Para Lucy, mi novia hace 26 años.
I
Imaginemos una escena habitual. Cerramos la puerta y somos tragados por la intimidad de nuestra habitación. Los ojos pesan, cargados de lágrimas que somos incapaces de expulsar; la garganta cerrada, empujando todo de vuelta al estómago, que se convierte en digestor de tristezas, fracasos, animadversiones. Sepultados bajo las sábanas cerramos los ojos, que de tanta lágrima necia se niegan a mantenerse alerta. Lloramos sin lágrimas, ahogados en un mar de arena donde nada crece y sólo la bruta supervivencia hace sentido.
Nos queremos a veces, nos despreciamos a veces. Otras veces somos incapaces de comprendernos: queremos abrazarnos pero acabamos, al final, lastimándonos, presas de una laberíntica incapacidad de dar con nosotros mismos. El yo, esa obviedad de ser cada quien sí mismo, es al mismo tiempo una pregunta imposible de responder: Quid tam tuum quam tu, quid tam non tuum quam tu, qué te pertenece más que tu propio ser, y qué te pertenece menos que tu propio ser, pregunta Agustín. Somos al mismo tiempo la relación más íntima que puede existir (yo-conmigo) y el gran misterio que se incuba en la profundidad de cada uno (¿quién soy?).
El yo se desdobla, así, convirtiéndose en paradoja: entre la absoluta familiaridad y la más total de las perplejidades. Somos quienes somos, sin saber a veces quién diablos somos.
II
El monstrum se define como aquello que es producido en contra del orden natural. Es monstruosa la criatura producto de la creatividad de Víctor Frankenstein, quien ha buscado convertirse en Dios sólo para terminar en la ciénega del infierno. Lo monstruoso es aquello que desconcierta por su disonancia respecto de lo normalizado: es monstruosa una cabeza tres veces más grande que el promedio lo mismo que tres cabezas unidas a un solo cuerpo; son monstruosos unos brazos que no se han desarrollado y cuelgan como diminutas mangas en un cuerpo incongruente; es monstruosa, también, una mente que se acerca a la bestialidad, no menos que otra que despega de lo humano y acaricia lo celestial.
También, y por esta misma condición de antinatural, lo monstruoso se vincula con lo religioso. Los romanos sentenciaban al respecto: monstrat futurum, monet voluntatem deorum, el monstruo muestra el futuro y revela la voluntad de los dioses. Entendemos así la carga sobrenatural de lo monstruoso, no solamente como aquello que desentona con lo natural sino que lo trasciende absolutamente, colocándose en un registro distinto de la realidad.
III
El texto bíblico describe la unión entre hombre y mujer con una fórmula radical: dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán una sola carne. Et erunt in carnem unam: a fin de convertirse en una carne, hombre y mujer necesitan un acto de extrema violencia, a saber, un acto de mutilación, a fin de quedar cercenados de esa otra carne a la que habían estado unidos desde el seno materno. He aquí el milagro de la individualidad cristiana: a fin de entrar en el sacramento de eterna fidelidad, hombre y mujer deben quedar “libres” de aquellos otros vínculos que los reclaman. Sólo así la promesa tiene sentido, sólo así la alianza es válida. Así, pues, el matrimonio exige el rompimiento de dos personas con el “nosotros” familiar a fin de estar en libertad de crear un nuevo “nosotros”.
¿Qué puede significar ese in carnem unam? Primeramente, implica una unión sin confusión, una mezcla indivisible que, no obstante, respeta paradójicamente la individualidad de las partes. “Mi amado es mío y yo soy suya” (2:16), dice el Cantar de los Cantares. Mutua pertenencia: te pertenezco tanto cuanto me perteneces. Extraña paradoja: posesión sin violencia, antes bien pura donación que apunta a un tercer elemento (in carnem unam) que existe sin violentar la dualidad hombre-mujer. Es el balance perfecto de las afirmaciones: 1 + 1 = 1, 1 + 1 = 2, 1 + 1 = 3, es decir, el matrimonio da lugar a una carne, pero deja intacta la individualidad de las partes y, precisamente por esa individualidad, el matrimonio puede expresarse también como el compuesto místico de dos individualidades que, sin desaparecer, se funden en un abrazo que crea una sola carne.
