En nuestra colaboración pasada hemos hecho un recuento de los rasgos que caracterizan a una república en el mundo actual, por lo que ahora procederemos a revisar cuáles de estos elementos están vigentes en la llamada “República Mexicana” y cuáles ya no.
Hemos visto que un aspecto esencial de las modernas repúblicas democráticas es el mutuo control de las instancias del poder, debido a lo cual existe una separación o división de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial), que participan en un juego de pesos y contrapesos, bajo la premisa de evitar la concentración del poder, de facultades, recursos y decisiones en uno solo de ellos. Como ya es del conocimiento general, las reformas promovidas por el presidente López y apresuradamente aprobadas por el poder legislativo nos hacen ver que el ejecutivo (más precisamente, el presidente actual) ya tiene en sus manos al poder legislativo y, con la politización que acarreará la elección popular de jueces, magistrados y ministros, también tendrá el control de los integrantes del poder judicial. En esto jugará un papel importante la nueva instancia “disciplinaria” que observará y vigilará el proceder de los jueces. El propósito de esta reforma es, por lo tanto, controlar al Poder Judicial, tanto a nivel federal como local. Con este control de los tres poderes en manos del ejecutivo, se desmantelan los contrapesos constitucionales de una república democrática.
No debemos olvidar que la ley de amparo ha sido modificada, de tal forma que dicho juicio ya no tiene efectos generales sobre toda la población y sólo protegerá a los beneficiarios del amparo. Pero conseguir uno será muy difícil, por el control que el ejecutivo tendrá ahora sobre jueces y magistrados. Si además consideramos que la lista de delitos sujetos a prisión preventiva oficiosa se ha extendido, veremos que el ciudadano está cada vez más indefenso frente a un posible abuso del gobierno o del Estado. Ahora será más fácil que un fiscal consiga una orden de aprehensión, por lo que, en lo que se aclaran las cosas, el indiciado tendrá que asistir a su juicio en prisión. El peligro evidente es que el gobierno podrá hacer uso del aparato judicial para castigar al que quiera: al que en verdad cometió un delito o al que se atreva a pensar diferente al gobierno, al legislador que vote en contra de una iniciativa presidencial, al periodista que se haga incómodo para el régimen, al académico que descubra malos manejos, que exponga políticas públicas fracasadas o que pretenda defender la libertad de cátedra y de investigación. Una probadita de la prisión como amenaza política la vimos hace unos días en los casos de los senadores del PAN y de MC que fueron obligados a votar a favor de las reformas al poder judicial o a ausentarse de la sesión decisiva de la cámara alta.
Hace unos años, el primer ministro húngaro Viktor Orbán acuñó el concepto “democracia iliberal”, para designar a lo que pretendía instaurar en su país. Podemos entender que este término se refiere a un tipo de régimen que posee algunas características democráticas, pero en el que ciertas libertades que caracterizan a los países democráticos occidentales más avanzados ya no están garantizadas. Sin embargo, su significado exacto no está claro, pues este concepto se ha utilizado recientemente para describir un tipo autoritario de democracia representativa en la que los políticos están legitimados democráticamente de iure, pero la población tiene muy restringido el ejercicio de sus derechos fundamentales. Pensadores clásicos como John Stuart Mill (1806-1873) enfatizaron el peligro de que la democracia se pudiese llegar a convertir en la tiranía de la mayoría y, por tanto, en “antiliberal”. En realidad, empero, lo que vemos no es la tiranía de la mayoría, sino la tiranía en nombre de la mayoría.
Orbán argumentó que la democracia iliberal era, "simplemente", una nueva forma de democracia. Desde que llegó al poder en 2010, su partido ha socavado sutil pero eficazmente la libertad de prensa y el Estado de derecho mediante cambios constitucionales y electorales. Eslovaquia, Serbia y la República Checa, países vecinos de Hungría, ya muestran algunas características de “democracias iliberales”. Podemos aseverar que la democracia iliberal es un tipo de democracia defectuosa, junto con la democracia exclusiva, la democracia de enclave y la democracia delegativa. Estos tipos no son mutuamente excluyentes, pues, por ejemplo, varias democracias antiliberales en Europa del Este en la década de 1990 también eran delegativas. Una “democracia delegativa” es un concepto acuñado por el politólogo argentino Guillermo O'Donnell (1936-2011) para describir regímenes democráticos en los que los presidentes hacen todo lo posible para garantizar que sus poderes no estén controlados por las legislaturas, los tribunales u otros mecanismos horizontales de rendición de cuentas.
Las democracias iliberales son un fenómeno de nuestro tiempo; han empezado a surgir en una ola de sentimiento político antidemocrático en el siglo XXI. Sin embargo, a diferencia de la violencia directa para llegar al poder, lo que ocurría, por ejemplo, en un golpe de Estado en el siglo XX, estos ataques a la democracia son más sutiles y cautelosos, hacen uso de tácticas desestabilizadoras y de políticos elegidos en procesos electorales más o menos democráticos. Con este método, se logra el desmantelamiento discreto de las estructuras democráticas “desde adentro”. A esto se le llama “retroceso de la democracia” (“democratic backsliding”) o “erosión de la democracia”. Sus características: 1) polarización de la sociedad y de la política, 2) ataque desde el gobierno a los medios de comunicación independientes (como en Hungría), 3) control desde el gobierno del poder judicial (como se trató de hacer en Polonia y en Israel), 4) represión de la oposición política y 5) desprecio por la sociedad civil (como en Georgia; recordemos también las expresiones despectivas del presidente López).
