Como ya es bien sabido por muchos de los profesores y profesoras que hoy por hoy están recibiendo una capacitación “intensiva” sobre la Nueva Escuela Mexicana (NEM), uno de los ejes principales de la propuesta curricular es transformar la actual educación “excluyente”, por una que premie la inclusión. Para lograr lo anterior, desde esta reforma escolar, no basta con recuperar los principios y miradas metodológicas que se venían trabajando en torno a dicha temática, donde los temas de accesibilidad parecían ocupar el centro de las discusiones enfocando la pregunta en ¿cómo hacer accesible la escuela, los espacios, los contenidos?
Sin duda, permitir que los estudiantes accedan a lo que las instituciones educativas pueden ofrecer resulta una acción central, pues intenta hacer realidad un principio de justicia social que se basa en la igualdad de los resultados; lo que desde una perspectiva inclusiva podría traducirse en el logro de los aprendizajes que los curricula escolares tienen que garantizar. No obstante, para muchos, queda la duda si el dotar de accesibilidad a los centros es suficiente para poder hablar de una “auténtica” inclusión, sin que se pudieran cuestionar las bases mismas, no solo del dispositivo en el cual está montado cualquier institución, sino en los saberes que se enseñan, los cuales están colocados como legítimos.
En otras palabras, si la “inclusión” en México podía pensarse como un ejercicio de “inclusión educativa”, donde el énfasis está situado en procurar que todos los estudiantes logren participar de la educación escolarizada o si más bien la propuesta tenía que situar la actuación desde una perspectiva de “educación inclusiva”.
Pensar la inclusión desde una cuestión decolonial, como se menciona en la reforma de la NEM, invita a sospechar que el propósito es hablar de una educación que sea inclusiva, lo que implica la transformación de los espacios escolares, pero también de los saberes, conocimientos y visiones que se tienen de los sujetos, los contenidos y las instituciones. Lo anterior refiere una idea de justicia que no solo responda a una perspectiva de equidad, sino que pase a mostrar la necesidad de señalar otras formas de justicia que permita un cambio de posición, no solo social, sino epistémico.
Lo anterior quiere decir que, no importando situación o condición, todos los estudiantes deben ser reconocidos como sujetos de conocimiento, por lo que el diseño educativo debe estar centrado en aquello que de riqueza puede tener la diversidad presente. Aceptando que cualquier persona es valiosa y debe ser tratada como tal. Esto también conlleva una variación en la forma en que se mira la discapacidad, pues por lo regular, reducida a una mirada “panorgánica”, el saber se ha centrado en una reducción de la persona a mero organismo, lo que no ha hecho más que limitar las opciones pedagógicas, pues se cree que el no aprendizaje responde únicamente a una condición y no a un conjunto de situaciones donde, por ejemplo, la discapacidad se intersecta con otros ámbitos.
El reto, ahora que los profesores y profesoras están co-diseñando, es deconstruir las nociones sobre la discapacidad, muchas excesivamente médicas, para volver a mirar la diversidad, no como mera existencia negativa, sino como parte de esa diversidad humana que no se restringe a un déficit o a un diagnóstico. Un paso de una inclusión educativa a una educación inclusiva. Por mucho tiempo, esta diferencia escasamente se ha reconocido, al grado de hacer pasar por sinónimos lo que tiene una diferencia epistemológica, es decir, de “naturaleza” importante.