Pero ese mismo matrimonio, en su respeto absoluto a las personas que han conformado una sola carne, es también incomprensión, desilusión, desconfianza, ojeriza, tedio, molestia, desencanto, ofensa, y un sinfín de otras pasiones y sentimientos que alejan a las partes, tensando esa carne-una mística que hace coincidir el 1 con el 2 y el 3. El matrimonio no es, pues, la dicha celestial obtenida por Cristo en la cruz. Es más bien una batalla campal donde dos individualidades luchan por silenciar sus individualísimos demonios para asumirse como personas abiertas a una carne que los trascienda sin eliminarlos; es un camino de lágrimas, de dolencias y de pruebas, caminado por dos que sueñan el sueño de Benedetti: “Si te quiero es porque sos / mi amor, mi cómplice y todo / y en la calle codo a codo / somos mucho más que dos”. Mucho más que dos, dice Benedetti, sugiriendo que uno es más que dos ¡Grandiosas matemáticas estas que ven la sombra de la paradoja en todo aquello que vale la pena pensar!
IV
El matrimonio es algo monstruoso. Es antinatural. Es paradójico. Y es asimismo manifestación de la voluntad divina.
Muchos suelen criticar al matrimonio por antinatural. La fidelidad es imposible, completamente inexistente en el mundo natural. Tienen razón. El matrimonio es todo excepto natural, si entendemos el término en un sentido biologicista. No hay nada en el mundo natural que se acerque siquiera a la idea de una sola carne. Incluso los animales que se aparean con un solo miembro de la especie durante toda su vida no pueden considerarse dentro del imaginario de la sentencia bíblica.
El matrimonio es evidentemente paradójico cuando observamos la identidad 1 = 2 = 3 descrita arriba. Por supuesto, los elementos aquí descritos no pretenden sugerir correspondencia alguna con el misterio trinitario. En el Dios Trino el Espíritu procede del Padre y del Hijo y es consubstancial a ellos, mientras que el tercer elemento del matrimonio tiene un carácter distinto a los otros dos: testifica más bien la transición paradójica entre individuo y persona, que va y viene de un lado a otro, manteniendo la saludable tensión entre yo, tú y nosotros. Lo paradójico en el matrimonio es precisamente ese ir y venir cadencioso entre lo individual y lo personal, que permite satisfacer la unión en libertad, que une manteniendo la alteridad de las partes, pero subsumiéndolas al mismo tiempo para crear algo más grande.
El matrimonio debe entenderse, pues, como voluntad divina, como sacramentum, signo visible de la gracia. Sólo bajo la caricia amorosa de Dios es posible el milagro de esta tensión entre individualidad y comunidad, tensión entre tú que eres mía y yo que soy tuyo. Y, más importante, sólo en el seno del Creador podría el ser humano, ese bípedo dotado de racionalidad, volverse quijotesco y atreverse a soñar con lo imposible.
V
Así como a veces el yo entra en crisis consigo mismo, testificando esa paradójica relación yo-conmigo que describí arriba como intimidad-extrañamiento, así el matrimonio oscila entre momentos de un exaltado in carnem unam y situaciones donde un individualismo descontrolado hace violencia a esa carne.
Así como a veces no me entiendo, así también a veces no te entiendo y no me entiendes;
Así como a veces me siento ajeno a mi piel, a veces también parecemos extraños;
Así como a veces la imagen del espejo me devuelve a un extraño, así también hay veces en que no me veo relejado en ti ni a ti en mí;
Así como a veces me ahoga un tedio existencial, así hay ocasiones en que la odiosa rutina se instala entre los dos;
Así como a veces me molesto conmigo mismo, así a veces te molesto y me molestas;
Así como a veces me desilusiona no ser quien quiero ser, así también muchas veces nos convertimos en desencanto para el otro.
Y todo eso está bien. Porque, así como a veces caigo en la cama y me sumerjo sin lágrimas bajo las sábanas, asimismo otras más, muchas más, emerjo del limbo solitario y me atrevo a amarme con y desde los otros, y comienzo así a amarte o, mejor, a amarme al amarte, en ese bumerán erótico que somos, promesa de unión siempre incompleta pero perfecta en su originalidad. Y de pronto descubro que mi yo y tu yo son vagas ilusiones al tiempo que férreas realidades, nada más que una morfología plástica en donde in carnem unam se encumbra, y unas veces yo soy tú y otras tú eres yo; donde otras veces la individualidad de cada uno quiere ganar terreno y cobramos sentido de las profundas diferencias de ser yo quien soy y tú quien eres; pero que siempre, siempre, puede escucharse un sigiloso himno detrás del ruido de las individualidades, uno que canta un te quiero en la casa, en el trabajo y en la calle donde, codo a codo, somos mucho más que dos.