Los regímenes iliberales son peligrosos porque atentan contra los valores de una cultura política democrática, ya que pretenden mantenerse en el poder a como dé lugar, sin reparar en los medios. Sus víctimas son los grupos más vulnerables: minorías étnicas o políticas (es decir, quienes piensan diferente, como los demócratas o los opositores políticos), las mujeres y los organismos de la sociedad civil. Como vemos, nuestro país ya acusa, en menor o mayor grado, dichos rasgos.
Así, muchos analistas han externado su temor de que México esté regresando al régimen político priista del siglo XX, más precisamente de los años 60, caracterizado por la centralización de facultades (constitucionales y metaconstitucionales), recursos y decisiones en manos del Ejecutivo Federal, la existencia de un partido hegemónico organizado de manera corporativa (sectores obrero, campesino y “popular”), la inexistencia de la representación proporcional (está en una propuesta de reforma del presidente López) y una democracia muy acotada, con partidos de oposición sin capacidades de triunfo en las urnas. Sin embargo, si lo vemos con más atención, estamos peor, pues aunque tengamos un partido hegemónico, una oposición casi inexistente, un poder ejecutivo que controla a los otros dos poderes y la ausencia de órganos autónomos de control y transparencia, ya no es la disciplina partidista la que caracteriza al partido oficial, sino la idolatría al caudillo que seguirá siéndolo aún después de haber entregado la banda presidencial, por lo que ahora ya no será “el partido” (el PRI) el que esté en el centro de la vida política, sino la voluntad de un solo hombre, López Obrador. Lamentablemente, otro factor ha desaparecido: en épocas del PRI hegemónico, la oposición (fundamentalmente el PAN, luego también el PRD) tenía en sus filas a personas como Manuel Gómez Morin, José González Torres, Herberto Castillo o Carlos Castillo Peraza. Estas figuras admirables tanto intelectual como políticamente ya son cosa del pasado.
Otra característica distintiva del régimen autoritario al que estamos transitando es el papel completamente nuevo de las fuerzas armadas en labores que durante 200 años han estado en manos de autoridades civiles. Esta larga historia de separación de tareas está a punto de terminar con las próximas reformas que harán que la Guardia Nacional pase a la Secretaría de la Defensa Nacional.
Esta regresión al pasado, aunque con elementos nuevos, no es nueva, si acudimos a la comparación con otros países. Un ejemplo en esto nos lo muestra el caso de Rumania entre 1996 y 2002, pues se caracterizó por: 1) la incapacidad de romper el régimen corporativista heredado del pasado soviético; 2) el retorno del partido de la “nomenklatura” al poder (en México, el PRI viejo sobrevive en MORENA); 3) represión oficial de las fuerzas democráticas y de organizaciones no gubernamentales; 4) régimen autoritario consolidado. Una diferencia es que este régimen duró pocos años: debido al contexto democrático europeo y a la creciente tendencia para orientarse hacia el mundo occidental, volvió al camino de la democratización. Rumania, actualmente, aún catalogada como democracia deficiente, está mucho mejor calificada que México, país ya considerado como “régimen híbrido” por diferentes analistas.
La pregunta que mis fieles y amables cuatro lectores se estarán haciendo seguramente es: ¿Qué puede seguir ahora? Seguiremos siendo, oficialmente, una república; acudiremos a votar en procesos electorales, pero cada vez con más restricciones, pues el ejecutivo federal ya no deberá temer a los contrapesos y gozará de un enorme poder centralizado en sus manos. Algo similar ocurrirá a nivel de los estados de la federación. Seguirá habiendo desigualdad socioeconómica, se consolidará un régimen autoritario con capitalismo de amigotes, seguirá habiendo gobiernos corruptos. De hecho, nuestra libertad de expresión ya es más limitada, las leyes e instituciones electorales dificultarán cada vez en mayor medida que la oposición derrote al partido oficialista en las urnas, los medios de comunicación tendrán menos libertades y el trabajo de las organizaciones no gubernamentales será cada vez más difícil. Cierto: no somos Venezuela, pero ya estamos amaneciendo en un país diferente, peor al que estaba hace unos años. Es un país menos libre, con instituciones civiles más débiles, con un ejército más involucrado en tareas ajenas a su naturaleza, con una democracia más vulnerada y con una separación de poderes inexistente.
El camino hacia una república democrática, más igualitaria y libre, con instituciones civiles más sólidas, ha quedado interrumpido. ¿Qué nos queda por hacer? Mucho. Hay que emprender un renovado esfuerzo para buscar un mejor camino hacia la reconstrucción de la república democrática. Para ilustrar esto, quiero parafrasear a un gran torero segoviano, Víctor Barrio (1987-2016), muerto en la plaza de Teruel. Él decía, refiriéndose al arte del toro: “La tauromaquia, más que defenderla, hay que enseñarla”.
Lo mismo debemos hacer con la democracia.