capaz de convencerse a sí mismo y a los demás en el nivel social, no tiene ningún derecho a exigir un reconocimiento público: “Nos habremos vueltos desechables, y deberemos admitirlo” (Church, Ecumenism, and Politics, 220). Los dos niveles que mencioné arriba, del convencimiento comunitario y del reconocimiento público, son aquí clarísimos.
Ratzinger no sugiere bajar los brazos y aceptar que hemos perdido la batalla. Al contrario, en tanto que asume que estamos en un mundo descristianizado, si no es que abiertamente anticristiano, su propuesta muestra una frescura y originalidad casi insondables. La iglesia del futuro, dice, será una iglesia “interiorizada, que no suspira por su mandato público y no flirtea con la izquierda ni con la derecha… habrá que eliminar tanto la estrechez de miras como la voluntariedad envalentonada” (Fe y Futuro, 105).
Lo dicho no da todavía una respuesta adecuada al planteamiento de Mathias, pues bien podría decirse que la orientación eclesiástica planteada por Ratzinger no atiende su crítica, que se refiere estrictamente al orden político y no eclesial. Las citas, empero, sí que nos ayudan a comprender cuál debería ser la postura política del católico en cuanto a la formación de una ética pública. Terminaría dando algunas líneas generales que hagan una síntesis de lo ya dicho, así como redondeen algunas ideas todavía incompletas.
Primero, la ética pública pertenece al lenguaje de la arena de opinión pública, no del gobierno, del Estado, ni del arbitrio privado. Segundo, la arena pública no es coercitiva en un sentido legal, sino moral, esto es, que funciona como lubricante indispensable de las relaciones entre ciudadanos y ciudadanas, haciendo posibles el diálogo, la argumentación, la negociación y la promoción de dinámicas sociales tendientes al bien común; esto no prohíbe, tercero, a la ética pública iluminar y alimentar los debates legislativos y judiciales de una democracia. Cuarto, esto implica que, en democracia, la discusión sobre los problemas sociales es, por su propia naturaleza, interminable, en el sentido de que nunca se agotará la discusión sobre temáticas que dividan a las personas. Pero, en quinto lugar, esto no significa que no exista la posibilidad de caminar en aras de, o acercarnos a, modelos sociales más justos, más humanos, más libres e iguales; ejemplos de esto es la prácticamente universal condena a la esclavitud y la pederastia, así como el vertiginoso avance de la noción de igual dignidad entre hombres y mujeres. Sexto, finalmente, lo que podemos decir es que la ética pública en democracia es siempre un proyecto en construcción, un trabajo de tipo artesanal (en el sentido de Fratelli tutti) que exige la paciente y dedicada colaboración de la ciudadanía toda—pues solo en una ciudadanía participativa pueden encontrarse guiños de auténtica legitimidad—, fundada en valores universales que al día de hoy siguen sosteniendo el ethos democrático (la dignidad personal y sus derechos siendo los más relevantes) y que tienden a fortalecer un clima de encuentro respetuoso, abierto a la diversidad sin que esto implique la celebración sin reservas de la diferencia por la diferencia misma, en aras de la construcción de sociedades en salida, ávidas de encuentro con el otro y direccionadas a la promoción de bienes comunes.